La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Noviembre 2022 Edición

Mi vida es por mi pueblo

La historia del beato Stanley Rother

Por: Hallie Riedel

Mi vida es por mi pueblo: La historia del beato Stanley Rother by Hallie Riedel

Mataron a nuestro sacerdote”, sollozó la anciana, de rodillas y absorta de dolor. “Él era mi sacerdote, nuestro sacerdote… hablaba nuestro idioma.” Los habitantes del remoto pueblo de Santiago Atitlán acudieron a la iglesia tan pronto se enteraron de la noticia. Hombres armados habían ingresado a la rectoría en medio de la noche, donde habían golpeado al sacerdote misionero, el padre Stanley Rother y le habían disparado, acabando con su vida.

Rother había llegado a Guatemala en 1968 y en trece años, pasó de ser un extraño a un párroco respetado y padre para todos ellos.

Llamado al sacerdocio. Stanley Francis Rother nació en 1935 en una devota familia alemana de granjeros en el área rural de Oklahoma. Era el mayor de cuatro hijos, y sabía lo que significaba el trabajo duro. Si algo se dañaba en la granja, Stan lo arreglaba. Si era necesario construir algo, él lo construía. Y si él veía una necesidad, él la atendía. Era un joven reservado que prefería la acción a las palabras.

En el colegio, Stanley discernió el llamado al sacerdocio e ingresó al seminario después de la graduación. No fue sencillo: Le costaba el latín y no tenía mucho tiempo para estudiar debido a que los profesores y los colaboradores del lugar le pedían que realizara labores extrañas para ellos. Quizá era un consuelo tener algo productivo que hacer, pero eso no le ayudaba con sus estudios. Al enterarse de que había perdido el curso de latín, le dijo a un amigo que estaba “muy disgustado… desearía irme ahora mismo.”

Después de varios años, Stanley fue expulsado del seminario por razones académicas. Estaba devastado pero no podía negar su llamado al sacerdocio. Así que presentó su caso ante el obispo. “No te desanimes”, le dijo el obispo a Stanley. “Mis mejores sacerdotes no son necesariamente mis sacerdotes más inteligentes.” Más tarde en el verano, surgió una segunda oportunidad: El Seminario Monte Santa María en Emmistburg, Maryland.

En este lugar remoto y en un ambiente más favorable, este seminario resultó ser perfecto para Stanley. Completó sus estudios y fue ordenado sacerdote el 25 de mayo de 1963. ¿Cuál era su lema sacerdotal? “Por mi propio bien soy cristiano; por el bien de otros soy sacerdote.”

El corazón de un misionero. A la edad de treinta y cuatro años, al padre Stanley Rother se le presentó una oportunidad que cambiaría su vida. Fue invitado a unirse a un grupo de misioneros que estaban trabajando en Guatemala, él aceptó entusiasmado.

Cuando llegó a Santiago Atitlán en el otoño de 1968, Rother encontró otros once misioneros que ya estaban ahí. Pero mientras ellos se involucraban en debates teológicos y filosóficos, Stanley se mantenía aparte. Lo veían como un “sacerdote de Misa”, no era demasiado brillante y solo era bueno para celebrar los sacramentos.

El padre Carlin, que estaba a cargo de la misión, asignó a Stan a una pequeña parroquia cercana, donde trabajó en construir un centro médico. Rápidamente mostró tener aptitud para el idioma nativo, el tz’utujil, y su confianza aumentó. En su informe anual al obispo en 1971 —de forma clásica y discreta— escribió: “Planeo quedarme aquí por un tiempo.” Para 1975, el padre Stanley, el “sacerdote de misa”, se convirtió en el párroco de Santiago Apóstol.

Comprometido con su pueblo. Rother asumió sus nuevas funciones como pastor y demostró una determinación tenaz para presentar a Cristo a los habitantes y mejorar la vida del pueblo. Y ese compromiso no se perdió entre la gente, que abrió a él su corazón, tanto que le concedieron un nuevo nombre: Padre Ap’las. Debido a que no tenían una palabra equivalente para “Stanley”, usaron su segundo nombre, “Francis” y lo tradujeron a su idioma nativo.

El padre Stanley trabajó días completos en la tierra arrasada por el ardiente sol de una granja que pertenecía a una cooperativa. Plantó, labró y cultivó al lado de los habitantes del lugar. Un compañero suyo dijo que el padre Stan “nos mantenía animados cuando nos sentíamos desanimados. Él siempre decía ‘Dios está con nosotros’”.

Pero esta era solamente la punta del iceberg. Rother decidió hablar, rezar, predicar y enseñar en tz’utujil. Él deseaba acoger plenamente a los parroquianos, como miembros de su propia familia. Trabajando junto con ellos, consiguió personal para el centro médico, lanzó una emisora de radio y organizó una cooperativa de tejedores. Quizá lo más significativo es que creó una forma escrita del tz’utujil y supervisó una traducción del Antiguo Testamento. ¡Todo esto lo hizo alguien que no lograba dominar el latín!

Por el camino, el padre Stanley cultivó relaciones cercanas con su pueblo. Mantuvo la rectoría abierta y siempre se tomó el tiempo de escuchar y tomar nota de las necesidades de sus feligreses. Dio consejos, sacó dientes y acogió huérfanos. Él se hacía cargo de cualquier necesidad que identificara.

El pastor no puede huir. Debido a que el padre Stanley se comprometió de corazón con su pueblo, los jefes del pueblo lo aceptaron como alguien que había entregado su vida por ellos en cientos de formas. Pero su cercanía con las personas generó sospechas. Aunque permaneció políticamente neutral, comprendió que solo “estrechar manos” con uno de los nativos podía verse como un acto político en medio del clima social represivo de Guatemala.

En 1979, el Padre Stanley escribió a su hermana: “Una pancarta de odio anónima… apareció hace unos cuantos domingos… yo era el número ocho.” Es decir, el número ocho en una lista de personas marcadas para ser asesinadas. Es comprensible que esta situación alarmara a su familia. En Guatemala, los sacerdotes y los catequistas “desaparecían” con regularidad, y sus cuerpos nunca fueron encontrados. O si lo eran, mostraban señales de tortura.

Las tensiones escalaron, y en su carta de Navidad de 1980, Stanley escribió esta conocida declaración: “El pastor no puede huir a la primera señal de peligro.”

Luego de una amenaza de muerte creíble que recibió en enero de 1981, Stanley pasó un tiempo en los Estados Unidos con el padre Pedro, su sacerdote auxiliar y el primer indígena que fue ordenado en Santiago. Pero mientras estuvo ahí, en lo único que pensaba era en regresar. Él sabía que si no regresaba, estaría traicionando a su rebaño. Regresó unos cuantos meses más tarde, apenas a tiempo para celebrar Semana Santa en su parroquia.

A Stanley solamente le quedaban tres meses más en Santiago Atitlán. Al acercarse la fiesta de Santiago ese mes de julio, las tensiones aumentaron. Los militares estaban acampando en las tierras alrededor de la iglesia. La noche antes de la fiesta, el padre Stan abrió la iglesia para ofrecer refugio a seis hombres jóvenes que temían ser “reclutados” a la fuerza por el ejército.

Dar la vida por sus ovejas. Dos días más tarde, el guarda nocturno de la rectoría le avisó al padre Stanley que no podría llegar esa noche pues su hijo estaba enfermo. También le dijo que tenía conocimiento de que los soldados estaban planeando secuestrarlo esa noche, pero Stanley no se preocupó. Dijo que dormiría en la sala de estar construida con pared de piedra. Francisco Bocel, el hermano menor del padre Pedro, dormiría en la habitación de arriba. El padre había planeado una ruta de escape pero sabiendo la tortura que esperaba a cualquier persona que fuera capturada, también aseguró que a él no se lo llevarían vivo.

A la una y media de la mañana, del 28 de julio de 1981, el padre Stanley se despertó pues alguien llamó a la puerta. Francisco exclamó: “Padre, han venido por usted”. La mente de Stanley pensó con rapidez. Si trataba de escapar, el joven Francisco sufriría y las hermanas carmelitas que se encontraban al otro lado del patio correrían peligro. Con resolución, fue a la puerta y la abrió y fue saludado por tres asaltantes armados. Francisco, que había corrido de regreso a su habitación, escuchó que Stanley le dijo a los hombres: “Tendrán que matarme aquí.” Dos minutos más tarde, en medio de los sonidos de un forcejeo, se escucharon dos disparos y Stanley Rother yació muerto en el suelo.

La noticia de la muerte del padre Stan se difundió rápidamente, y más tarde esa mañana durante la Misa, miles de pobladores se aglomeraron en la iglesia de Santiago Apóstol. Cientos más se quedaron en el patio. El pueblo estaba devastado por la pérdida de “su sacerdote”.

Una fe por la cual vivir. La influencia del padre Stanley Rother sigue siendo evidente. Las cooperativas de granjeros y tejedores se han fortalecido, lo mismo que la emisora de radio. El Nuevo Testamento en tz’utujil aún se utiliza. La habitación donde fue asesinado se ha convertido en una capilla y una escuela local lleva su nombre.

En el año 2001, la misión regresó a la diócesis. El martirio de Stanley Rother verdaderamente fue una semilla para la iglesia local: Ahora tienen suficientes sacerdotes indígenas para dirigir la parroquia por sí mismos. De hecho, se han ordenado nueve sacerdotes de Santiago Atitlán y siete hombres más estudian en el seminario.

Cuando el Papa Francisco predicó en su primera Misa crismal del Jueves Santo de 2013, animó a los sacerdotes a ser pastores que viven con “olor a oveja”. Se refería a que un sacerdote siempre debe compartir la vida de su gente. Esta es una descripción perfecta para Stanley Rother, un sacerdote que se entregó a su rebaño. Un hombre que se paró en los surcos y sembró con ellos, que realizó largas reparaciones junto con ellos, que aprendió de ellos y que los cuidó cuando estuvieron enfermos. El padre Stanley Rother fue un verdadero pastor que nunca abandonó a su rebaño.

Hallie Riedel, es editora para La Palabra Entre Nosotros, vive en el condado de Frederick, Maryland.

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