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Noviembre 2014 Edición

Más allá de la Noche Oscura

Una semblanza de San Juan de la Cruz

Más allá de la Noche Oscura: Una semblanza de San Juan de la Cruz

San Juan de la Cruz fue uno de los “grandes” que figura en la larga línea de santos que escribieron tratados espirituales y enseñaron copiosamente acerca de la vida iluminada por Dios.

Este conocido presbítero carmelita fue un destacado teólogo y también confesor, colaborador y apreciado amigo de Santa Teresa de Ávila. Fue además poeta y místico, que experimentó ocasiones de éxtasis, y también la “noche oscura”, en su caminar con Dios, como quedó consignado en algunos de los poemas más hermosos escritos en idioma español.

Juan amaba a Dios en forma apasionada y podía percibir, a su vez, que Dios lo amaba a él también con amor infinito. Pero no era solo eso: estaba absolutamente convencido de que de esta manera Dios mira a todos y cada uno de los seres que había creado. Por esto, el gran mensaje de la vida y los escritos de San Juan de la Cruz es que cada vida humana es un constante episodio de amor, una historia en la que Dios nos invita a todos a entrar en una relación más profunda y transformadora con la divinidad.

Pero más que nada, la vida de Juan y sus escritos proclaman una verdad esencial: Que Dios nos ama a ti y a mí de una manera apasionada y sin reservas, porque el Señor es como un novio, que llega a tu lado buscando un lugar en tu corazón. ¿Cómo hemos de reaccionar nosotros? Lo que nos toca hacer es despojarnos de todo lo que haya en nuestra conciencia que obstaculice su caminar y abrir el corazón para darle entrada al amor ardiente de Dios en nuestro ser.

Pobreza en la niñez. Juan de Yepes nació el 24 de junio de 1542 en Fontiveros, pequeño pueblo de Castilla y León, en España; sus padres eran campesinos humildes sin muchos recursos. Siendo aún pequeño, su padre murió y un año más tarde falleció su hermano mayor Luis, víctima de la desnutrición.

La vida no era nada fácil. Su madre Catalina, una mujer extraordinaria, ayudaba a los demás sin dejar de cuidar a sus propios hijos. De esta forma, pudo inculcarles a sus pequeños la gran compasión que ella sentía por todos los que pasaban necesidad.

Juan aprendió a leer, escribir y los rudimentos de varios oficios en un internado para huérfanos y niños pobres. Llegado a la adolescencia, se dedicó a trabajar como asistente de enfermería en un hospital cuyos pacientes eran principalmente víctimas de las plagas y las enfermedades venéreas. A cambio de este humilde trabajo, podía asistir al colegio jesuita local, en el cual llegó a destacarse por sus dotes de dedicación e inteligencia.

En el interior de Juan iba creciendo un gran amor a Dios, que lo llevó a la edad de 21 años a ingresar a la Orden Carmelita, tras lo cual fue enviado a estudiar a la célebre Universidad de Salamanca. Allí, se dedicó de lleno al estudio de la Sagrada Escritura, la teología y los tratados de los Padres de la Iglesia. Después de su ordenación sacerdotal, decidió abandonar la Orden Carmelita para ir en pos de una vida de oración más solitaria y rigurosa.

Almas gemelas. Entre tanto, Teresa de Ávila, que era 27 años mayor que él, comenzaba su misión de reformar la Orden Carmelita y conducir a sus hermanas de regreso a la regla original de la vida comunitaria regular de ayuno, silencio y oración. A tales efectos, estableció pequeños conventos y monasterios en diversos lugares de España, pero la respuesta que encontró en otros miembros de su orden fue una de rechazo e intensa hostilidad.

Juan y Teresa, que más tarde serían declarados santos, se reunieron en 1567, cuando ella se encontraba en busca de alguien que estuviera dispuesto y capacitado para llevar a cabo una reforma similar entre los frailes carmelitas. Impresionada por el amor a Dios que Juan demostraba, Teresa reconoció en él un alma gemela y logró persuadirlo para que llevara adelante sus planes. Ambos llegaron a ser buenos amigos.

Aun cuando Juan consideraba que Teresa era su guía, ella reconocía que él era su par espiritual, del mismo nivel. “Les traigo a un santo como confesor” les anunció una vez a sus monjas. Como tenía un gran sentido del humor, cuando Juan (que era de baja estatura pues medía sólo 4 pies 11 pulgadas, o sea, 1,50 m) y otro fraile se comprometieron a ayudarle, ella comentó entre sonrisas: “Ahora tengo un fraile y medio.”

Pero tan profunda fue la amistad entre Juan y Teresa, que él llevaba un retrato de ella consigo y se enviaban cartas para intercambiar los poemas que escribían.

Mientras más santo, más amable. Juan y otros dos frailes no tardaron en comenzar una comunidad reformada en una casa situada cerca de Ávila. Allí encontró que el duro trabajo manual que había que hacer, el cuidado pastoral que debían cumplir en la aldea vecina y el entorno rural que les rodeaba eran condiciones perfectas para su vida de oración.

Así fue que otros hombres empezaron a unirse a la congregación reformada. A su vez, Juan fue nombrado maestro de novicios de un nuevo monasterio y luego aceptó un cargo de profesor en una universidad recién fundada. Tal vez la dificultad más grande se le presentó cuando fue designado confesor y director espiritual de más de 130 monjas del convento “no reformado” de Ávila. A Teresa le habían pedido que se ocupara de poner orden en dicho convento, donde las religiosas llevaban una vida bastante desordenada, pues algunas de ellas disfrutaban de cuartos elegantes mientras las criadas vivían en una pobreza extrema. Para renovar esta comunidad tan gravemente dividida y desmoralizada, Teresa supo que necesitaba la ayuda de Juan.

Durante los próximos cinco años, Juan vivió en una choza que había al borde de la propiedad. Celebraba la Misa, escuchaba confesiones, enseñaba catecismo a los niños locales y se desempeñaba como director espiritual, tanto de las monjas como de los seglares. En esta época, aprendió mucho de la obra sumamente delicada que Dios iba realizando en las almas de las personas, y también le ayudó a la propia Teresa a iniciar una vida de oración más profunda. Para ella, él fue un director espiritual incomparable. Gradualmente, la mayoría de las otras monjas de este convento, tan lleno de problemas, también se sometieron a su dirección espiritual.

Una de ellas reconoció que había ido a ver a Juan llena de miedo, pensando que por la reputación de santidad que él tenía, iba a ser muy exigente y poco comprensivo. Pero Juan le dijo que un confesor que fuera realmente santo —e insistía en que él no lo era— nunca infunde temor, porque tiene un profundo conocimiento de la debilidad humana: “Mientas más santo es el confesor, más amable es y menos se escandaliza de las faltas de los demás.”

La noche oscura. El movimiento de reforma iba creciendo, pero también iba provocando desencuentros y enconada oposición entre algunos de los superiores carmelitas. Juan se mantuvo al margen de las controversias, aunque le costaba mucho evitar los celos y la tensión que despertaba su condición de colaborador de Teresa.

Las tensiones tomaron un giro abrupto el 2 de diciembre de 1577, cuando el provincial carmelita, que se oponía a las reformas de Juan, le ordenó dejar de trabajar con los carmelitas reformados y volver a su monasterio original. Pero Juan se negó, porque había recibido su misión directamente del nuncio apostólico, por lo que los carmelitas no reformados lo acusaron de rebeldía. El provincial mandó que lo secuestraran y lo encerraron en una pequeña celda del monasterio de Toledo, donde quedó aislado e incomunicado.

Durante nueve meses, Teresa ignoró por completo dónde se encontraba Juan y con razón temía por su vida. La celda en que estaba prisionero era en realidad un calabozo: sin ventana ni ventilación, infestado de alimañas; en invierno hacía un frío extremo y en verano el calor era sofocante. Allí lo azotaban, lo ridiculizaban, lo privaban de comida y con frecuencia le advertían que abandonara la idea de la reforma. Este largo período de terrible abuso físico y psicológico, cuando hasta Dios le parecía estar ausente, fue lo que Juan llamó “la noche oscura del alma”.

Pero en medio de este cruel abandono y aislamiento, Juan sintió que de su interior surgían imágenes consoladoras: Mientras lo despojaban de todo, empezó a encontrarse con Dios de una manera misteriosa y más profunda aún, que luego describió con expresiones como: “Llama viva de amor”, “escalera secreta”, “noche oscura”, “corazón herido”, “música silenciosa”. Durante el tiempo en que estuvo recluido en la terrible mazmorra, fue guardando en su corazón estas imágenes de anhelo y añoranza como valiosos tesoros y escribiendo poemas sobre lo que iba experimentando en su espíritu.

Escritor y poeta. Nueve meses más tarde, durante la noche y de un modo bastante milagroso, Juan se escapó y fue a refugiarse en el Convento de San José, el primero de los muchos conventos reformados que había establecido Santa Teresa. Allí le curaron las heridas y lo reanimaron. Débil y tembloroso, empezó de inmediato a escribir sus obras maestras de poesía en torno a las imágenes que había percibido como emanadas de su interior: Noche oscura, Cántico espiritual y, más tarde, Llama de amor viva. En estos poemas, Juan puso por escrito su entendimiento y la percepción más profunda que tenía del amor de Dios.

Después de un prolongado y complicado proceso, la congregación de los carmelitas reformados logró constituirse en una comunidad religiosa autónoma, y contó con la supervisión de Juan hasta su fallecimiento en 1591. En este período, escribió dos libros que llegarían a ser clásicos de la literatura espiritual: Subida al Monte Carmelo y Noche oscura.

Pero esencialmente, los libros de Juan son comentarios extensos sobre sus propios poemas, por lo que seguramente él mismo aconsejaría comenzar por leer primero su poesía. Estos libros, escritos desde su perspectiva personal, parecen ser más bien una autobiografía y un reflejo de la personalidad del autor. Pero lo más importante es que nos introducen en forma directa en la intimidad y la fuerza de su relación de amor con Dios.

Como cualquier obra poética de gran importancia, es preciso leer las poesías de Juan de una manera receptiva, a fin de que las imágenes e ideas penetren en la imaginación y tengan resonancia en la experiencia personal de cada uno. El mismo Juan declaró que sus obras debían leerse con “la sencillez del espíritu de conocimiento y amor que ellas contienen.”

Como Juan lo sabía muy bien, no hay palabras que puedan expresar cabalmente lo que significa experimentar el amor de Dios. Con todo, a través de sus poemas, el corazón le habla al corazón. La historia de su travesía espiritual resplandece de un modo que nos permite descubrir la pasión y el entusiasmo que despierta en nosotros nuestra propia peregrinación hacia Dios.

Un enamorado en busca del objeto de su amor. Todos queremos ser amados y transformados espiritualmente, por eso Juan le habla a todo el que busque el amor más grande de todos. Si bien la experiencia del amor de Dios que uno tenga seguramente sea diferente de la que tuvo Juan, cada cual puede beneficiarse de la gentil guía que él nos ofrece. En realidad, como Juan lo señala reiteradamente, Dios nos ama mucho más profundamente y de una forma más apasionada que como nosotros pudiéramos amarlo a él, y por ese amor, el Señor está siempre buscándonos, siempre procurando encontrar la manera de conquistar nuestro corazón.

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