La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Adviento 2020 Edición

Ojalá rasgaras los cielos, Señor

El clamor de cada corazón en el Adviento

Ojalá rasgaras los cielos, Señor: El clamor de cada corazón en el Adviento

¿Qué tiene la Navidad que nos llena de tanto entusiasmo y expectativa? Lo vemos en los ojos de nuestros hijos y nietos; lo vemos también en los planes que hacemos para cenas familiares y reuniones en el trabajo, y lo vemos igualmente en las decoraciones que lucen las casas, las tiendas y los centros comerciales.

Todos tenemos tradiciones familiares y navideñas que mucho apreciamos, pero eso no es todo. En el fondo, percibimos que algo importante va a suceder y queremos estar preparados.

Esta es la historia del Adviento, un tiempo sagrado de gracia y favor de Dios. Cada año, Dios nos concede cuatro semanas de preparación para darle la bienvenida a Jesús, nuestro Señor, en la Navidad. En esta edición especial de Adviento de La Palabra Entre Nosotros queremos ver cómo utiliza Dios las lecturas de la Misa dominical para llevarnos a hacer precisamente eso. Repasaremos especialmente las lecturas del Antiguo Testamento para ver cómo Dios ayudó al antiguo Israel a prepararse para el día en que el Mesías vendría a morar en medio de ellos. Si seguimos estos mismos pasos de preparación espiritual, el corazón se nos ablandará y la vida nos cambiará. Así que, empecemos.

¿Por qué seguimos vagando? Piensa, querido lector, que tú eres un judío que vive entre los siglos V o VI antes de Cristo (entre los años 540 y 450 a. C.). Tú mismo, o tus padres, han experimentado tiempos traumáticos. Tal vez estabas en Jerusalén cuando llegó el ejército babilónico y quemó por completo el Templo, o bien estabas entre los miles de personas que fueron llevadas al cautiverio en la remota Babilonia.

¡Cuánto se perdió y se destruyó! Pero ahora te enfrentas al desafío de reconstruir la que era tu espléndida ciudad. Al contemplar las ruinas, piensas en lo bajo que ha caído tu pueblo, tanto física como espiritualmente, y de tu corazón brota una oración:

¿Por qué, Señor, nos has permitido alejarnos de tus mandamientos, y dejas endurecer nuestro corazón hasta el punto de no temerte?... Estabas airado porque nosotros pecábamos y te éramos siempre rebeldes; todos éramos impuros. (Isaías 63, 17; 64, 4)

Junto con tus paisanos israelitas, te das cuenta de que tu propio pecado contribuyó a la destrucción de Jerusalén. Tú y todos los demás se “alejaron” de los “mandamientos” de Dios (Isaías 63, 17). Tu pueblo ofreció sacrificios a los dioses falsos de las naciones vecinas, los ricos robaban a los pobres, la inmoralidad abundaba y los amigos y las familias se dejaban llevar por las envidias, las rivalidades y las divisiones.

Grandes profetas, como Ezequiel y Jeremías, le habían advertido a tu pueblo que debían regresar al Señor, pero la respuesta fue insuficiente y demasiado tardía. No “temían” tanto al Señor como para tomar sus palabras en serio (Isaías 63, 17). Finalmente, Babilonia los atacó y los resultados fueron catastróficos.

¡Abre los cielos para nosotros, Señor! En cierto sentido, la historia de Jerusalén es nuestra propia historia también, pues igualmente podemos mirar y ver la gravedad de los pecados, las divisiones y la falta de fe y devoción que hay en el mundo. También podemos escudriñar nuestro propio corazón y ver cómo el pecado presente en el mundo se ha colado en nosotros. Sí, por supuesto, creemos que Dios nos ama, pero también estamos conscientes de lo difícil que resulta ser obedientes o tratarnos unos a otros con el mismo amor que Dios nos tiene. Es común que las actitudes de egocentrismo, soberbia e incredulidad permanezcan ocultas, pero siempre condicionan nuestras actitudes.

Tal vez hemos tratado de cambiar algunos aspectos de nuestra vida, pero nos hemos topado de nuevo con el pecado. Queremos actuar mejor, pero al parecer no podemos encontrar fuerzas suficientes, y así nos unimos al pueblo de Jerusalén que exclama:

Ojalá rasgaras los cielos y bajaras. Estremeciendo las montañas con tu presencia, descendiste y los montes se estremecieron con tu presencia. Jamás se oyó decir, ni nadie vio jamás que otro Dios fuera de ti hiciera tales cosas en favor de los que esperan en él. (Isaías 63, 19b; 64, 2-3)

¡Señor, si tan solo abrieras los cielos, bajaras y rectificaras todo! ¿No parece esta una plegaria perfecta para el Adviento? Durante esta temporada, cantamos villancicos, escuchamos lecturas que prometen un nuevo amanecer cuando el cielo baje a la tierra; usamos la corona de Adviento, e incluso algunos encienden velas en sus hogares como forma simbólica de iluminar el camino para Jesús. Al igual que los antiguos judíos, anhelamos que Dios venga a nuestro mundo para que las cosas vuelvan a lo que deben ser, en la vida personal, familiar y en todo el mundo.

Y efectivamente, Dios está respondiendo a nuestra oración, así como lo hizo con los israelitas; pero ahora lo hace de una manera inesperada. En lugar de hacerse presente en medio de truenos retumbantes y en terremotos que estremecen las montañas, o en un ejército avasallador encabezado por un rey guerrero, el Señor viene silencioso y humilde como un niño pequeñito. En lugar de demostrar acciones que impresionen a todo el mundo (v. Isaías 64, 3), viene de un modo oculto para todos, menos unos pocos. Y aunque los cielos están verdaderamente rasgados y abiertos y se ven a los ángeles que alaban a Dios, esto sucede en el pequeño pueblo de Belén y es presenciado solo por un puñado de pastores.

Este es el misterio de la Navidad, un misterio que nos sigue impresionando hoy día. Dios ha cumplido sus promesas a Israel enviando a su Hijo Jesús a realizar portentos que jamás nos habríamos imaginado; pero lo que realmente nunca nos habríamos imaginado es que Jesús haría todo esto en la sencillez y la humildad.

Sin falta vendrá. Hermano, dedica tiempo esta semana a reflexionar sobre esta hermosa lectura de Isaías. Imagínate que estás entre los antiguos israelitas frente al otrora hermoso templo hecho ruinas y reza: “Ven, Señor. No nos dejes deambular; no permitas que yo siga vagando.” También puedes imaginarte que estás en la ladera del cerro con los pastores o con María y José en el pesebre y reza: “¡Oh Señor, abre mi corazón! Ayúdame a percibir cuando vengas a mí de modo silencioso e inesperado en este Adviento”. Si has estado lidiando con pecados, dile a Cristo: “Señor, perdóname, te lo ruego. ¡Rasga los cielos y baja para salvarme a mí y a todo tu pueblo a quien tanto amas y que es tan valioso para ti!” Luego, cree firmemente que el Señor escuchará y responderá a tu oración. Tal vez venga en el silencio y la humildad, de una manera que no siempre es obvia; pero no dudes de que ciertamente vendrá este Adviento —con su abundancia de amor y misericordia— a tu vida y la de tus seres queridos.

Comentarios