La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Febrero 2012 Edición

Por la fe conocemos el amor del Padre

el Padre Diego Suárez

Por la fe conocemos el amor del Padre: el Padre Diego Suárez

¡Qué grande es el Señor, que­ridos amigos! Me gustaría hacerles comprender y percibir la grandeza del amor de Dios.

El amor de Dios en la natu­raleza. Tu Papá te ha regalado la creación entera. ¿Te has puesto alguna vez a mirar las estrellas por la noche? ¿Te has puesto alguna vez a escuchar los ruidos de la noche — no las sirenas de los bomberos ni la policía— el ruido del campo, los ani­malitos? Dios nos ha puesto en un jardín, ¡esto es una maravilla! ¿No te sientes contento? ¿Te duele algo? ¡No dediques tanto tiempo a pen­sar en ti mismo! ¿Por qué no te fijas en los detalles que tiene Dios con­tigo cuando ve que te levantas por la mañana? El sol, el aire, tu esposa, tu esposo, tu niño, tu casa, el trabajo, los amigos.

La comunión con Dios. A Dios se llega de dos maneras: Comulgando el Cuerpo de Cristo auténticamente: “El que come de este pan come mi cuerpo”, en la Eucaristía. Y esto es imprescindible. Pero hay otra forma de comulgar: “Lo que hagáis con uno de éstos, mis hermanos, lo hacéis conmigo.” Y hay gente que solamente se ha aprendido la primera fórmula. ¿Para qué comulgan? Simplemente para engrandecerse, para ensanchar su yo. Pero hay que comulgar para tener fuerzas; para no avergonzarse de su padre que tiene la cabeza per­dida; para no avergonzarse de tener un niño deficiente mental; para no maltratar al niño pequeño; para darse a los demás y repartir dinero. Esto es una forma de comulgar. Si tú comul­gas para ti mismo y nada más, eso no te sirve, ya lo ha dicho Jesús.

Segundo, tú tienes que ser santo, pero trabajando por los demás, sir­viendo a los demás. Cada vez que hay una oportunidad de hacer el bien, hazlo; cada vez que tienes una opor­tunidad de sonreír, sonríe. No esperes que lo haga el otro. No nos acostum­bremos a ir pidiendo por la calle: “Sonríeme, tenme en cuenta, llámame por teléfono, ¡felicítame! ¿Por qué no me llamaste, por qué no me dijiste algo?” Vamos mendigando amor. Ya es hora de que los cristianos digamos: “Dios es tan grande y me ama tanto, que yo voy ofreciendo amor: ¿Qué necesitas de mí? ¿En qué te puedo ser­vir, en qué te puedo ayudar?”

Jesús vino a salvarte. Dios te ama porque ha puesto la creación a tus pies; pero Jesús, el Señor, ha apos­tado por ti; Cristo te ha defendido a ti; Cristo ha dicho: “Vengo a salvar al hombre y lo voy a salvar. ¡Y voy a sal­var hasta al más despreciado, al más absurdo, al que no sabe leer ni escri­bir, al más pobre, al que más sufre!” Los ricos ya se bastan. Los que saben leer, ya entienden. Los cultos, ya organizaron su vida. Si tú eres una persona que sufre, necesitada, con problemas, con las circunstancias de tu vida, pero te sientes pobre hom­bre delante de Dios, el Señor vino a salvarte.

Cuando Jesucristo estaba en la cruz, unos se reían de él: “Si eres el Hijo de Dios ¡bájate de la cruz!” Y Jesús pensaba: “¡Pobre hombre! Por eso no me bajo, porque soy el Hijo de Dios.” Es una enseñanza nueva: “Por eso no me bajo, porque soy el Hijo de Dios, y yo tengo que pensar en ese pobre hombre de 45 años que está en cama porque tiene cáncer, y no se puede “bajar” del cáncer, como yo no me he bajado de la cruz. O en aquel padre de familia que tiene problemas más fuertes que su capacidad y no se puede bajar de la cruz. Ante tantas calumnias de personas que sufren, sacerdotes, religiosas, obispos que sufren, no me bajo de la cruz, por­que hay muchas personas que no se pueden bajar de su cruz. Y si los que sufren aguantan la cruz, ¡yo los voy a resucitar, porque yo voy a resucitar!”

Dios te ama tanto que te res­peta. Al final, tú vas ir donde quieras ir. Les pongo un ejemplo. Cristo está en la cruz en medio de dos ladrones, dos delincuentes. Uno se ríe de Él. “¿Tú eres el Hijo de Dios? ¡Sálvate a ti y a nosotros! ¡Haznos un mila­grito! ¿Tú eres el Hijo de Dios?” Y blasfemaba. Respuesta de Cristo: El silencio, mientras pensaba: “Sigue por el camino del odio, sigue por el camino de la blasfemia, sigue en con­tra mía. Te respeto, eres libre hasta para blasfemar. Te voy a respetar, pero caerá sobre ti la responsabili­dad de tu blasfemia, de tu pecado, de tu vicio, de tu debilidad. No te voy a castigar, no.” El que bebe demasiado, termina en cirrosis; el que se droga, termina perdiendo la cabeza y arrui­nando su vida; el que roba termina en la cárcel. Dios no te castiga, Dios te respeta.

Por el contrario, había otro hom­bre a su derecha, se llamaba Dimas, y decía: “¡Ten la bondad de callarte! Este hombre es bueno, no ha hecho nada malo. ¡Tú y yo sí! Este hombre no. Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino.” Dice Cristo: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso. No un premio, sino tu decisión, que yo respeto. Vente conmigo al Paraíso.” Y Jesús se llevó a Dimas, el primero que llega al cielo sin confe­sar, sin comulgar, sin bautizar. “Este es el primero que me llevo conmigo. ¿Por qué? ¡Porque me gusta, porque me quiere y porque me necesita!”

Y tú estás igual. Si decides estar con Cristo, si amas a Cristo, vas a estar con Él, porque tú decides lo que sea. Si blasfemas, si odias, si rechazas, si te apartas de Dios, Él respeta tu libertad de escoger. Y al que está sin Dios, odia a Dios y se muere, Dios le dice “¿A dónde vas?” “Yo iba en contra tuya.” Dios dice “Está bien, sigue en contra mía.” Y ese estar sin Dios, estar pri­vado de Dios, estar odiando a Dios, es lo que llamamos “infierno”.

Pero si le dices: “Señor, mantenme cerca de Ti; Señor, nunca te apartes de mí; Señor, perdona mis debilidades. Yo te quiero y te amo por encima de todo, por encima de mi mundo, por encima de mis pecados. ¡Te amo entrañablemente!” Y te coge la muerte por el camino, Dios te dice: “Y tú, ¿a dónde vas? Dices: “Buscándote, Señor.” “¿A dónde vas?” “¡Amándote!” “¿A dónde vas?” “¡Detrás de Ti!” “¿Tú me venías buscando?” “¡Sí, Señor!” “Entonces, ven para acá, a heredar el reino preparado para ti. Porque me quieres, porque me gustas y porque me amas. Y no te voy a pedir más nada. ¡Quiero que te des cuenta de que te amo y tú búscame también a mí y yo te voy a amar entrañablemente para siempre!”

Nuestra respuesta. Así pues, si Dios te ama tanto, si Jesucristo apuesta por ti, si Dios te va a respetar el deseo de estar con él, si Dios te va a llevar a donde tú quieres, ¿cómo le respondes al amor de Dios? ¿Haciendo una novena al corazón de Jesús, una novena a un santo? Yo les digo: Cuando tú conociste a tu mujer o a tu marido, ¿cómo empezó todo? Te diste cuenta de que esa persona pensaba en ti, te llamaba por teléfono, te hacía regalitos, te buscaba para salir con­tigo. Entonces a ese amor, tú le diste una respuesta. ¿Cuál? Creíste que te quería, y como creíste que te quería, y tú lo querías también, entonces jun­taron sus vidas: “Yo voy a vivir para ti porque sé que me amas.”

Bueno, si Dios te ha regalado tan­tas cosas, la vida, los niños, el cielo, la tierra, el mar, las estrellas, la luna, el aire, el sol, las montañas, los ami­gos, el trabajo, el coche, todo eso es un regalo de Dios. ¿Cómo le res­pondes? Me dicen: “Yo rezo” o “Yo comulgo.” Bien. Respuesta: “Si tú me amas tanto, no tengo más reme­dio que amarte yo también.” “Señor, yo creo en Ti, creo en tu amor, creo que me amas, creo que me cuidas, creo que me proteges, creo que eres mi Papá y te respondo con la fe.” La fe es una respuesta al amor.

¿Por qué hay personas que no creen? Porque no se sientan amadas por Dios. Si Dios me ama, si Jesús me ama, pues, tengo que vivir para Él. Tener fe es pensar: “Si Dios ha enviado a Jesús para salvarme, me aferro a Jesús. Si Jesús me pide ser­vir, sirvo en nombre de Jesús. Jesús es mi meta, Jesús es mi fundamento, Jesús es mi origen, Jesús es mi todo.”

La fe se demuestra con las obras. Y lo demuestro con la vida, con las obras, con la actitud, con la palabra, con el sentimiento, con la manera en que trato a los demás. Si tu fe no se demuestra en la calle, piénsatelo, porque a lo mejor no tie­nes fe y no te confundas a ti mismo. Y ahora tú tienes que ser testigo de Jesús. Qué significa ser testigo de Jesús? Que tu mujer se dé cuenta de cuánto amas a Dios; que tus hijos se den cuenta de que su padre ama Dios.

Así, por la fe conocemos el amor del Padre y le respondemos con amor. Creer y amar a Dios es com­prometerse con Cristo, mancharse la ropa, embarrarse los pies, meterse a fondo en el mundo para salvar a los demás. El cristiano demuestra en la calle lo que ha hecho y recibido en la iglesia. Querido hermano o hermana, entusiásmate con el Señor, cree en Cristo fuertemente, dale gracias al Señor por el amor que te tiene y res­póndele con todo tu amor.•

Extractado de una conferencia pro­nunciada por el padre Diego Suárez en uno de los “Congresos de Católicos Unidos en la Fe”, organizados por el Ministerio “El Sembrador”, en Los Ángeles, California.

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