“No se turbe vuestro corazón”
Jesús cuidó a sus discípulos… ¡hasta el fin!
De vez en cuando vemos un reportaje de prensa sobre algún preso sentenciado a pena de muerte.
A veces hay películas sobre un reo que espera ser ejecutado. Son situaciones muy intensas y el condenado suele mantener una actitud solemne, quieta y hasta reflexiva. Tal vez sienta tristeza o remordimiento por lo que hizo; o tal vez se muestre encolerizado, protestando que no merece morir. Pero lo más probable es que se sienta aterrorizado. Su última comida lo lleva a sumirse en un profundo sentimiento de pesar, de lamentación y recriminación, o tal vez de una resignada impotencia frente a lo que le espera.
Pero sin duda nadie ha escuchado que un condenado a muerte diga que es bueno que lo ejecuten. Tampoco es probable que el reo les diga a sus amigos que estaba a punto de vencer al mundo, este “mundo” que está a punto de vencerlo y darle muerte a él. Tampoco se le oiría decir que sus queridos amigos tendrían gozo y paz después que él se hubiera ido. Aunque se esforzara por mantener el rostro impasible y relajado, siempre se advertirían indicios de miedo.
Un hombre dado a los demás. Es por esta razón que la Última Cena es tan conmovedora. Jesús sabía que dentro de poco lo arrestarían, lo torturarían y lo crucificarían. Sabía que Judas lo había traicionado, que Pedro negaría siquiera conocerlo y que todos los demás lo abandonarían. Pero a pesar de todo, en su Última Cena, no se dedicó a hablar sobre el fatídico y solitario porvenir que le esperaba sino que se dedicó a darles las últimas recomendaciones a sus amigos y a orar por ellos, aunque éstos demostrarían ser débiles y pecadores. En las pocas horas que le quedaban se preocupó de cuidar a su grupo de seguidores, que pronto se sentirían afligidos y descorazonados por su muerte.
¿Cómo lo hizo? Comunicándoles palabras de esperanza. Como planteamos en el artículo anterior, probablemente todos perdemos las esperanzas cuando nos parece que el futuro será terrible. Jesús sabía que tras su muerte los discípulos pensarían que habían perdido el tiempo durante tres años de su vida, y sabía también que las ilusiones que se habían hecho respecto del reino de Dios se esfumarían. ¿Cómo podía haber un reino si el supuesto rey ni siquiera se había resistido ni los había defendido a ellos? ¿Cómo podían poner su confianza en el futuro después de esto?
Para responder a estas preguntas, Jesús quiso darles a sus discípulos una visión de cómo sería la vida que tendrían después del Viernes Santo. Trató de hacerles mirar más allá de la crisis inmediata, para que se dieran cuenta de que todavía podían tener un futuro lleno de esperanza. Tal vez si nosotros leyéramos con más detenimiento las prometedoras palabras del Señor podríamos ver que la esperanza es para nosotros también.
La esperanza del cielo. La primera y más obvia promesa que Jesús hizo fue la que habla del cielo: “No se angustien ustedes —les dijo— voy a prepararles un lugar” (Juan 14,1-2). Les prometió que volvería y los llevaría consigo para que estuvieran con Él para siempre. En cierto sentido, todo lo que Cristo dijo e hizo se refería al cielo. Cada milagro que realizó apuntaba a la manera en que seríamos transformados en la vida futura. En cada sermón que predicaba nos decía cómo debíamos vivir para que Él pudiera traer el cielo a la tierra, y con cada parábola que contaba iba pintando un cuadro de la vida que Dios quiere comunicarnos, una vida de completa realización y felicidad que se hará realidad cuando el Señor regrese para llevarnos a todos a su reino.
Esta promesa, de preparar un lugar para sus fieles en el cielo, es algo que Jesús hace cada vez que una persona es bautizada en su nombre; también es algo que lleva consigo otra promesa, la de prepararnos espiritualmente para ser bien recibidos en el cielo; es decir, la promesa de purificarnos de nuestros pecados, enseñarnos a llevar una vida de santidad y darnos todos los dones y las gracias que necesitamos para prepararnos nosotros también.
La esperanza del cielo nos asegura que, aun cuando nada parezca resultar bien aquí en la tierra, siempre tendremos un lugar de eterno reposo, paz y bienestar al final de esta vida. Nos dice que aquellos que perseveren en su fe llegarán finalmente a un lugar en el que no habrá más sufrimiento ni lágrimas, ni dolor ni separación. Nos asegura que tendremos un futuro por el cual vale la pena vivir, un futuro que compensará con creces todo lo que hayamos sufrido en la vida presente; un futuro que cada uno de los fieles puede conocer, si acepta de corazón a Jesús y recibe el mensaje del Evangelio.
La esperanza del Espíritu Santo. ¿Se imagina usted cómo se habrían sentido los discípulos si Jesús les hubiera prometido el cielo y luego no les hubiera ayudado a llegar allí? ¿Cómo se sentiría usted si alguien le dijera que en un elegante restaurante lo esperan con un banquete de ricos manjares pero no le diera el nombre ni la dirección del lugar ni le ayudara a encontrarlo? ¿No sería eso una broma de muy mal gusto?
Esta no es la clase de falsa esperanza que el Señor dio a sus discípulos y ciertamente tampoco es la que nos da a nosotros. Sus promesas no están reservadas para un futuro muy lejano, y la manera de recibirlas no se encuentra escondida en suposiciones ni en una fe ciega. De hecho, Jesús prometió a sus discípulos que les enviaría al Espíritu Santo para guiarlos durante la travesía. El Espíritu les ayudaría a discernir lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, y les recordaría de todo lo que Él les dijo mientras estaba con ellos.
Pero el Espíritu Santo no se limitaría a ser maestro y guía; también quería actuar como revelador. Les abriría el corazón para que conocieran el amor del Padre, un amor que es tan poderoso que puede vencer cualquier obstáculo, miedo, inseguridad, duda o sentido de culpa. Él les daría a conocer “las cosas que van a suceder” (Juan 16,13) y les comunicaría una idea clara de la vida futura que tendrían, una visión que los inspiraría y les serviría de sustento.
Jesús les dijo a sus discípulos que era mejor que Él se fuera (Juan 16,7); sabía que su muerte les causaría un efecto traumatizante; pero de todos modos se lo dijo. También les prometió que el dolor que sentirían se cambiaría en alegría una vez que fueran llenos del Espíritu Santo (16,20) y que encontrarían todo lo que necesitarían para seguir llevando la vida que habían comenzado a experimentar con Él. El verse libres del pecado, la intimidad con Dios, el sentido de misión, el gozo de haber sido escogidos para edificar el reino de Dios, todo esto continuaría su curso y se profundizaría en ellos una vez que Jesús resucitara. Pero Él tenía que morir primero.
Esta promesa de la presencia interior del Espíritu Santo también puede convertirse en nuestra fuente de tranquilidad y esperanza, porque siempre está con nosotros, dispuesto a llenarnos del conocimiento de lo mucho que Dios nos ama. El Paráclito ha hecho su morada en nuestro corazón y está siempre tratando de llevarnos a una experiencia personal y transformadora de las verdades de nuestra fe, porque sabe perfectamente que su revelación en nuestro corazón tiene el poder de movernos a avanzar hacia el cumplimiento de sus planes, planes que nos llevan a caminar por el sendero de una gloria cada vez más grande.
Su victoria es nuestra esperanza. Queridos hermanos, la esperanza está siempre a nuestro alcance. Cualquiera sea su situación actual, ¡recuerde que somos ciudadanos del cielo! Por muy oscuros e imposibles que le parezcan los obstáculos que ve por delante, recuerde que el Espíritu Santo, el propio Dios del Universo, habita en su corazón. Los fieles estamos destinados a la gloria celestial y tenemos acceso a la sabiduría de Dios para poder afrontar lo que nos toque encontrar por el camino. En el Bautismo, fuimos crucificados con Cristo y resucitados a una vida nueva, de manera que el sepulcro vacío nos pertenece ahora a nosotros tanto como le pertenece a Jesús de Nazaret, nuestro amado Salvador.
Una cosa es pasar por épocas de prueba o sufrimiento y soportarlas con paciencia y humildad; incluso podemos tratar de ofrecerle nuestras tribulaciones y dolores al Señor como intercesión por alguna intención o por arrepentimiento personal. Pero hacerlo sin tener una idea clara de la dignidad y de la herencia que hemos recibido, es tomar el camino incorrecto. El hecho de asumir las dificultades sólo con un sentido de renuncia y de estoica aceptación significa haber olvidado quiénes somos en Cristo Jesús y a dónde nos vamos dirigiendo.
Esto no significa que nuestra vida será un desfile interminable de ocasiones de felicidad y paz, porque sabemos muy bien que en la Última Cena Jesús les anunció a sus discípulos “En el mundo, ustedes habrán de sufrir”, pero también les dijo, “tengan valor: ¡yo he vencido al mundo!” (Juan 16,33). Por eso, su victoria es nuestra victoria y esa victoria es la fuente de nuestra propia esperanza. ′
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