¡Levantemos el corazón!
Como recibir y dar el regalo de la Eucaristía
En este artículo, queremos estudiar lo que hay detrás de las palabras de la Misa para ver qué clase de disposición hemos de tener cuando queremos entrar en la presencia del Señor y recibir su gracia.
Aunque es provechoso conocer y comprender el origen de los textos litúrgicos, de poco servirá esto si no levantamos el corazón hacia el Señor en adoración, amor y gratitud. Por eso, antes de referirnos a lo que hay que hacer durante la Misa, es preciso contemplar lo que Jesucristo hace cada vez que nos congregamos para celebrar la Sagrada Eucaristía.
Un regalo valiosísimo. En el Evangelio según San Juan, el Señor Jesús nos dice que él es el pan de vida, y que “el que coma de este pan tendrá la vida eterna.” Nos dice que el pan que él da es su carne para la vida del mundo (Juan 6,51). Desde los primeros días de la Iglesia hemos creído que el pan que se ofrece en la Misa es este pan de vida y hemos creído que este pan—una vez consagrado por el sacerdote—se convierte en el Cuerpo de Jesús, que él da para la vida del mundo.
¡Qué increíblemente generoso es nuestro Señor! Día tras día, semana tras semana, año tras año, Jesucristo se nos da en el altar. Nos ofrece toda su vida, su Cuerpo y su Sangre, su alma y su divinidad. Se nos da por entero: su mente, su corazón, sus intenciones, su poder, su amor, sus esperanzas y su misericordia. Incluso nos hace partícipes de su propia naturaleza divina. En efecto, la Sagrada Eucaristía es nada menos que el regalo total del propio Jesús a su pueblo.
Pero eso no es todo: es un regalo que el Señor nos ofrece gratuitamente, con toda generosidad y sin discriminación. Y de esta forma Jesús se hace tan vulnerable, dejándose tocar tanto por los puros como los impuros, por los sinceros y los hipócritas, por los dignos y los indignos. Con una humildad inimaginable, el Señor se pone a merced de santos y pecadores por igual, y lo hace con la esperanza de que recibamos este regalo con la misma generosidad con que él lo da y nos dejemos transformar completamente.
Entonces, ¿qué podemos hacer para tener la seguridad de no recibir este pan de vida en vano? ¿Cómo podemos mostrarle al Señor que este regalo total en el que él mismo se nos da por entero va a ser provechoso?
Receptores generosos. Lo primero que podemos hacer es tratar de recibir a Jesús con la misma generosidad con la que él se nos da. Cada vez que recibas al Señor en la boca o en la mano, asegúrate hermano de recibirlo también en tu corazón. Abre la puerta de tu vida y dale la bienvenida de la mejor manera posible y dale cabida en tu corazón. Quita de tu conciencia todo lo que sea obstáculo y distracción, de modo que el Señor entre en la morada interior de tu alma bien preparada y dispuesta y se sienta como en su casa.
Piensa en lo que hace un buen anfitrión cuando atiende a un invitado importante, y haz tú lo mismo. Dale a Jesús el respeto y el honor que se merece; préstale atención considerando su Palabra en la Sagrada Escritura. Dale el lugar de honor en tu corazón cuando hagas oración, así como le ofrecerías el mejor asiento de tu casa a un gran dignatario invitado. Compórtate como Marta, que se esmeraba sobremanera para hacer que el Señor se sintiera cómodo en su casa; e imita a su hermana María, que le prestaba toda su atención, estando pendiente de todo lo que él le dijera (Lucas 10,38-42). Cuando vayas a recibir la comunión, deja de lado todas las demás preocupaciones, intereses y proyectos y no pienses en nada más que en este divino Huésped, del mismo modo como tratarías en tu casa a un invitado sumamente honorable, porque después de darle la bienvenida, no lo dejarías solo para dedicarte luego a lavar o planchar la ropa, mirar la televisión o hacer alguna reparación. Jesucristo viene a compartir su vida contigo y él debe ser tu prioridad más importante.
Un regalo recíproco. Otra manera en que podemos responder adecuadamente al generoso regalo de sí mismo que Cristo nos da es entregarnos a Él personalmente y sin reservas, tal como él se nos ha dado a nosotros. Todos sabemos que el hecho de sentirnos amados tiende a hacer de nosotros personas más amables y cariñosas. De un modo similar, la generosidad engendra la generosidad. Pensemos, por ejemplo, en el modo en que los esposos que se aman de verdad siempre se cuidan el uno al otro y cómo buscan la manera de expresarse mutuamente su amor, ya sea haciendo demostraciones de amabilidad, cariño y atención. El amor del marido mueve a su esposa a ser generosa con su tiempo y su atención, y el amor de la esposa hace aflorar lo mejor de su marido, llevándole a manifestarle un mayor amor y generosidad. Esta es una “espiral virtuosa,” que crea un sentido de amor y pertenencia cada vez más profundo entre los esposos.
Así es como Dios quiere que sea nuestra relación con Jesús. Cuando nos damos cuenta de lo infinitamente generoso y bondadoso que es el Señor, se nos llena el corazón de amor y nos sentimos movidos a entregarnos de corazón en sus manos como señal de gratitud por todo lo que él nos ha dado. Durante toda la santa Misa podemos darle nuestro amor, cuando lo adoramos y escuchamos su Palabra junto a nuestros hermanos. Por ejemplo, en el Rito Penitencial, podemos ofrecerle el regalo de nuestro arrepentimiento, mientras procuramos librarnos de todo aquello que sea ofensivo para él o contrario a su voluntad. Al rezar el Credo, podemos ofrecerle nuestra humildad, admitiendo lo mucho que le necesitamos y lo muy agradecidos que estamos de que nos haya salvado y nos haya comprado para él pagando el precio de su Sangre preciosa. Y en el Padre Nuestro, cuando rezamos “hágase tu voluntad,” podemos ofrecerle nuestra obediencia, teniendo el sincero deseo de evitar todo aquello que nos separe de su lado.
En la santa Comunión, Jesús mismo se da sin reservas a ti, hermano querido; por eso, ese es el mejor momento para que tú también te ofrezcas totalmente a él, sin reservas. Dile que quieres honrarle por su generosidad; haz todo lo que puedas para obedecerle a cabalidad y procura hacer que tu vida sea una imitación de la suya: una vida de humildad, amor y servicio.
Dona tu generosidad. Pero esto no termina en la Misa. Una última manera en que podemos responder a la generosidad de nuestro Señor es manifestándosela a otras personas en el curso de nuestra vida cotidiana. Piensa nuevamente en una pareja de esposos. Si su relación matrimonial es sana y fuerte, se aceptan el uno al otro sin reservas, pero también tienen una actitud de apertura frente a sus demás familiares, amigos y vecinos. En lugar de quedarse aislados dentro de los confines de su propio hogar, como en una burbuja, están prestos a tender la mano y compartir su bondad con sus semejantes. Esto sucede antes que nada cuando los esposos están dispuestos a aceptar el regalo de los hijos, recibiéndolos con toda generosidad y entregándose a criar con amor a su creciente familia. Pero, con el tiempo, su caridad también traspasa las puertas de su propio hogar para incluir a amigos y vecinos, a los feligreses de su parroquia y a los pobres y necesitados.
Así también sucede con nuestro Señor. Lo recibimos en su Cuerpo y su Sangre, su alma y su divinidad en la santa Misa, y le entregamos nuestra vida, pero también nos sentimos movidos a compartir esta vida con otras personas. Hemos encontrado un espléndido y valiosísimo tesoro, y no podemos quedarnos callados. En efecto, antes que ocultarlo celosamente, somos generosos y lo damos a los demás, porque sabemos que Jesús siempre tiene mucho más para dar, y no tenemos que preocuparnos de que un día se vayan a agotar sus bendiciones, como alguien se preocuparía de quedarse pobre si diera demasiado de sus bienes. En realidad, lo que sucede es todo lo contrario. Mientras más demos del amor que Cristo nos tiene, ¡más recibimos de su amor y sus bendiciones!
Así pues, trata de ser tan generoso como es Jesús. Recuerda la parábola del sembrador (Mateo 13,1-23). El labrador sembró la semilla no solo en el terreno bueno; la fue dispersando por todas partes: en suelo pedregoso, entre malas hierbas y sobre el camino. No le importaba donde cayera la semilla, porque sabía que mientras más sembrara, mayor sería la cosecha. De modo similar, Dios quiere que nosotros dispersemos la semilla del Evangelio por todas partes: en la familia, el trabajo, en nuestros vecindarios y hasta entre los desconocidos con quienes nos crucemos. El Señor quiere que sembremos semillas de perdón, de bondad, de justicia y de compasión. Quiere que hablemos a todos cuantos deseen escuchar y los invitemos a conocer su amor y su generosidad que nosotros hemos conocido.
Vayan en paz. Es reconfortante saber que aun cuando haya ciertas variaciones en los textos de la santa Misa, como sucedió desde hace un par de años en el texto del misal en inglés, la esencia misma y el sentido de la santa Liturgia no cambia: Jesús sigue estando allí presente, ofreciéndose completamente en el altar e invitándonos a darle nuestro corazón. Siendo así, levantemos el corazón hacia el Señor, porque sabemos que él estará siempre esperando que lleguemos a visitarlo para recibirlo nuevamente.
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