Morir para vivir
¿Qué significa tomar cada uno su cruz?
¿Existe algún católico que no haya escuchado o pronunciado las palabras "Esta es la cruz que me toca llevar"?
Todos tenemos épocas en las que hemos tenido que enfrentar algún tipo de prueba y hemos tratado de hacerlo con fe y confianza en el Señor. Tal vez nuestras "cruces" se manifiestan en las relaciones personales: el marido, la esposa o un hijo que se siente atribulado, o bien en el recuerdo doloroso de un ser querido que haya muerto en forma inesperada, o incluso en una enfermedad grave y prolongada. En este sentido, la expresión "una cruz", significa que estamos tratando de soportar algún hecho o situación que nos causa sufrimiento o dificultad sin quejarnos, creyendo que podemos acercarnos más a Dios mientras avanzamos por este camino de pruebas y dolores.
Salvar o perder la vida. Pero existe otro camino por el que encontramos la cruz de Cristo, algo que también debe ser parte de nuestro diario vivir y no solamente de los momentos de adversidad o sufrimiento. Poco después de que Jesús anunció a sus discípulos que estaba destinado a ser crucificado, les dijo: "Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame" (Lucas 9,23). Pero no estaba hablando solamente de tomar una cruz de sufrimiento o prueba; se refería a tomar la cruz de la negación de uno mismo, una cruz que es parte integrante de nuestra llamada a buscar la santidad. Este tipo de cruz no es algo que surja en diferentes ocasiones en nuestra vida; sino algo que debemos aceptar y tomar cada día en el diario vivir.
Esta llamada a tomar la cruz diariamente está relacionada con la llamada a imitar a Jesús en su muerte y su resurrección. Como lo dijo el propio Señor: "el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la salvará" (Lucas 9,24). Cuando Cristo murió en la cruz, dio muerte también a nuestro pecado. Cuando resucitó, ofreció una vida nueva a todo el que crea, sea bautizado en su nombre y lo siga día a día. De modo similar, el Señor quiere que "perdamos" nuestra vida antigua para que podamos "encontrar" la vida nueva que ganó para nosotros en la cruz. Esto podemos hacerlo mediante una combinación del esfuerzo propio de uno y de la gracia y el poder de Dios.
La temporada de Cuaresma es un tiempo especialmente propicio para que reflexionemos en este principio de salvar o perder la vida. Con el énfasis que se pone en el ayuno, la oración y la limosna, la Cuaresma nos ofrece innumerables oportunidades para morir a nosotros mismos en preparación para la Pascua de Resurrección. Así pues, dediquemos un tiempo a considerar de qué manera, la invitación que nos hace Jesús a perder nuestra vida, puede en realidad ayudarnos a descubrir la vida que Dios quiso darnos desde el principio.
Vida nueva. Este principio lo podemos encontrar en todo el Nuevo Testamento. Por ejemplo, Jesús enseñó que "tampoco se echa vino nuevo en cueros viejos" (Marcos 2,22), porque es algo que obviamente no da buen resultado. El cuero viejo de una vida atada por el pecado o la incredulidad no puede contener el "vino nuevo" de la vida en Cristo. Jesús simplemente no puede entrar en un corazón que se mantenga cerrado u opuesto a su Persona.
Igualmente, San Pablo hizo una diferencia entre la "antigua manera de vivir" y la "nueva naturaleza" (Efesios 4,22-24). En estos versículos, San Pablo nos invita a despojarnos de la antigua manera de pensar y actuar propia de nuestra naturaleza caída, y revestirnos de un ser completamente nuevo, que ha sido creado a la semejanza de Dios. Este acto de despojarse y revestirse no es algo que supuestamente tengamos que hacer por nuestros propios medios. Claro que el esfuerzo que hagamos para complacer a Dios es parte de la fórmula, pero la propia gracia divina también desempeña una parte fundamental. La vida nueva significa creer que por medio de su muerte, Jesús ha derrotado al pecado y nos ha librado de las garras del mal y luego actuar en la vida práctica según esa convicción.
Y por otro lado, revestirse del nuevo yo significa realizar decididamente las cosas que sabemos que serán del agrado de nuestro Padre celestial. Pero, reiteramos, esto no es algo que supuestamente tengamos que lograr solamente por nuestros propios medios. Es algo que sucede cuando creemos de verdad que en Cristo hemos recibido toda la gracia que necesitamos para vivir diariamente en la paz del Señor y ponemos en práctica esa convicción en el diario vivir. Significa disfrutar del amor de Cristo y demostrar el mismo amor al prójimo. Significa creer que nos hemos reconciliado con Dios y que el Espíritu Santo ha comenzado a actuar en nuestra vida y a transformarnos a medida que percibimos sus inspiraciones y cooperamos con ellas.
Claro que es posible. Sí, efectivamente nos corresponde a nosotros decirle "no" al pecado y "sí" a Jesús. Nos corresponde a nosotros eludir la posibilidad de tentación y hacer aquello que sabemos que debemos hacer. Pero Dios quiere que hagamos todo esto teniendo la plena convicción de que Él nos dará las fuerzas necesarias para mantenernos fieles. Quiere que tengamos la confianza de que Él está siempre con nosotros, reconfortándonos en nuestras luchas, alentándonos en nuestra fidelidad y llenándonos de la gracia celestial que necesitamos para elevarnos a su presencia.
Queridos hermanos, la cruz de Cristo lleva consigo un poder asombroso. Es nada menos que un poder divino que nos permite echar por tierra todos los argumentos y todas las razones que pretendan desvirtuar el estilo de vida que Dios quiere que llevemos. Es el poder de Dios que nos ayuda a ajustar todos nuestros razonamientos a las enseñanzas de Cristo (2 Corintios 10,4-6). ¿No les parece admirable? ¡Ya no tenemos que sentirnos atados por nada! No hay ningún pecado ni mal hábito que Jesús no haya derrotado ya en la cruz. No hay nada de nuestra vida que no pueda ser conquistado a través de la paciencia, la fe, la confianza y la perseverancia. ¡Ahora mismo podemos llegar a ser una nueva creación!
Un cuadro borroso. Con semejante poder a nuestra disposición, uno pensaría que el mundo y nuestra propia vida deberían ser mucho más alegres y llevaderos de lo que son ahora. Hay mucho de hermoso, bueno y correcto en este mundo; pero al mismo tiempo, vemos que hay guerra, violencia, corrupción, pobreza y abuso. ¿No es acaso toda esta condición de pecado y egoísmo una negación del poder de la victoria de Jesús?
En realidad, si damos una mirada a la oscuridad en la que se debate el mundo, tal vez nos parezca que la humanidad continúa fijando su propio rumbo y rechazando la sabiduría de los mandamientos de Dios. El ansia de poder y de ventaja personal a costa del bien común, el materialismo descontrolado y la idea de que este mundo es un fin en sí mismo, son criterios que nos han llevado a todos a la vanidad, el egoísmo y la búsqueda de la autosatisfacción y de la propia grandeza.
Sin embargo, pese a toda la realidad de pecado del mundo, la respuesta sigue siendo un rotundo "¡No!" En todas las épocas, Dios derrama una singular bendición sobre su pueblo para ayudarle a contrarrestar la marea pecaminosa del mundo y enseñar a la humanidad que la cruz de Cristo es realmente la sabiduría y el poder que busca todo ser humano. En el siglo XII surgió San Bernardo de Claraval, el último de los Padres de la Iglesia, pero uno de los que más impacto ha tenido en ella. En el siglo XIII, Dios hizo surgir a San Francisco de Asís, cuya sencillez y pureza de amor a Jesús cautivó a toda una generación. En el siglo XVI, vinieron San Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Ávila y renovaron la Iglesia. En el siglo XIX encontramos a la florecilla de Santa Teresita de Lisieux. En nuestra propia era, el Papa Benedicto XVI ha señalado que Dios está suscitando grupos y organizaciones de laicos que están llevando la esperanza del Evangelio al mundo secularizado de hoy.
Jesús sigue llamando a sus fieles y ofreciéndonos bendición tras bendición; continúa invitándonos a tomar la cruz y derrotar en nuestro ser todo aquello que se oponga a su amor y su presencia. Y aún continúa ofreciéndonos el poder de su propia cruz para ayudarnos a ganar la batalla contra el pecado.
Paso a paso. Más de un millón de personas leerán La Palabra Entre Nosotros (en sus diversos idiomas) en esta Cuaresma. Todos juntos podemos invocar el poder de la cruz día a día y podemos tomar nuestra propia cruz y pedirle al Señor que nos conceda la gracia de ayudarnos a morir a nosotros mismos.
Pero no tenemos que esperar a llegar a la perfección absoluta. Si cada uno se enfoca solamente en un aspecto de su "viejo yo" y le pide a Jesús que le ayude a avanzar en ese aspecto, ciertamente veremos una Iglesia más hermosa en la Pascua de Resurrección. Dios no está buscando victorias asombrosas; todo lo que desea ver es que nos entreguemos a su Hijo, aceptemos su cruz y sigamos avanzando por el camino de la santidad. Entonces el Señor mismo vendrá corriendo a ayudarnos, a darnos fuerzas y a derramar sobre nosotros todas las bendiciones que ganó en la cruz para nosotros.
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