La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Adviento de 2018 Edición

Para mí, ella es la primera

María siempre ha tenido un lugar especial en mi corazón

Por: Joe Difato

Para mí, ella es la primera: María siempre ha tenido un lugar especial en mi corazón by Joe Difato

Cada vez que llega el Adviento, empiezo a pensar más acerca de la Virgen María y admiro lo sumisa que ella fue ante Dios y la manera en que resistió el pecado durante toda su vida. Me parece extraordinaria la forma como fue capaz de mantenerse cerca de Dios, incluso cuando estuvo al pie de la cruz donde estaba clavado su Hijo.

A decir verdad, la Virgen María siempre ha ocupado un lugar privilegiado en mi corazón. Antes de recibir el bautismo en el Espíritu Santo en 1971, creo que yo la ponía en un plano superior al de Jesús, algo que ahora sé que ella no quiere que yo haga.

Ahora deseo compartir algo acerca de mi relación con la Virgen María, incluso algunos aspectos importantes que han sido fundamentales en mi vida.

¿Un milagro mariano? Yo nací con una condición denominada hidrocefalia, comúnmente llamada “agua en el cerebro”, a pesar de que se trata del líquido que fluye entre el cerebro y la columna vertebral. La hidrocefalia ejerce presión sobre los tejidos cerebrales y los puede dañar, por lo que, para aliviar la presión, los médicos me hicieron cuatro perforaciones en el cráneo. Pero eso no dio buen resultado, y dijeron que no había muchas esperanzas de que yo viviera más de los dos años. Todo lo que podían hacer era administrarme medicina para controlar la condición, pero no para curarla.

Durante toda esta penosa experiencia, mi madre, Edith, continuó orando a la Virgen María para que yo sanara. La medicina no daba buen resultado y me hacía vomitar mucho. Finalmente, mi madre le dijo a María: “Si Joey vomita esta medicina una vez más, lo entenderé como una señal tuya y no se la daré más.” En el mismo momento en que ella dijo esto, yo vomité de nuevo, por lo que ella dejó de darme la medicina.

En las 24 horas siguientes, mi pequeño cuerpo comenzó a luchar contra la presión del líquido cerebral. Los médicos estaban sorprendidos: “Este niño es totalmente diferente”, le dijeron a mi mamá en el examen siguiente. ¿Fue un milagro? ¿Llevó María la plegaria de mi madre a Jesús y le pidió que me curara? O ¿fue simplemente una coincidencia? No hay manera de saberlo a ciencia cierta, pero yo realmente creo que fue un regalo de María.

La familia que reza unida. . . Cuando Felicia y yo nos casamos y comenzamos a tener hijos, sabíamos muy bien que queríamos que todos ellos supieran que María era su Madre tierna y amorosa, por lo que cada domingo después de Misa, cantábamos un par de canciones, rezábamos el rosario juntos y luego desayunábamos. A mis hijos les encantaba rezar el rosario, probablemente porque al terminar teníamos donuts.

Cuando hablamos de los primeros años de nuestra familia, mis hijos no recuerdan ninguna de mis fantásticas enseñanzas de sabiduría, pero sí recuerdan el rosario; recuerdan que orábamos en familia los diversos misterios, y eso les ha dado a todos un amor especial por María. De hecho, una de mis nietas dice que María es su modelo y heroína.

Rezar el rosario juntos fue un medio excelente para que mis hijos conocieran el mensaje del Evangelio. Los misterios gozosos les enseñaron cómo fue que Jesús vino a la tierra; los misterios luminosos les enseñaron cómo el Señor predicaba, enseñaba y sanaba a las personas; los misterios dolorosos les abrieron los ojos para ver la pasión y la muerte de Cristo, y los misterios gloriosos les enseñaron acerca de la esperanza de vivir en el cielo junto a Jesús y María.

Algunos de esos momentos de oración eran apacibles y agradables; pero otros no. Los niños son niños y son inquietos, especialmente cuando saben que falta poco para la comida; pelean entre sí y no siempre quieren rezar. Pero hay una cosa que es clara: Todos esos rosarios sirvieron para que mis hijos consolidaran su fe y se arraigara en ellos el amor a Jesús y a su madre.

María comparte nuestros sufrimientos. No hay duda de que la Virgen María cuida a sus hijos, como cualquier madre cuida a los suyos. Se alegra cuando estamos bien y naturalmente se debe haber llenado de gozo al ver que su Hijo aprendía la carpintería con José, su padre adoptivo. Luego, podemos imaginarnos que se sonreía al ver que Jesús curaba a un enfermo o cuando le oía predicar con palabras muy inspiradoras y elocuentes. Nos podemos imaginar, también, cuánto más se habrá llenado de alegría cuando Jesús resucitado la visitó el domingo de la Resurrección.

Toda madre sabe que, si bien se alegra sobremanera cuando sus hijos están felices, se conduele mucho más con los problemas y dolores que ellos tienen, y quieren estar allí de inmediato junto sus pequeños, para abrazarlos, acariciarlos, consolarlos y darles aliento. No hay nada que no quieran hacer para ayudar a aliviar el dolor de sus retoños. Y así es exactamente cómo nos ama María. Ella se alegra con nosotros; pero más aún sufre con nosotros. No se trata de quitarle mérito alguno a Jesús —y no creo que a él le importe que yo diga esto de su madre— pero la ternura de una madre tiene algo especial que es capaz de curar las heridas que causan los sufrimientos y tribulaciones en la vida.

De ello puedo dar fe personalmente. A mi pequeña hija Christine le diagnosticaron un extraño tipo de cáncer a los ojos cuando ella tenía apenas tres años. Durante el tiempo en que tuvo que recibir tratamiento de radiación, Felicia fue pintando la venda rígida que le protegía los ojos a Christine y lo convirtió en un “velo de María.” Esta venda especial le ayudaba a Christine a permanecer inmóvil y le encantaba la idea de ser como María cuando tenía que enfrentar la enorme e intimidante máquina de radioterapia.

Tristemente, el tratamiento fracasó y Christine perdió ambos ojos a la tierna edad de cinco años. Esos fueron los años más difíciles y dolorosos de mi vida. Las horas que pasé en oración pidiéndole a Jesús y a María que curaran a mi hijita fueron incontables y todavía lo hago.

En ese tiempo y por esta razón, tuve una crisis de fe: “¿Cómo podía un Dios amoroso permitir que esto le sucediera a mi hija? ¿Cómo podía Dios esperar que yo dijera a otros que Dios los ama y que tiene un plan perfecto para ellos cuando su plan para mi pequeña Christine no fue tan perfecto?

No fue sino gracias a la combinación de la oración de mis hermanos y hermanas en el Señor y la gracia de Dios que finalmente pude superar esa crisis de fe. Pero María tuvo también un papel clave que desempeñar. Cada vez que recurrí a ella en oración, percibí que me decía: “Joe, sé por lo que estás pasando y sé que duele. Yo también sentí el dolor del sufrimiento que me atravesó el alma como una espada. Estoy contigo.”

Modelo de intercesión. Todos conocemos la historia de las bodas de Caná, cuando Jesús convirtió el agua en vino (Juan 2, 1-11). Este fue el primer milagro de Cristo, el que preparó el camino para todo lo que Jesús había venido a hacer, y se concretó porque su madre, la Virgen María, le presentó la necesidad de una pareja de recién casados. Ella no se cohibió cuando Jesús le dijo: “Mujer, ¿por qué me dices esto? Mi hora no ha llegado todavía.” Solamente les dijo a los sirvientes: “Hagan todo lo que él les diga” (2, 4. 5). Ella sabía que él le haría caso.

San Luis de Montfort (1673-1716) escribió una vez que la Virgen María lleva nuestras oraciones y las perfecciona, como lo hizo cuando intercedió para que Jesús convirtiera el agua en vino fino. San Luis dice que María quita todo el egocentrismo que llevan nuestras peticiones y luego se las presenta a su Hijo. Además, ella misma las intensifica para que cuando se las presente a Jesús, nuestras plegarias incluyan su propia intercesión. Y ¿quién más que María tiene influencia con Jesús?

Cada día, yo dedico una parte de mi tiempo de oración a la intercesión, y le suplico a la Virgen que le pida a su Hijo que cure los ojos de mi hija. (También le pido a Jesús directamente, claro está, pero sé que igualmente sirve pedirle a su madre.) A continuación, le suplico a Nuestra Señora de la Gracia que le pida a Jesús que derrame una nueva efusión de gracia en la Iglesia para que las conversiones sean más profundas, y a Nuestra Señora de la Paz para que ponga fin a todas las guerras, la pobreza y el aborto.

Ella es la primera en mi lista. Si contamos a mi madre, mi esposa, mis hermanas, mis hijas, mis nueras y mis nietas, hay doce mujeres en mi vida. María es la primera en esta lista y siempre estará allí. Ella merece este honor, no solo porque intervino en mi vida, sino porque—más importante aún— ella renunció a sus propios planes y aceptó los de Dios. Así pues, conforme se aproxima la Navidad, quiero pedirles a ustedes, nuestros lectores, que todos juntos rindamos honor a la Virgen María de una manera especial. Por favor, unan sus oraciones a las mías para darle gracias a Nuestra Madre del cielo por su tierno y esmerado cariño maternal, la pureza de su intercesión y el amor inquebrantable que a todos nos tiene.

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