La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Cuaresma 2022 Edición

Nadie es profeta en su tierra

El poder y la gracia de la fe

Por: Luis E. Quezada

Nadie es profeta  en su tierra: El poder y la gracia de la fe by Luis E. Quezada

La falta de fe es algo que desconcierta al Señor, algo que él no espera ver, especialmente entre quienes lo conocen, como sucedió con sus propios vecinos: “Y estaba extrañado de la incredulidad de aquella gente” (Marcos 6, 1-6). A veces, cuando realizaba milagros, no todos creían en él, aunque veían las maravillas y las cosas portentosas que hacía: calmaba las tormentas, curaba a los enfermos, daba la vista a los ciegos, resucitaba a los muertos. Cuando fue a resucitar a la recién fallecida hija de Jairo, el jefe de la sinagoga local, le dijo al padre que la niña solo se había dormido, pero los presentes que lamentaban el deceso con grandes llantos, al escucharlo, se burlaron de él y lo ridiculizaban. Pero ¿qué hizo Jesús? ¿Qué le dijo a Jairo?: “No tengas miedo, cree solamente” (Marcos 5, 36).

El poder de la fe. El Señor nos enseña que, en cualquier circunstancia, la solución más inmediata y más eficaz es probablemente el ejercicio de la fe: fe en su protección, fe en su amor, fe en su misericordia, aunque, la verdad sea dicha, no siempre es fácil ejercer esa fe, especialmente en ocasiones en que los peligros o las circunstancias que tal vez nos toque afrontar sean muy adversos e inminentes.

Justo cuando pensábamos que no había nada que pudiera tomar por sorpresa al Señor, porque él lo sabe todo, vemos que se sintió asombrado ante el rechazo de sus conciudadanos. ¿Qué fue lo que sucedió?

Acababa de volver a su pueblo de Nazaret, ciudad donde había crecido y donde sería lógico suponer que se encontraría con vecinos y amigos, con aquellos con quienes había compartido a diario durante treinta años. Es lógico pensar que cuando uno regresa a su pueblo, a su país, a los de su casa y a sus amigos, sea bienvenido, recibido con agrado y hasta con alegría, pero al parecer no fue esto lo que sucedió en Nazaret.

En Marcos 6, leemos que Jesús fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Los presentes sin duda sintieron curiosidad al ver que tomaba la palabra y probablemente pensarían algo como: “Mira, es Jesús, el hijo de José y María. ¿Qué va a decir? ¿De qué va a hablar?” Pero cuando el Señor comenzó a enseñar, no lo hizo con timidez ni vacilación, ni limitándose a comentar algo trivial. No, cuando comenzó a hablar, lo hizo con autoridad y de sus labios brotaron palabras de sabiduría.

No sabemos exactamente qué fue lo que dijo, pero podríamos imaginarnos que fue su explicación del pasaje que acababa de leer (Isaías 61, 1); una enseñanza divina llena del poder y del amor de Dios, que invitaba a sus semejantes a examinar su conducta y ver si estaban llevando la vida que Dios les había inculcado por medio de los Diez Mandamientos. Esto fue algo que interpeló a los presentes, que no esperaban escuchar algo semejante. Y luego vino la reacción netamente humana: “¿Dónde aprendió éste tantas cosas? ¿De dónde ha sacado esa sabiduría y los milagros que hace?”

Algunos comentaristas opinan que quizás porque conocían tan bien a Jesús, no era fácil para la gente aceptar sus palabras de autoridad y sabiduría y mucho menos pensar que él pudiera ser un profeta: ¡Es uno de los nuestros! ¡Lo conocemos muy bien! Al ver esta reacción, Jesús en realidad se sorprendió: “Estaba asombrado porque aquella gente no creía en él.” Por eso, él mismo censuró tal incredulidad: “En todas partes se honra a un profeta, menos en su propia tierra, entre sus parientes y en su propia casa.”

En una homilía pronunciada en julio pasado sobre este pasaje de San Marcos, el Padre Bill Wadsworth, Vicario en la Parroquia de San Rafael, de Rockville, MD, señaló: “Yo experimenté un poco de esto cuando regresé a mi parroquia de origen después de haber sido ordenado sacerdote. Muchos de los que eran mis amigos y vecinos tuvieron dificultad para llamarme “padre”, porque me recordaban muy bien de unos años antes, cuando yo todavía no era católico y ni siquiera había comenzado el seminario. Por eso es muy inusual que un sacerdote recién ordenado sea asignado a su parroquia de origen.”

Nadie es profeta en su tierra. Esto se debe a un torcido razonamiento humano: Cuando una joven del vecindario regresa después de varios años de formación académica y de su graduación en la Escuela de Medicina, no todos sus vecinos querrán llamarla “doctora” o consultarle sobre su condición de salud. En el caso de Jesús, lo lógico es pensar que sus amigos y vecinos ya conocían su carácter bondadoso y su personalidad afable, así como el extraordinario testimonio de santidad que sin duda daba la Sagrada Familia en el vecindario.

Entonces, ¿a qué se debió la incredulidad y el rechazo de sus vecinos y conocidos? Probablemente era la misma familiaridad la que los llevaba a desconfiar de Jesús. La gente de su propia ciudad decide no escucharle; prefiere no creer y desconfiar de él.

Debido a esta decisión, el Señor no realiza obras milagrosas ni hace nada más por ellos. No porque no pueda, sino porque la gente de Nazaret ha decidido permanecer en la oscuridad de la desconfianza. Se dejan llevar por el temor de que estas nuevas enseñanzas alteren sus rutinas diarias y no quieren siquiera imaginarse que Jesús sea realmente aquel que dice ser.

Parece que este razonamiento era lo que les impedía creer en Cristo. Tal vez pensaban: “Como persona, Jesús es muy simpático, un buen tipo. Y su madre María es siempre tan amable, servicial y sonriente. En cuanto a su papá, José, sabemos que es un buen carpintero, que fabrica unos muebles fantásticos y todo eso está bien. Pero ahora, llega Jesús y dice cosas que no podemos aceptar, como que tenemos que comer su carne y beber su sangre; que el templo será destruido, que debemos amar a nuestros enemigos… ¡¿amar a los romanos?! Pero más que todo eso, que morirá ¡y que resucitará! Eso es demasiado.” Los nazarenos se sintieron escandalizados por lo que Jesús decía y no pudieron aceptarlo, sin darse cuenta de que su propia incredulidad y desconfianza les cerraban el paso a la salvación que él les ofrecía.

Jesucristo es Dios. Dice el Padre Bill: “No creo que nos demos cuenta con la suficiente claridad de lo radical e impactante que es realmente nuestra creencia en Jesús como Dios y hombre. Muchas personas son como los nazarenos, quieren pensar que Jesús no es más que un buen tipo o tal vez un ‘hombre santo’, como algunas figuras santas de otras religiones. Si esa fuera la realidad, entonces algunos pensarían: ‘Bueno, las enseñanzas de Jesús son las mismas que las de Buda o Mahoma u otros gurús religiosos, y está bien tomar las enseñanzas que nos gustan y dejar de lado el resto.’ Si esta fuera la realidad, las enseñanzas de Cristo no serían más que sus opiniones humanas, como las de cualquier pensador, filósofo o “iluminado”, y la Iglesia no sería más que otro grupo religioso para aquellos que quieren sentirse bien consigo mismos.”

Pero esta no es la realidad; el problema surge cuando miramos la verdad frente a frente: Si Jesucristo es realmente Dios, entonces todo cambia. Jesús no es solo otra figura santa que enseñó algunas cosas para ayudarnos a sentirnos satisfechos con nosotros mismos. Jesús afirmó —y la Iglesia cree firmemente— que él es en realidad el Verbo Encarnado, Dios hecho hombre. Y esto significa que todo lo que él dice es tan importante como para defenderlo incluso a costa de la propia vida, y que debemos aceptarlo y obedecerle, como lo dijo su Madre: “Hagan todo lo que él les diga.”

La afirmación de que Jesús es Dios es impactante, asombrosa, poderosa. Y necesitamos fe para aceptar sus declaraciones y caminar junto a Jesús. Así podemos esperar que, cuando él lo decida y mientras nos mantengamos en gracia de Dios, él mismo nos lleve a la vida eterna y a la comunión con nuestro Padre. Podemos creer que resucitaremos en el último día, que participaremos en el banquete nupcial del glorioso Cordero de Dios.

La Iglesia es nuestra guía y la Eucaristía nuestro alimento para esta peregrinación vital. Por eso es importantísima la fe, porque nos permite ver la verdad de la presencia real del Señor en la Sagrada Eucaristía. Jesús sigue presente entre nosotros. La gente de Nazaret vio al hombre Jesús, y no pudieron verlo como Dios debido a la incredulidad, pero él seguía siendo Dios y hombre a pesar de todo.

Fe, esperanza y caridad. Ahora, nosotros vemos la sagrada Hostia y reconocemos con fe que es Jesús en Persona que está allí verdaderamente presente. Nuestra fe nos permite reconocer la realidad de quién es Cristo y tener el valor de caminar con él siguiéndolo por el escarpado sendero del discipulado. Y la fe nos ayuda a ver que Dios sigue obrando milagros; que Jesús está muy activo en nuestro mundo y que aquellos que tienen fe ven milagros todo el tiempo.

La fe infundió valor a los discípulos frente a las dificultades y el mal; dio fortaleza a los primeros cristianos para afrontar la persecución y la muerte, porque sabían que Jesús no era solo un hombre simpático que les hacía sentirse bien. Jesucristo, nuestro Señor, es Dios visible en Persona, cuyas palabras son de vida eterna. ¿A quién más podemos ir en busca de esas palabras?

Tengamos, pues cuidado de no caer en la tentación de convertir a Jesús en un activista, un revolucionario o un gurú. Es cierto que él contradijo las normas sociales de la época y enseñó ideas controvertidas, pero lo hizo presentando la verdad divina, porque él es Dios y nuestro único Salvador. Por eso nos llama a seguirlo y amarlo con todo el corazón, con toda la mente y con toda la fuerza.

Ahora bien, si la fe que tenemos es débil, tendremos que apoyarnos en el poder y la gracia de Cristo. Él compensará lo que falte a nuestra propia fe. Como Jesús le dijo a Jairo: “No tengas miedo, solo ten fe.” Reza, hermano, hermana, constantemente por la gracia de creer más; pide la gracia de la fe y deja que esa gracia sea suficiente cuando te sientas débil; así actuará mejor en ti el poder de Cristo, nuestro Dios y Salvador.

Luis Quezada fue Director Editorial de La Palabra Entre Nosotros y ocasionalmente sigue colaborando con la revista. Vive en Rockville, Maryland junto a su esposa.

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