La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Enero 2014 Edición

Mi vida con Ignacio

Por: el padre John O’Malley, S.J

Mi vida con Ignacio by el padre John O’Malley, S.J

San Ignacio de Loyola y san Francisco Javier fueron canonizados juntos el 12 de marzo de 1622. Javier había conquistado el corazón y la mente de los europeos por los informes que circulaban de sus heroicas hazañas de evangelización cumplidas en países exóticos del Lejano Oriente.

De los dos, él era a quien la gente quería ver canonizado; mientras Ignacio, que había permanecido en su país, parecía una figura deslucida en la comparación.

¿Cómo no se iban a sentir todos fascinados con san Francisco Javier? Sin duda a mí me fascina. Pero, desde el momento en que ingresé a la orden jesuita, fue san Ignacio el que realmente causó un impacto enorme en mi persona, un impacto que se ha venido profundizando y adquiriendo mayor valor para mí con el paso de los años. No puedo decir que Ignacio me haya enseñado a rezar; fueron mis padres los que me lo enseñaron y cuando crecí, me enseñaron a dejar atrás el mero rezo de oraciones aprendidas de memoria para entrar en algo más profundo. Pero el que me llevó a dar el paso siguiente fue Ignacio y lo hizo a través de sus Ejercicios Espirituales.

En sus ejercicios, Ignacio presenta varios métodos de oración: meditación, contemplación, examen de conciencia, uso de mantras y otros. Para mí esta fue una gran ayuda. Descubrí que uno de estos métodos me servía un día, y otro en otro día. Comencé a sentirme cada vez más libre en mi relación con Dios. Me sentí libre por el mensaje explícito, aunque tradicional, que incluye Ignacio en la Anotación 15 de los ejercicios, de que el sentido de la oración es abrir el corazón delante de Dios para que el Señor nos hable directamente y nosotros podamos hablarle directamente a él. Esta anotación me enseñó en forma evidente que la relación de Dios con cada uno de nosotros es única e irrepetible, y que todo lo que haga crecer y profundizar esa relación puede considerarse oración.

Del método al instinto. En la oración, ahora ya no pienso en los “métodos” de Ignacio, porque éstos ya se han hecho parte mía. Me doy cuenta, también de que con el paso de los años, he descubierto, o mejor dicho, he sido conducido a establecer mi propio estilo de oración, que no me puedo identificar precisamente con ninguno de los “métodos” que se enseñan en los ejercicios, pero fue a través de ellos que pude aprender a orar a mi manera.

Ignacio estaría contento; él confiaba en su propia experiencia religiosa, y me enseñó a confiar en la mía. Me enseñó a tomar en serio mi “vida interior” (mis emociones y mis deseos) tanto durante la oración como fuera de ella. Me enseñó a tomarlos en serio, en el sentido de examinarlos y probarlos para ver si Dios se estaba manifestando de alguna manera a través de lo que él llamaba “los movimientos del alma.” Si los ejercicios son en cierta manera un reflejo de la propia travesía espiritual de Ignacio, ¿qué lección estaba enseñando con ellos? Al menos en un sentido abstracto, la lección es sencilla: Pon oído a tu corazón, escucha lo que Dios te dice a través de tus deseos espirituales más profundos.

Esta es por supuesto una lección muy antigua, pero para mí Ignacio la hizo presente de una manera patente. Me ha ayudado en especial cuando me he sentido emocionalmente extenuado. Ahora sé que mi alma tiene sus propios ritmos, pero necesito estar especialmente atento a mis pensamientos cuando no hay nada ni bueno ni malo que esté sucediendo en mi interior. En los ejercicios, Ignacio enseña sabiamente cómo llevar a cabo fructíferamente el “discernimiento” (palabra suya) de tales movimientos, o en este caso la ausencia de movimiento. Esto me ha ayudado en gran manera, no sólo conmigo mismo sino al aconsejar a otros en la confesión, la dirección espiritual o incluso en la conversación ordinaria.

Un nuevo sendero. Podría extenderme mucho más para presentar a san Ignacio como maestro de la oración y el discernimiento, pero quiero ahorrar espacio para exponer mi admiración por él como persona y como dirigente. En estos últimos 20 años he dedicado mucho tiempo a investigar, como historiador profesional, la vida del santo y la primera generación de jesuitas. Lo que me impresionó al principio fue cómo Ignacio calza bien en el molde de otros grandes santos con su énfasis en la oración, el amor a Cristo y el amor a la Iglesia. Esto me sigue impresionando, pero cada vez me doy cuenta con más claridad de que, en muchos sentidos, Ignacio no encuadraba bien en la imagen usual de la santidad.

En nuestros días, pocas iniciativas parecen más mundanas que organizar las relaciones públicas, pero Ignacio llegó a ser experto en tal oficio. Daba instrucciones a sus misioneros jesuitas de escribirle no sólo acerca de los apostolados que cumplían, sino también sobre cualquier aspecto secular como “cuánto duran los días en el verano y en el invierno”, “cómo son las plantas y los animales exóticos” y “cualquier cosa que parezca extraordinaria”. Quería mostrar estas cartas a muchas personas a fin de suscitar interés en la Sociedad de Jesús y generar buena voluntad hacia su orden.

Cuando tomó la decisión de que los jesuitas administraran escuelas, tuvo que buscar financiamiento para tal fin, y utilizó las cartas-testimonios de los misioneros jesuitas para abrir las puertas de posibles benefactores, y es sorprendente ver cuántas de sus casi 7000 cartas se referían al problema de conseguir fuentes estables de recursos financieros para las escuelas de los jesuitas, así como para otras iniciativas.

¿Una casa para vacaciones? Ignacio necesitaba fondos también para comprar una propiedad para que los jesuitas que vivían en Roma tuvieran una villa de campo para sus descansos y recreación. ¡Una villa! ¡Una casa de campo! San Carlos Borromeo —contemporáneo de Ignacio, más joven y de bastante mejor situación económica— nunca habría aceptado que sus discípulos disfrutaran de tales lujos. La compra de una casa era como una afrenta a la extrema espiritualidad de los santos; un insulto a la tradicional dureza con que mortificaban su propio cuerpo.

En la época medieval, el ideal de la búsqueda de la santidad era una extrema negación de sí mismo, pero en las Constituciones de los Jesuitas, Ignacio no exigió tales extremos. Más bien, enseñaba la moderación en la comida, la bebida, el sueño, los proyectos emprendidos y en el cuidado de la salud de cada uno; incluso en el tiempo dedicado a la oración. Esta fue una valiosa lección que aprendió en Manresa, algo que lo hizo avanzar mucho para su época. Pero lo que realmente me inspira es cómo Ignacio vinculó esta moderación con el más intenso amor a Cristo y el total abandono a la voluntad de Dios. De alguna manera, Ignacio encontró un camino, en su propia práctica de la moderación, para desarrollar un amor extremo y sin límites al Señor.

Redefinición de la misión. Ignacio creció y cambió. Lo bueno es que existe abundante documentación para seguir la pista de este cambio a través del tiempo. Cuando él y sus compañeros fundaron la Orden de los Jesuitas, pensaban en una congregación que se dedicaría a la predicación y la administración de los sacramentos, con especial atención a los territorios de misión en el extranjero. Lo único que les preocupaba era “la salvación y santificación de las almas”, como ellos lo decían. Naturalmente, jamás abandonaban ese propósito y era lo que caracterizaba todo lo que hacían.

Pero a los diez años de fundada la orden, Ignacio empezó a hablar de que también debían preocuparse “del bien común”, es decir, el aquí y ahora. Ya había decidido que los jesuitas administrarían escuelas y creo que este fue también el punto en el que comenzó a ver que su decisión tenía consecuencias que iban más allá de lo puramente espiritual.

Cuando sus hermanos jesuitas le preguntaron por qué quería hacerse cargo de escuelas, respondió que, entre otras cosas, las escuelas serían una base en las cuales se podrían promover las obras de asistencia social, como hospitales y orfanatorios. Más precisamente, dijo que sin duda los estudiantes llegarían a ser “buenos pastores”, pero también “buenos oficiales civiles que ocuparan puestos importantes en la ciudad para beneficio y provecho de todos.” Los estudiantes llegarían a ser buenos dirigentes para el bien de sus respectivas comunidades.

En lo más profundo de su ser, todos los santos naturalmente se preocupan por este mundo, porque eso es inseparable con la realidad del ser cristiano. Algo que me ha gustado de Ignacio es la manera franca en que proponía esta preocupación y la forma concreta y práctica en que la exponía. Es un estilo de espiritualidad que me resultaba muy atractiva incluso desde pequeño, y creo que es algo que atrae a muchos hombres y mujeres hoy día. ¡Dios es maravilloso en sus santos! Cada uno de ellos, y cada uno de nosotros, es un ser único, es decir, cada uno recibe y actúa con los dones de la gracia de Dios de un modo particular y nadie puede ser reducido a una fórmula.

Por su ejemplo y sus escritos, san Ignacio me ha ayudado a comprender esta verdad que es absolutamente fundamental. Es esta combinación de tantas obras singulares de la gracia lo que realmente revela la enorme riqueza de nuestra fe, que comprende muchísimo más que lo que dice el catecismo y el conjunto de leyes de moral. Esta es la razón por la cual celebramos a los santos y por la cual me siento tan agradecido por ellos y especialmente a san Ignacio de Loyola.

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