¿Por qué lloras?
María Magdalena y la fe de la resurrección
Sin duda el Viernes Santo fue el peor día en la vida de los discípulos, pero ¡cómo habrán sido los dos días siguientes!
Con los traumas del arresto, la flagelación y la crucifixión de Jesús aún profundamente grabados en su pensamiento, ellos también tuvieron que comenzar a mirar al futuro sin su protector y maestro a quien habían seguido desde hacía tanto tiempo. Y ¡cómo habrá sido para María Magdalena y las otras mujeres que fueron a ungir el cadáver de Jesús! También podemos pensar en los demás discípulos, que estaban escondidos en el aposento alto, temiendo por su vida y sin saber si algún día podrían volver a la vida normal. Pensemos en el sentido de angustia y pesar que embargaba a Cleofás y su compañero mientras regresaban a Emaús.
Pero todo cambió cuando Jesús hizo realidad su promesa de resucitar. Para María Magdalena escuchar que Jesús la llamaba por su nombre fue algo gratamente sorprendente pero a la vez muy conmovedor. Los apóstoles también se llenaron de asombro y un gozo indecible cuando Jesús apareció entre ellos aunque las puertas del cuarto estaban cerradas con llave. Todavía tenían que enfrentar el peligro de la persecución y las amenazas de las autoridades, pero ahora podrían hacerlo con una nueva clase de fe: la fe de la resurrección.
En esta edición de Pascua queremos enfocarnos en el deseo del Señor de llenarnos de la fe de la resurrección, y explorar esa clase de fe que nos dice que no importa lo difíciles que sean nuestras circunstancias, porque siempre podemos creer que Jesucristo es Dios, que resucitó de entre los muertos y que está con nosotros en todo momento y que para él no hay hada imposible. Así como la fe de la resurrección movió a los primeros discípulos a edificar la Iglesia a pesar de los obstáculos que tuvieron que afrontar, esta fe puede convertirnos a nosotros en embajadores entusiastas y eficaces de Cristo. Por eso, vamos a pedirle al Señor que fortalezca nuestra fe mientras reflexionamos sobre algunos de los relatos de la resurrección que encontramos en los evangelios.
Fe y amor. Empezaremos con María Magdalena. Jesús había anunciado repetidamente que las autoridades lo buscaban para darle muerte, pero que también resucitaría al tercer día. Sin embargo, pese a haber escuchado estas promesas, María llegó al sepulcro para ungir su cadáver, no para saludar al Señor resucitado. Cuando vio la tumba vacía, pudo haber recordado lo que Jesús había dicho y haber creído; pero no lo hizo. Más bien, fue corriendo donde los demás y les anunció: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto” (Juan 20, 2).
María pudo haber dicho “Yo creo” o bien, “Tal vez Jesús realmente resucitó.” Pero, por lo que parece, para ella Jesús estaba muerto. La tumba vacía fue la única prueba que consideró valedera, no las promesas del Señor ni los cientos de milagros que él había realizado. La tumba vacía, la piedra movida, sus años de ver a Jesús hacer lo imposible, todo esto pudo haber bastado para incitarla a creer, pero no pudo llegar a tanto.
Sin embargo, aun cuando le flaqueó la fe, su amor no disminuyó. Sus profusas lágrimas, su angustia por la muerte del Señor y su insistencia en buscarlo no son acciones de una persona indiferente. Tal vez María no logró entender bien las promesas de Cristo, ¡pero nunca lo abandonó! De hecho, podríamos decir que el amor de María fue lo que sostuvo su fe y le dio fuerzas para seguir buscándolo sin desmayar.
Este es uno de los mensajes más importantes que contiene la historia de María Magdalena para nosotros, ya que nuestro amor a Jesús también puede sostenernos cuando se nos debilita la fe. Cualesquiera sean las interrogantes que se nos pasen por la mente, siempre podemos revivir las ocasiones en que hemos percibido el amor de Cristo en el pasado y pensar en cuánto ese amor nos ha llenado el corazón.
Siempre estoy contigo. No es difícil entender lo muy angustiada que debe haber estado María. Todos hemos pasado por ocasiones en que alguna tragedia o una gran dificultad ha hecho tambalear nuestra fe: un divorcio, una enfermedad grave, la pérdida del trabajo, un hijo que abandona la Iglesia. Situaciones como éstas hacen que algunas personas se resientan con Dios, se pregunten por qué el Señor ha permitido semejante prueba o hasta duden de que Dios realmente exista.
A pesar de lo difícil que suelen ser estas situaciones, Jesús nos pide una respuesta fundada en la fe; quiere que consideremos no sólo las pruebas que vemos con nuestros propios ojos —pruebas que pueden llevarnos a perder la fe— sino también las pruebas “invisibles” de su amor, sus promesas y su gracia. Especialmente, en las situaciones más difíciles, Cristo nos pide confiar en él; nos pide confiar en su amor; nos pide esperar que él tenga un plan para nuestra vida, aunque todo cuanto veamos ahora mismo sea la prueba o el obstáculo que nos toque afrontar. El Señor nos pide creer que él está con nosotros, aun si nos sentimos absolutamente solos.
Si actuamos como María, tratando de resolver solos los problemas de la vida, probablemente terminaremos perdiendo la fe y dando paso a la duda, la frustración y el temor; y terminaremos dejando que la situación nos domine al punto de perder la confianza para seguir adelante sin perder la paz.
Pero no tiene que ser así. Justo antes de ascender al cielo, el Señor dijo: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20). ¿Les estaba diciendo algo agradable sólo para consolarlos o les estaba dando una promesa en la cual ellos siempre pudieran confiar? ¿Es esta promesa una expresión vacía, o es algo en lo que podemos creer aun cuando todas pruebas nos digan que estamos solos? El Señor quiere que usemos estas promesas para ayudarnos a hacer frente a las dificultades más grandes de la vida.
Aferrados al Señor resucitado. Cuando Jesús llamó a María por su nombre, ella se entusiasmó tanto que se precipitó a abrazarlo, pero Jesús le advirtió: “Déjame ya, porque todavía no he subido al Padre” (Juan 20, 17). María trataba de abrazar a su querido amigo Jesús, su maestro de Nazaret, que la había curado y la había amado incondicionalmente. Pero había llegado la hora en que ella debía aceptarlo no sólo como su amigo, sino como el Señor resucitado y el Rey de toda la creación. La fe de María estaba basada en un Jesús que ella podría ver, tocar y oír, pero ahora tenía que avanzar hacia un Jesús que le podía hablar interiormente a su corazón, a través del Espíritu Santo.
Pero el Señor no estaba rechazando a María; estaba tratando de elevar la fe de ella hacia un nuevo plano, y quería que ella supiera que aunque tuviera que marcharse, él siempre estaría con ella, en su corazón, comunicándole palabras de amor, sabiduría y guía. Y estaría con ella a través de sus hermanos y hermanas, como también en la Eucaristía. Ahora la fe de ella tenía que estar basada en un Jesús que ella no podría ver; un Jesús a quien amaba como siempre, pero a quien sólo podría experimentar a través de la confianza, la convicción y la esperanza. Era hora de que María empezara a caminar por la fe, no por la vista.
La vocación de María es también nuestra vocación. ¡Y qué consolador es saber que incluso ella tuvo que aprender a seguir por este nuevo camino de la fe! Y qué consolador es saber que María Magdalena, Pedro y los demás apóstoles van caminando con nosotros mientras aprendemos a vivir por la fe y no por la vista. ¡Y qué consolador es además el hecho de saber que Jesucristo, el Señor de toda la creación, está dispuesto a derramar su gracia sobre todas las personas en todas partes, incluso nosotros mismos! Es así, porque Cristo no fue sólo un profeta y maestro sabio del siglo I; es el Señor, el único Dios verdadero, el Eterno y Todopoderoso, que está vivo y activo hoy mismo. Nada puede limitar su poder ni su amor, ni nada puede impedirle que nos reciba y nos estreche con ternura en sus brazos.
Así pues, aferrémonos a Cristo Jesús, el Señor resucitado. Creamos en él, confiemos en él y amémosle, porque él es el Eterno que siempre cumple sin falta sus promesas. Jesús siempre está cerca de cuantos le buscan, mediante la fe y a través de la presencia invisible y siempre reconfortante del Espíritu Santo.
El consejo de María. El Domingo de la Resurrección, María Magdalena recibió la fe de la resurrección. Si hoy ella estuviera aquí, nos instaría a mantener el amor a Jesús aunque nos parezca haber perdido la fe. También nos diría que es esencial hacer todo lo posible por recordar las promesas del Señor día tras día. Tomemos, pues, el consejo de María y volvámonos a Cristo Jesús en oración ahora mismo y digámosle que queremos confiar en él, sea lo que sea que se nos presente por el camino.
“Amado Jesús, creo que tú eres el Señor resucitado, y creo que vives en mi corazón. Confío en que tú me amas a mí y a mi familia y que nunca nos abandonarás. Señor y Dios mío, te amo y te alabo por todo lo que has hecho por nosotros. Señor, yo creo en ti. Ayúdame a tener una fe más firme cada día.”
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