Pentecostés: La promesa cumplida
La Iglesia animada e iluminada por el Espíritu Santo
Por: Carlos Alonso Vargas
Pentecostés es una de las fiestas más prominentes en el calendario litúrgico católico. Pero ¿qué es Pentecostés, y cuál es la razón de su importancia? ¿Qué pertinencia práctica tiene esa festividad para nuestra vida cristiana?
En Pentecostés celebramos aquella ocasión en que, cincuenta días después de la Resurrección del Señor, el Espíritu Santo descendió sobre los primeros discípulos que estaban reunidos en oración. Para comprender el significado espiritual de este acontecimiento daremos un vistazo a algunas de las promesas que Dios hizo al pueblo de Israel.
El Espíritu Santo y el pueblo de Israel. En el Antiguo Testamento, al Espíritu Santo se lo relaciona principalmente con el don de profecía. En el libro de los Números se narra un episodio en que Josué trata de impedir que unos jefes del pueblo profeticen y Moisés le contesta: “¿Ya estás celoso por mí? ¡Ojalá el Señor le diera su espíritu a todo su pueblo y todos fueran profetas!” (Números 11, 29). Este deseo de Moisés expresa la esperanza de que un día todo el pueblo de Dios reciba el espíritu de profecía, es decir, el Espíritu Santo.
Más tarde los profetas, transmitiendo las promesas de Dios a su pueblo, hablan con mayor claridad acerca del Espíritu Santo. Isaías, entre otras promesas sobre este tema, dice: “Voy a hacer que corra agua en el desierto, arroyos en la tierra seca. Yo daré nueva vida a tus descendientes, les enviaré mi bendición” (Isaías 44, 3).
Ezequiel registra una promesa similar: “Pondré en ustedes un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Quitaré de ustedes ese corazón duro como la piedra y les pondré un corazón dócil. Pondré en ustedes mi Espíritu, y haré que cumplan mis leyes y decretos. . . y serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Ezequiel 36, 24-28). El Señor promete enviar su Espíritu sobre todo su pueblo (como lo anhelaba Moisés), y asegura que el Espíritu divino estará dentro de ellos y los transformará para que cumplan los mandamientos de Dios.
Otro profeta que habla con claridad del Espíritu Santo es Joel, por medio del cual Dios promete: “Después de estas cosas derramaré mi Espíritu sobre toda la humanidad: los hijos e hijas de ustedes profetizarán, los viejos tendrán sueños y los jóvenes visiones. También sobre siervos y siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días” (Joel 2, 28-29; en algunas versiones es Joel 3, 1-2). También aquí la acción del Espíritu Santo se relaciona con el don de profecía, pero se promete un derramamiento generalizado.
Todos estos pasajes anuncian una época futura en que el Espíritu Santo ya no se manifestará solo en personajes especiales (como Moisés o los profetas) sino que se “derramará” como agua sobre todo el pueblo de Dios. A esa época futura se la llama habitualmente la “era mesiánica”, es decir, el tiempo en que vendría el Mesías y reinaría sobre su pueblo. En efecto, todas estas promesas del Antiguo Testamento hallan su cumplimiento en Jesús, el Mesías prometido.
El Espíritu Santo y el Mesías. Una de las profecías más explícitas acerca del Mesías asegura que el Espíritu Santo habitará en él de una forma especial: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh” (Isaías 11, 1-2 BJ). En efecto, todas las promesas que Dios había hecho a Israel encuentran su cumplimiento en la persona de Jesús, el Mesías o el “Ungido”: en él reposará el Espíritu Santo, según la promesa del Señor.
Llegado el momento, Dios interviene en nuestra historia al enviar a su propio Hijo como hombre, el Mesías esperado, para salvar a la humanidad toda. En Cristo se cumple la promesa de Dios de derramar el Espíritu sobre todo su pueblo. Esta venida del Espíritu Santo se realiza primero en el Mesías mismo; después, por medio de él, se hace realidad en la nueva comunidad de los creyentes.
Así Dios Hijo, el Verbo eterno, se hace hombre al ser concebido en el vientre de la Virgen María por obra del Espíritu Santo (v. Lucas 1, 26-38; Mateo 1, 18-20). Ya desde la Encarnación del Hijo de Dios vemos, entonces, que el Espíritu de Dios está fuertemente vinculado con su vida terrenal. Los pasajes que nos narran el bautismo de Jesús (Mateo 3, 13-17 y paralelos) dicen claramente que el Espíritu se manifestó en esa ocasión ungiendo a Jesús para que él iniciara su ministerio.
También el Evangelio según San Juan consigna unas palabras de Juan el Bautista que conectan la misión de Jesús con la acción del Espíritu Santo: “¡Miren, ese es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” Juan también declaró: “He visto al Espíritu Santo bajar del cielo como una paloma y reposar sobre él. Yo todavía no sabía quién era; pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que el Espíritu baja y reposa, es el que bautiza con Espíritu Santo’” (Juan 1, 29. 32-33). En efecto, podemos resumir la obra de Jesús en dos acciones: por su sacrificio en la cruz quita los pecados del mundo, y por su glorificación bautiza con el Espíritu Santo.
El Evangelio según San Juan presenta también unas palabras de Jesús que se explican con referencia al Espíritu Santo: “El último día de la fiesta era el más importante. Aquel día Jesús, puesto de pie, dijo con voz fuerte: ‘Si alguien tiene sed, venga a mí, y el que crea en mí, que beba. Como dice la Escritura, del interior de aquél correrán ríos de agua viva.’
Con esto, Jesús quería decir que los que creyeran en él recibirían el Espíritu; y es que el Espíritu todavía no estaba, porque Jesús aún no había sido glorificado” (Juan 7, 37-39). En Cristo estaba actuando el Espíritu Santo como una fuente poderosa, y él había de darlo a quienes creyeran en él; pero esta efusión del Espíritu solo ocurriría cuando él fuera glorificado en su muerte y su resurrección.
Así pues, según el mismo Evangelio, en la víspera de su pasión Jesús promete a sus discípulos la venida plena del Espíritu Santo (Juan 14, 15-19. 26; 15, 26; 16, 7-15). Al hacerse hombre, Cristo se había despojado en gran medida de sus prerrogativas divinas, y el Espíritu solo se manifestaba en forma limitada. Pero ahora, al ser glorificado, él podría enviar el Espíritu a sus discípulos con todo su poder.
El Espíritu traería algo mucho más completo que la presencia física de Jesús, de modo que los discípulos estarían en ventaja respecto al tiempo en que los acompañaba el Señor en su condición limitada. Dice Jesús: “Es mejor para ustedes que yo me vaya. Porque si no me voy, el Defensor no vendrá para estar con ustedes; pero si me voy, yo se lo enviaré” (Juan 16, 7). Gracias al Espíritu, los discípulos tendrían dentro de sí la presencia viva de Jesús resucitado, con todo su poder, su amor y su gloria.
El Espíritu Santo y la comunidad cristiana. Antes de su Ascensión al cielo, el Señor reiteró la promesa de enviar al Espíritu: era lo que había prometido Dios desde los tiempos del Antiguo Testamento, y lo que Jesús explicó durante la Última Cena: “Esperen a que se cumpla la promesa que mi Padre les hizo... Juan bautizó con agua, pero dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo… Cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes, recibirán poder y saldrán a dar testimonio de mí” (Hechos 1, 4-5. 8; v. también Lucas 24, 49).
Jesús promete entonces que sus discípulos serían “bautizados con el Espíritu Santo”: el Espíritu se derramaría sobre ellos, haciendo realidad lo que Juan el Bautista había anunciado sobre Jesús. Según ese pasaje de los Hechos, el principal resultado de este derramamiento será que ellos “recibirán poder” para predicar el Evangelio a toda la humanidad.
La promesa se cumple diez días después de la Ascensión, cuando todos los seguidores de Jesús están reunidos en oración en el día de Pentecostés. Pentecostés era una festividad judía que conmemoraba el día en que Dios había dado su Ley al pueblo de Israel en el Sinaí. Se celebraba cincuenta días después de la Pascua. La palabra “pentecostés”, de origen griego, significa “cincuentena”.
Según los Hechos de los Apóstoles, ese día “todos los creyentes se encontraban reunidos en un mismo lugar. De repente, un gran ruido que venía del cielo, como de un viento fuerte, resonó en toda la casa donde ellos estaban. Y se les aparecieron lenguas como de fuego que se repartieron. . . Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu hacía que hablaran” (Hechos 2, 1-4).
El resto de ese capítulo describe lo que entonces ocurrió, cuando muchos judíos de distintos países e idiomas que habían llegado a Jerusalén para la festividad se aglomeraron frente a la casa, al oír cómo los discípulos alababan a Dios en sus propias lenguas. Pedro, como jefe de los apóstoles, anuncia a la multitud el Evangelio de Jesús, muerto y resucitado, y llama a todos a la conversión. Para explicar lo que todos han presenciado, Pedro recurre a la profecía de Joel antes citada, donde Dios prometía derramar su Espíritu sobre toda la humanidad.
Desde entonces los cristianos celebramos ese día de Pentecostés, cuando se cumplió la promesa de Dios de enviar su Espíritu. Cristo, ascendido al cielo, lo derramó sobre sus discípulos (Hechos 2, 33). El Espíritu, que en tiempos de la antigua Alianza se manifestaba solo en unos pocos escogidos y que durante el ministerio terrenal de Jesús se concentraba en él como el Mesías, ahora había sido derramado en abundancia para habitar en todos los seguidores de Cristo. La promesa de Dios se había cumplido.
El resultado de esa gran efusión del Espíritu Santo es el surgimiento de la primera comunidad cristiana, como se nos narra en Hechos 2, 41ss. Esa comunidad es la Iglesia, que, con el poder del Espíritu Santo, se lanza de inmediato a la misión de llevar el Evangelio a todas las naciones.
El Espíritu Santo lo da Dios a quienes creen en Cristo (Hechos 5, 32). Lo recibimos en el Bautismo y más plenamente en la Confirmación. La promesa de Pentecostés se hace realidad en nosotros: el Espíritu nos da fortaleza para cumplir los mandamientos de Dios (Romanos 8, 1-17); nos unge con poder para vivir en santidad y así nos va transformando a imagen de Cristo; nos da fuerzas para la misión de anunciar el Evangelio de Jesús a toda la humanidad.
Mientras que, para Israel, Pentecostés era la fiesta de la entrega de la Ley en tablas de piedra, para nosotros, los cristianos, es la fiesta de la venida del Espíritu Santo que escribe la Ley de Dios en el corazón de los fieles (2 Corintios 3, 3), dando así cumplimiento a la promesa que había hecho Dios por boca del profeta: “Pondré en ustedes mi Espíritu, y haré que cumplan mis leyes y decretos; vivirán en el país que di a sus padres, y serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Ezequiel 36, 27-28).
Carlos Alonso Vargas ha sido por muchos años líder en una comunidad cristiana de alianza. Casado, padre de tres hijos y con cinco nietos, vive con su esposa en San José, Costa Rica.
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