Mi gracia te basta, mi pueblo te cubre
Dios me sanó del cáncer
Por: Estefanía Regidor
Somos templo.
Mi nombre es Estefanía Regidor. Crecí en un ambiente cristiano desde que nací. Soy católica y pertenezco a una comunidad de alianza que se llama Árbol de Vida que, a su vez, está afiliada a una comunidad internacional llamada La Espada del Espíritu.
Quiero contar aquí cómo se ha manifestado el poder de Dios en mi vida y el poder de un pueblo en oración.
Para diciembre de 2019 yo tenía sobrepeso en relación con mi estatura. Entre enero y febrero de 2020, asistí a una conferencia de solteros en Jacksonville, Florida, en los Estados Unidos. Allí, el Señor me recordó que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, por lo que decidí poner de mi parte para cuidarme, pero le pedí su gracia. Mi meta era gozar de plena salud en mi cumpleaños número treinta, que sería el 14 de noviembre de 2020.
Comencé primero caminando a diario; luego seguí con un entrenamiento de cardio de sesenta días; después decidí iniciar un plan nutricional y de ejercicios, y mi salud comenzó a mejorar.
Todo esto me enseñó disciplina y dominio propio. El Señor, en su infinita sabiduría, me estaba preparando para lo que estaba a punto de vivir.
Malas noticias y un pueblo orante. El 6 de septiembre, después de comer, sentí un fuerte dolor en el costado derecho, dolor que al día siguiente empeoró. El médico pensó que podría tratarse de cálculos en la vesícula, pero sugirió que me hiciera un ultrasonido para estar seguros. El problema no era la vesícula, sino una masa del tamaño de una naranja que tenía en el páncreas y dos masas más pequeñas en el hígado. Escribí un mensaje a mi papá, y al líder de mi grupo cristiano para contarles lo que estaba pasando. Esa misma noche, el Señor me dijo: “Estefanía, tienes un pueblo que puede rezar por ti y pedir por un milagro.” Así que, como dirían mis amigas “lanzamos la bomba”: “Estefanía tiene tres masas sospechosas en el cuerpo. Por favor, recemos por su salud, para que Dios haga un milagro.”
El doctor me recomendó hacerme también una tomografía axial computarizada, más conocida como TAC. Mis hermanos de la comunidad ayudaron a recaudar el dinero que necesitaba para costearme la prueba. Es maravilloso como mis hermanos demostraron su amor de esta y de muchas otras maneras.
Unos amigos nos recomendaron consultar a un oncólogo para continuar con el sin fin de exámenes que debía hacerme. La consulta fue el 11 de septiembre, después de ver los resultados del TAC. Cuatro días más tarde me tocó estar sola frente a un especialista, pues por el COVID no se permitían acompañantes. Luego de cinco minutos, que para mí fueron una eternidad, y de pedirle al Señor que lo que me dijera el médico no se me olvidara para poder explicarle a mi familia, me dijo que todo indicaba que yo tenía un tumor de Frantz en el cuello del páncreas. Un tumor poco común que aparece sin ninguna causa específica y se presenta en mujeres de entre los dieciocho y los treinta y cinco años de edad, y que tiene un cincuenta por ciento de probabilidades de ser maligno.
El doctor me dijo que la mía sería una cirugía muy grande y que podría haber metástasis en el hígado. También me dijo que era necesario hacer una resonancia magnética y unas biopsias, y me explicó todas las cosas que podían pasarme después de la operación. En resumen: tenían que hacerme una pancreatectomía distal, vale decir quitarme parte del páncreas, sacar el tumor y posiblemente el bazo. Después dijo que podría presentar diabetes o incluso fallecer; aunque, por mi edad, tenía la juventud de mi parte. Además, el haber bajado de peso permitió encontrar el tumor a tiempo. Me repetía constantemente que, si quería, podía llorar, pero yo no entendía realmente qué sucedía.
Getsemaní. Siempre he creído que con el Señor hay que ser específicos. Él siempre nos escucha, pero su voluntad es el punto final. Salí de ahí tratando de controlar las lágrimas y dejando todos los papeles para que me hicieran la resonancia, la endoscopía con biopsia y el internamiento. Después de explicarle a mi familia, comencé a orar. Dije: “Señor, que se haga tu voluntad y no la mía y que tu gracia me baste.” No podía dejar de pensar en Jesús en Getsemaní clamando desde lo más profundo de su corazón para ser librado de aquel trago amargo. Así me sentía yo, porque no había absolutamente nada que pudiera hacer para consolar a mis papás y a mis hermanos. Pedí en mi grupo y a todo el que se me ocurriera que rezaran por algunas cosas. La primera: Que si era la voluntad de Dios hacer un milagro en mi vida, que lo hiciera y el tumor desapareciera; pero si no, entonces que no hubiese metástasis, que se pudiera preservar el bazo y que, además, pronto se habilitara una cama para mí. Por la situación de la pandemia, conseguir una cama pronto era muy difícil.
Una cama, la Santa Misa y la Unción de los enfermos. El primer milagro fue encontrar una cama. El 16 de octubre me internaron para hacerme la endoscopía y la biopsia. La situación se complicó aún más: Parecía que el tumor no estaba en el cuello sino en la cabeza del páncreas, no parecía ser benigno y había una vena con necrosis (gangrena), pero dichosamente, en el hígado no había metástasis. El segundo milagro fue la posibilidad de tener visitas, aunque al entrar al hospital, me despedí de todos como si no los fuera volver a ver. Allí, tuve la oportunidad de asistir a Misa casi todos los días, lo cual agradecí mucho, porque desde que comenzó la pandemia no había podido ir. Allí vi a las personas que morían en ese tiempo y a otras que sufrían mucho. En mi cuarto había seis camas y vi llegar e irse a unas doce personas. Hice amigas que me animaron mucho. Todas eran señoras mayores, yo era la más joven; la que me seguía en edad tenía setenta años.
Tuve la oportunidad de recibir la Unción de los enfermos. ¡En verdad este sacramento es poderoso! Sentí que por un segundo fui al cielo, tuve algunas conversaciones con el Señor acerca de si había llegado el momento de irme con Él, o si me quedaba. Pero el Señor me dijo que iba a haber un milagro en mi vida y que aún tenía bastante trabajo por hacer. Esto me dio muchísima paz, una paz que solo venía de Él. Esta sería la primera cirugía en mi vida. Yo nunca me he fracturado o tenido que ir al hospital por alguna lesión, así que, claramente, no tenía ni la más remota idea de lo que se venía.
La situación se complica. El 2 de noviembre, ingresé al quirófano a las siete de la mañana. En ese momento, yo era consciente de que la cirugía sería complicada pues ya no se trataba de la pancreatectomía distal original, sino de un procedimiento distinto: Me extirparían parte del estómago y del duodeno y lo conectarían con el cuerpo del páncreas. Tendría que usar una bolsita por la que iba evacuar el intestino y, además, podía perder alguna funcionalidad del hígado por la vena afectada de necrosis que había que cortar, lo cual privaría de sangre al hígado por un tiempo. Estaba feliz de estar por fin en el quirófano y me encomendé a las oraciones de mi gente sabiendo que en algunas horas nos volveríamos a ver.
Sostengan mis brazos. La cirugía tardó nueve horas y todavía yo tardé tres horas más en despertar. El médico me dijo que todo había salido bien y que finalmente sí habían realizado la pancreatectomía distal: ¡Otro milagro! Al día siguiente, había un milagro más por suceder. Fui a una sala especial llamada “Proyecto Daniel”, que es mejor que la unidad de cuidados intensivos. Compartía habitación con un joven de 15 años, que estaba en su tercera recaída de cáncer. Recuerdo que dije: “Señor, ten misericordia de él” y comencé a ofrecer mi dolor por él. Al tercer día le dijeron que ya no había rastro del cáncer. Unas horas después le dieron de alta y quedé sola en la habitación.
Ahora vendría un tiempo doloroso. Tenía que caminar lo más que pudiera para eliminar el aire acumulado en la operación y para ayudar a reactivar mi intestino que había sido maltratado. Luego de cuatro días me recomendaron dejar el analgésico y decidí hacerlo para evitar una posible dependencia. Después, me quitaron la anestesia. ¡Fue lo más doloroso que he tenido en mi vida: Respirar dolía, estornudar dolía, lo que fuese… ¡dolía! Los medicamentos aliviaban muy poco el dolor y comencé con un cuadro de vómito aún más doloroso. En algún punto, recordé que a Moisés se le cansaban los brazos cuando oraba para que Israel venciera en la batalla y Aarón y Jur se los tenían que sostener. Esa fue la oración que le pedí a mi grupo: Que cuando el dolor fuera mayor a mi humanidad y ya no pudiera sentir al Señor, me “sostuvieran los brazos”. En otras palabras, que sostuvieran mi fe.
La meta se cumple. Pedí también desde el fondo de mi corazón que no pasara mi cumpleaños en el hospital y así fue: El 9 de noviembre, me dieron de alta.
Un mes después de la cirugía tuve mi esperada primera cita de oncología. Tenía muchas preguntas, pero ese mismo día le diagnosticaron COVID-19 a mi mamá y hubo que postergar la cita. De todos modos, tuve que esperar un mes más para la evaluación de las ocho biopsias.
Cuando ya pude acudir al médico, me confirmaron los resultados de las biopsias. ¡Todas fueron negativas! Excepto la del tumor, que sí era canceroso, pero que había sido extirpado en su totalidad. Gracias a Dios, la operación fue suficiente y no necesité quimioterapia. ¡Estaba sana a mis treinta años!
¡Bendito sea el nombre del Señor! Hoy, siete meses después, mientras escribo esto, todo me parece todavía como si hubiese sido un sueño. Han sido demasiados milagros juntos, uno tras otro.
Le doy la gloria a Dios que escucha nuestra oración y hace su voluntad en los hijos que lo amamos. Agradezco a los que rezaron por mí en los momentos más desesperantes en los que flaqueó mi fe; y ahora, cuando simplemente no quepo en mí de agradecimiento por el milagro que soy, le doy infinitas gracias al Creador por el maravilloso don de la vida.
Estefanía Regidor es ingeniera informática y vive con su familia en San José, Costa Rica.
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