Palabras del propio Dios
Tu Padre celestial quiere hablar contigo
¿A quién no le gustan los helados? Probablemente no haya nadie, especialmente entre los niños y en un caluroso día de verano, que diga que no le gustan. Lo más seguro es que casi todos pensemos que son exquisitos, aunque no sepamos (o no nos interese saber) exactamente en qué consiste su fórmula química ni cómo es su proceso de preparación ni de distribución. Lo que nos interesa hacer es saborear la crema helada y tener la refrescante y deliciosa experiencia que nos causa, especialmente cuando tenemos calor.
Esta diferencia entre información teórica y experiencia práctica es la que queremos explorar ahora analizando el tema de la revelación de Dios. Queremos contemplar la realidad asombrosa de que el Todopoderoso quiere revelarse y darse a conocer a sus criaturas, y veremos cómo la revelación de Dios es parecida, pero también muy diferente, a lo que no es más que información acerca de Dios y de su Iglesia. Finalmente, queremos analizar cómo podemos estar mejor dispuestos a tener esta experiencia de la revelación.
“Que ustedes sean llenos…” La palabra apocalipsis es de origen griego y significa desvelar o destapar algo que estaba oculto o cubierto. La Escritura usa esta palabra para describir la manera en que Dios se revela a su pueblo, y para describir cómo actúa Dios para reconfortarnos y reanimarnos, y esta “revelación” conlleva un aspecto muy personal. Cuando Dios se nos revela, lo hace de un modo tal que nos llega al corazón y también a la mente.
San Pablo estaba convencido de que el Altísimo quería “llenar” el corazón de su pueblo con su conocimiento y su forma de actuar, y sabía que su propia llamada a anunciar el Evangelio implicaba mucho más que simplemente difundir conceptos, ideas o información acerca de Jesús, porque su propósito también comprendía ayudar a las personas a experimentar la gracia del Espíritu Santo por sí mismos.
Por ejemplo, Pablo dio a conocer a los colosenses lo que él pedía en su oración: “. . . que los haga conocer plenamente su voluntad y les dé toda clase de sabiduría y entendimiento espiritual. Así podrán portarse como deben hacerlo los que son del Señor, haciendo siempre lo que a él le agrada, dando frutos de toda clase de buenas obras y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses 1, 9-10).
En el entendimiento de Pablo, nuestras posibilidades de llevar una vida santa y dar fruto para el Señor están íntimamente vinculadas al grado en que le pidamos a Dios que nos revele el “misterio” que había estado escondido “desde hace siglos y generaciones”, pero que ahora se ha “manifestado” a todos los que buscan al Señor (v. Colosenses 1, 26).
Obra del corazón. Estas palabras del apóstol San Pablo nos dicen que hay dos maneras de vivir “de una manera digna del Señor.” La primera, que es buena pero que tiene sus limitaciones, es buscar la santidad confiando en nuestra propia sabiduría y esfuerzo personal. La segunda es pedirle a Dios que se nos manifieste para que su revelación nos guíe y nos infunda la fortaleza necesaria para vivir de una manera digna de él.
En la primera manera, tenemos lo que sabemos acerca de Dios y tratamos de aplicarlo en las decisiones que tomamos, procurando no desobedecer los mandamientos y decidiendo llevar una vida recta y buena, junto con tratar de encontrar las mejores respuestas a las dificultades que se nos presenten.
En la segunda forma, tenemos acceso a aquello que sabemos acerca de Dios, pero también le pedimos a él que nos “llene” de su revelación; le pedimos que nos conceda “sabiduría e inteligencia espiritual”, que nos ayude a “complacer plenamente” al Señor en todo lo que hacemos. Esta comprensión espiritual, a la que podemos llamar revelación, es aquella en la que Dios toma lo que sabemos acerca de él y le infunde vida para nosotros. De este modo nos abre el corazón para hacernos sentir el amor y la misericordia, el poder y la gracia que conllevan sus mandamientos y sus enseñanzas. Pablo consideraba que esta era la manera en que el Padre nos daba “palabras que el Espíritu de Dios nos ha enseñado”, palabras e ideas a las que jamás podríamos llegar con nuestro propio razonamiento (1 Corintios 2, 13).
Se ve claramente que la revelación de Dios no es solo un elemento más que se añade a nuestra fe. Es algo que el Señor quiere concedernos de su bondad, porque sabe que esa es la mejor manera en que nosotros podemos llegar a tener una amistad significativa con nuestro Creador.
Cómo hacerlo personal. Durante miles de años antes de la venida de Jesús, Dios se estuvo revelando a los profetas, como Isaías y Elías. Asimismo, los héroes del Antiguo Testamento, como Abraham, Moisés, Josué y David, nos enseñan cómo ciertos personajes importantes de la historia de Israel gozaron de la revelación de Dios. Abraham llegó a ser el padre de una nueva nación; Moisés liberó a los Israelitas de la esclavitud en Egipto; Josué conquistó la Tierra Prometida; David unificó las 12 tribus de los israelitas. Cada una de estas personas, y muchas más, recibieron una revelación especial de Dios y luego compartieron esa revelación con su pueblo. De esta manera, todos ellos señalaron el camino hacia Cristo Jesús, en quien Dios se revela de una manera totalmente nueva.
Mirando hacia atrás en las Sagradas Escrituras, podemos entender que aquello que el Todopoderoso reveló en parte a nuestros antepasados espirituales lo ha revelado plenamente a la Iglesia en Jesucristo. De hecho, creemos que en la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, la revelación divina está ahora completa. Todo lo que Dios tiene que decirnos está contenido y resumido en la adorable Persona de Jesús.
Si eso es así, ¿para qué seguir buscando otra revelación de Dios? ¿Acaso no tenemos todo allí en las Sagradas Escrituras y las enseñanzas de la Iglesia? Sí, por supuesto. Todo lo que necesitamos para nuestra vida cristiana nos ha sido revelado en el “depósito de la fe” (Catecismo de la Iglesia Católica 84). Pero hay otro aspecto de la revelación que es tan importante como ese. ¿Cuál? La revelación que Dios quiere darnos hoy no es una nueva enseñanza o una doctrina diferente. Lo que quiere hacer es tomar aquello que ya ha revelado en la historia e iluminar nuestro ser interior para que lo comprendamos y así lo conozcamos a él… ¡en forma directa y personal!
Para esto es que Jesús nos ha enviado el Espíritu Santo: “Él mostrará mi gloria, porque recibirá de lo que es mío y se lo dará a conocer a ustedes” (Juan 16, 15).
El espíritu de revelación. En su Carta a los Efesios, San Pablo hace un resumen del glorioso plan de Dios para la salvación, diciendo que Dios nos ha “bendecido en los cielos con toda clase de bendiciones espirituales” (Efesios 1, 3); que Jesús nos ha dado una vida nueva rescatándonos de las garras del pecado y de la muerte y que “nos resucitó y nos hizo sentar con él en el cielo” (2, 1-10), y dijo que la Iglesia es “la plenitud” de la presencia de Cristo en la tierra (1, 22-23).
Todo esto es bastante información, y uno pensaría que Pablo consideró que era suficiente para que los efesios lo tuvieran todo explicado y por escrito. Pero no fue así. Después de transmitir todas estas bellas verdades, el apóstol se fue a rezar para que se les abrieran los ojos del corazón, y para que ellos recibieran un “espíritu de sabiduría y revelación” para que llegaran a comprender el plan glorioso que Dios tenía para ellos (Efesios 1, 17-18). Pablo sabía que todos podemos comprender el plan de Dios por cuenta propia, pero únicamente en forma limitada. Si queremos que este plan sea capaz de cambiarnos, necesitamos la iluminación del Espíritu Santo, el “espíritu de sabiduría y revelación”.
La verdad vivificada. ¿Qué es lo que Pedro, Andrés, el ladrón en la cruz, la mujer junto al pozo y el ciego de nacimiento tuvieron en común entre sí? Que se les abrieron los ojos y vieron a Jesús bajo una luz completamente nueva. Eso es precisamente lo que Dios quiere hacer para nosotros: Quiere darnos a conocer sus misterios por el poder del Espíritu Santo; quiere mostrarnos cuánto nos ama el Señor y, mejor aún, quiere hacernos experimentar y sentir el amor de Dios.
Por eso el Espíritu Santo nos invita a abrir el corazón y ejercer la fe, y nos promete que, si lo hacemos, sus verdades y su amor se reavivarán en nosotros y realmente producirán un cambio en nuestro corazón, sanarán nuestros recuerdos dolorosos y nos enseñarán una nueva forma de vivir.
Entonces, ¿es cierto que podemos escuchar la voz del Señor? ¡Claro que sí! Dios se nos ha revelado y nos ha comunicado su sabiduría, una sabiduría que él mismo destinó para nuestra gloria desde antes de la creación, desde la eternidad (1 Corintios 2, 7). Ahora, nos invita a dejar que esa revelación penetre hasta lo profundo del corazón y la mente para que llevemos una vida digna de tan sublime y glorioso llamado, nos invita no solo a conocer el “deleite” de su revelación, sino dejar que ella penetre en nosotros para que la experiencia de su Persona, su presencia y su poder, nos colme de paz y felicidad.
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