Pastor y voz de los pobres
Breve semblanza del Beato Óscar Romero
Por: Rev. Alexander Díaz
Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, conocido como “Monseñor Romero”, fue un sacerdote católico salvadoreño y el cuarto Arzobispo Metropolitano de San Salvador (1977-1980), célebre por su prédica en defensa de los derechos humanos y por haber muerto asesinado durante la celebración de la misa. Cuando se supo que sería beatificado, el júbilo no se hizo esperar en San Salvador, donde ya se le decía “San Romero de América”.
En muchos países del mundo es conocida la figura de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, el arzobispo salvadoreño asesinado el 24 de marzo de 1980. Su figura ha sido muy debatida, politizada y vista con recelo por muchos dentro y fuera de la Iglesia, porque demasiados han considerado su pensamiento como revolucionario y peligroso para la fe.
Lo cierto es que cuantos piensan de manera negativa, realmente no lo conocen, ni se han interesado en indagar sobre quién fue él en realidad. El pasado 2 de febrero el Vaticano aprobó la beatificación de Mons. Romero y ha sido declarado “Mártir de la Iglesia”, asesinado por odio a la fe y murió defendiendo los derechos de los pobres.
Sus primeros años. Curiosamente, Óscar nació el 15 de agosto de 1917, en Ciudad Barrios, San Miguel (El Salvador). En su infancia y juventud fue conocido por su carácter tímido y reservado. Creció en el seno de una familia sencilla. Su padre era empleado de correos y su madre trabajaba en asuntos domésticos. Ingresó al seminario menor de San Miguel en 1931, después de lo cual, cumplió toda su formación sacerdotal en Roma y fue ordenado el 4 de abril de 1942, tras lo cual permanece allí un tiempo con el fin de iniciar una tesis doctoral, que pretendía orientar hacia la mística o la teología ascética, pero la II Guerra Mundial en Europa le impide terminar sus estudios y se ve obligado a regresar a El Salvador.
Romero no fue siempre un sacerdote defensor de la justicia social y los derechos de los más desprotegidos. Por el contrario, como sacerdote, fue un hombre muy tímido. Siempre fue muy dedicado a la oración y la actividad pastoral, sin un compromiso social evidente. Su acción social consistía, según los que le conocieron, en ayudar a los pobres en lo necesario y a los huérfanos con alimentos, cumpliendo así con las obras de caridad que la Iglesia misma propone hacer a todo buen cristiano. Su pastoral era más enfocada hacia una visión espiritualista y puritana, más bien inclinada a favorecer a las clases pudientes de aquel entonces que a la solidaridad insondable con los pobres.
El Papa Pablo VI lo nombró obispo auxiliar de San Salvador, cargo en cuyo desempeño fue un duro crítico de las nuevas vías abiertas por el Concilio Vaticano II. Precisamente por esto no tuvo buenas relaciones con Mons. Luis Chávez y González, a la sazón Arzobispo de El Salvador, porque según la mentalidad del joven obispo, tales vías eran demasiado liberales para ser aplicadas. Presenciando esta mentalidad tan conservadora y radical, resulta casi imposible reconocer en él a un profeta que anuncie y denuncie, como lo haría en el futuro.
Aires de cambio. La pregunta es: ¿Cómo fue su conversión pastoral? ¿De dónde le vino ese cambio tan radical? En primer lugar, cabe destacar que toda su vida estuvo marcada por una profunda práctica de oración, un sacerdote muy enamorado de su vocación y de la Iglesia, de fe profunda y férreo amor por el Evangelio. Esto le llevó no sólo a orar en silencio, sino también a escuchar el clamor del pueblo de Dios, que sufría y padecía hambre; a escuchar con claridad la voz de Dios, que en ese momento les decía “Consuelen a mi pueblo” (v. Isaías 40, 1).
El profeta escucha la voz del Señor y es pronto a obedecerla. Así fue como, al ver la situación que vivía el país en aquel momento; al ver el país sumido en un caos político muy convulsionado, donde los que siempre sufrían eran los más desprotegidos, los pobres, que no tenían a nadie que hablara por ellos, nace en Mons. Romero su vocación de profeta, nace con el dolor del pueblo, nace cuando comienza a escuchar el clamor de los pequeños, desgarrados por un sistema desproporcionadamente injusto, donde los pudientes no respetan la dignidad ni la vida de los sencillos.
Siendo obispo de Santiago de María, comenzó a ver de cerca la realidad en que vivían sus ovejas, una realidad de pobreza y miseria, irrespeto a los derechos humanos; donde reclamar lo justo para vivir era considerado delito por los hacendados y los terratenientes y por lo cual los pobres eran prácticamente condenados a muerte.
Es en esa dura realidad donde Romero comenzó a entender que muchos de sus amigos ricos —los mismos que le ayudaban en sus obras de caridad— eran quienes le negaban a esta pobre gente un salario justo. Lo que como sacerdote había visto, como obispo lo comprobaba en forma irrefutable: la pobreza y la injusticia social de muchos, contrastaba con la vida ostentosa de pocos.
Ascenso en la jerarquía eclesiástica. En medio de un ambiente de injusticias, represión e incertidumbre, Romero fue nombrado Arzobispo de San Salvador el 23 de febrero de 1977. Tenía 59 años, nombramiento que para muchos fue una sorpresa, porque se esperaba el nombramiento de Mons. Arturo Rivera, quien tenía una mentalidad más enfocada en la justicia social. Por el contrario, el gobierno y los grupos pudientes se alegraron con su nombramiento, pues esperaban que Romero frenara el ímpetu que llevaba la Arquidiócesis. Sin embargo, los planes de Dios eran totalmente diferentes a los humanos.
Su labor pastoral en la Arquidiócesis inició un impulso nunca antes visto. Su lema como arzobispo, “Sentir con la Iglesia”, describe su compromiso con la Iglesia que sufría y que sigue sufriendo. Este lema lo vivió y, a lo largo de todo su ministerio episcopal, vivió un apostolado encarnado en el pueblo, con una profunda preocupación por construir una iglesia fiel a los valores del Evangelio y a su Magisterio.
Muchos le han tildado de defensor de la Teología de la Liberación, porque de acuerdo a esa mentalidad, que aún persiste en la actualidad, él fue un revolucionario, alguien que utilizó el Evangelio para sublevar a las masas. Pero en ningún momento fue él un defensor de esta teología. Mons. Romero simplemente puso en práctica la teología de las Bienaventuranzas, que consiste en dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, visitar a los perseguidos en la cárcel, dar refugio y fortaleza a los más débiles. Es impresionante como aplicó las Bienaventuranzas al abogar al pie de la letra por los pobres y defender sus derechos de una forma muy enérgica y sin miedo a lo que pudiera venir después.
Romero fue un pastor que vivió hasta el último día de su vida junto a su pueblo. Su ministerio lo disfrutó viviendo y compartiendo con los pobres y sencillos. Su apasionado amor por ellos fue su mayor motivación para ser el pastor que fue, un hombre que, en los momentos más duros de la historia de El Salvador, no se quedó de brazos cruzados viendo cómo desgarraban y desangraban a su pueblo, y tuvo la valentía de anunciar y plantar el Evangelio de una forma viva y sin miedo alguno.
Monseñor tenía claro que la vía más concreta para alcanzar la paz era la conversión del corazón y lo decía con claridad: “La doctrina social de la Iglesia no es un sentido solamente horizontal, espiritualista, olvidándose de la miseria que lo rodea. Es un mirar a Dios, y desde Dios mirar al prójimo como hermano. Una doctrina social, que ojalá la conocieran los movimientos sensibilizados en cuestión social… Y mientras no se viva una conversión en el corazón, una doctrina que se ilumina por la fe para organizar la vida según el corazón de Dios, todo será endeble, revolucionario, pasajero, violento. Y no tendrá razón de ser sin esa fe” (Homilía 03/12/1977).
Nubarrones en el horizonte. Sus ideas comenzaron entonces a ser peligrosas para los que marginaban y mataban a sus ovejas, no porque sus ideas animaran a la violencia, sino porque comunicaban vida y esperanza, y estaban plagadas de fe. Sus homilías animaban a pensar, a indagar en la conciencia de todos, porque su mensaje era enviado a todos y, como es lógico, todo aquello que invite a pensar y reflexionar a un pueblo que sufre se vuelve peligroso, porque despierta la conciencia colectiva.
Monseñor se fue convirtiendo poco a poco en la voz de la conciencia de aquel pueblo, una voz que resonaba y cada vez se hacía más incómoda para aquellos que oprimían al pobre, y no dudaron en acallar aquella voz de justicia y libertad.
La última homilía dominical que pronunció Mons. Óscar Romero fue prácticamente su sentencia de muerte, porque fue un fuerte llamado a la conciencia de todos aquellos que acataban órdenes directas de masacrar a los inocentes e indefensos: “Hermanos, ustedes son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: “No matarás...” Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contraria a la Ley de Dios... Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla... Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan a su conciencia antes que a la orden del pecado... La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre... En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Que cese la represión...!” (Homilía 03/23/1980).
El día siguiente, una bala asesina silenció su voz. Sin embargo, fue entonces cuando más comenzó a resonar su voz en medio del pueblo salvadoreño y de toda América Latina y el mundo. Mons. Romero se inmoló por el pueblo que tanto amó, y que aún continúa amando. Como pastor, siempre sintió que estaba llamado a darlo todo por el Evangelio y por aquellos a quienes amaba: “Como pastor, estoy obligado por mandato divino a dar la vida por quienes amo… Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ya ofrezco a Dios mi sangre por la redención y la resurrección de El Salvador… Si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad.”
Cuando dio su vida, Mons. Romero no poseía nada, fue un pobre más entre los pobres; pero dejó en herencia su legado espiritual, que infunde esperanza y dignidad a todos, incluso a quienes dictaron su sentencia de muerte y a quienes con entera certeza perdonó antes de morir. Su palabra ha quedado sembrada en todos los corazones y su sangre seguirá fructificando como semilla de libertad.
El Rev. Alexander Díaz es Vicario Parroquial y Director de Formación en la Fe en la Iglesia Católica de la Sagrada Familia, Diócesis de Arlington, Virginia.
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