La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Dic/Ene 2010 Edición

Las Señales de los Tiempos

Cómo percibir la realidad del cielo en la vida diaria

Las Señales de los Tiempos: Cómo percibir la realidad del cielo en la vida diaria

La Escritura nos dice que tener fe es "tener la plena seguridad de recibir lo que se espera; es estar convencidos de la realidad de cosas que no vemos" (Hebreos 11,1) y según San pablo, la fe crea en uno el deseo de Dios, un anhelo de estar con Él y de vivir en "nuestra casa celestial" (2 Corintios 5,2).

Este deseo de Dios es la razón por la cual la gente decide "vivir por fe y no por lo que se ve", aún cuando vivir según lo que se ve parece ser mucho más fácil.

Vivir por fe significa creer que podemos tocar el cielo, aunque no lo vemos, mientras vivimos en la tierra. Significa que estamos tan convencidos de la presencia de Dios que nos proponemos complacerlo, aunque para ello tengamos que decir "no" a ciertas tentaciones muy atractivas. En este artículo, quisiéramos preguntarles a nuestros lectores qué creen que tendrían que hacer para experimentar este tipo de vida por fe.

Lee las señales. Un día, unos fariseos y saduceos que querían poner a prueba a Jesús le pidieron que les diera una señal del cielo. El Señor les respondió preguntándoles a su vez por qué sabían discernir tan bien algo tan pasajero como las condiciones del clima y no eran capaces de leer las "señales de estos tiempos", que nos hablan del amor de Jesús y del poder transformador del Espíritu Santo.

Esta es una noticia sumamente alentadora y positiva, pero sucede demasiadas veces que vivimos creyendo que sólo unos pocos privilegiados pueden leer las señales del amor y la presencia del Señor. Sin embargo, lo cierto es lo contrario: Es un don que no está limitado a los santos, los sacerdotes o los místicos. ¡A todos se nos pueden abrir los ojos espirituales!

Con los ojos bien abiertos. Jesús le dijo a Nicodemo que los que han sido bautizados nacen de nuevo del agua y del Espíritu (Juan 3,5). Todos hemos recibido un nuevo nacimiento que nos ha hecho capaces de ver y percibir el reino de Dios. Cuando alimentamos el don del Bautismo buscando a Dios en todo, rechazando el pecado y tratando de amar lo mejor posible, seremos capaces de "ver el reino de Dios" cada vez con más claridad. Por el contrario, si dejamos que se nos endurezca el corazón, los ojos espirituales no podrán ver con claridad al Señor ni percibir su reino (Marcos 8,17).

Es cierto: Tenemos ojos espirituales y tenemos que abrirlos. El Señor ha hecho todo lo posible para que nosotros veamos su reino, pero lo "posible" no es lo mismo que una "realidad" consumada. La realidad viene cuando pedimos y buscamos; cuando damos los pasos necesarios para abrir los ojos y mirar. Sólo practicando el arte de la oración (en privado, en la Eucaristía, leyendo las Escrituras) podremos depositar nuestra fe en la realidad invisible del cielo.

Lo bueno es que Dios no espera que hagamos todo esto por nosotros mismos. Por el contrario, el Señor está comprometido a enseñarnos y alentarnos durante todo el caminar. Esta es, precisamente, la razón por la cual envió al Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, a nuestro corazón. El Espíritu Santo es el que se encarga de tomar todo aquello que nadie jamás ha visto ni oído y ni siquiera se le ha ocurrido pensar (1 Corintios 2,9), es decir, cosas que nunca podría el corazón humano concebir por sí mismo, y se lo ha revelado a su pueblo, la Iglesia.

Una fiel disposición. Dios no quiere que su sabiduría y su amor estén ocultos de nosotros; no quiere que sea tan difícil conocerlo ni que tengamos que trabajar tanto para llegar a su lado que nos desanimemos antes de tiempo. Pero tampoco significa que no tengamos que hacer nada. Esto es lo que Jesús quiso decirle a la mujer que encontró en Samaria junto al pozo de Jacob: "Pero llega la hora, y es ahora mismo, cuando los que de veras adoran al Padre lo harán de un modo verdadero, conforme al Espíritu de Dios. Pues el Padre quiere que así lo hagan los que lo adoran" (Juan 4,23). En efecto, si queremos llegar al cielo es imperativo que aprendamos a adorar a Dios reconociendo su autoridad, su amor, su gloria y su poder.

Hay muchas actitudes y disposiciones buenas y malas que podemos tener cuando participamos en la Santa Misa, cuando rezamos o tomamos las decisiones diarias de la vida. La mejor disposición que podemos tener es la siguiente: "Debo pasar tiempo con el Señor cada día, y dedicarle tiempo para ponerme en sus manos y alabarlo sin distracciones. También tengo que tomar lo que reciba en la oración y ponerlo en práctica en el trabajo, el hogar y en mi comunidad."

Si nos acercamos a Jesús con el corazón lo más puro y decidido posible, llegaremos a actuar como la samaritana. Cuando se encontró con Jesús y se dio cuenta de quién era, fue corriendo a su pueblo a contárselo a todos (Juan 4,29-32). Así es como nos preparamos bien para recibir la sabiduría de Dios, entregándole nuestro corazón al Señor y aprendiendo a vivir por fe y no por lo que se ve.

El Espíritu vive en ti. La tradición llama "Inmaculada" a la Virgen María porque creemos que desde el momento de su propia concepción ella fue preservada de la mancha del pecado original. Los teólogos nos dicen que así tenía que suceder: ¿Cómo podía un vientre imperfecto y manchado por el pecado concebir la perfecta y absoluta santidad del Hijo de Dios? De modo similar, creemos que cuando uno es bautizado, el alma queda lavada de todo pecado para que podamos llegar a ser un templo del Espíritu Santo. Sí, es cierto que todavía tenemos que lidiar con las inclinaciones pecaminosas de la naturaleza caída, pero en el centro mismo de nuestro ser—lo que la Escritura llama nuestro espíritu—hemos sido limpiados y purificados.

Esto significa que así como la Virgen María llevó en su vientre a Jesús hace dos mil años, el Espíritu Santo quiere que nosotros también lo llevemos en nuestro espíritu. Todos sabemos que una madre encinta está siempre palpándose el vientre para sentir la criaturita en su interior; así también el Espíritu quiere que todos "sintamos" lo que Él hace en nosotros o lo que nos dice.

En la Escritura vemos que hay muchas personas que aprendieron a escuchar al Espíritu Santo y "ver" el reino de Dios. Por ejemplo, San Pedro fue a Samaria y a la casa de Cornelio, que era pagano, porque percibió que el Espíritu Santo lo estaba guiando a ese lugar (Hechos 8,14-17; 10;1-48); Pablo y Bernabé fueron enviados como misioneros por la iglesia de Antioquía porque así veían que lo pedía el Espíritu Santo (13,2-3). Más tarde, Pablo, Lucas, Silas y Timoteo sintieron que el Espíritu Santo les hacía cambiar sus planes y se dirigieron a Europa en lugar de concentrarse en Asia Menor (16,6-10), cambio de planes que dio como resultado la fundación de la iglesia de Filipos. A su vez, Felipe se sintió llevado a Gaza, donde evangelizó a un alto funcionario del gobierno del antiguo país de Etiopía (8,26-40).

Todos estos casos nos llevan a sacar una conclusión: Que todos tenemos "ojos espirituales" y que el Espíritu Santo quiere que los abramos sobre la base de la fe. Todo lo que hace falta es tomar en serio a Dios y estar dispuestos a obedecerle. Así, lo encontraremos.

Vivir por fe. La Navidad es un acontecimiento maravilloso que nos enseña que somos muy valiosos para Dios. Si no fuera así, ¿para qué iba a enviar a su Hijo único a salvarnos? ¿Para qué enviaría al Espíritu Santo a reconfortarnos y guiarnos? Nuestro Padre quiere estar presente en nosotros en el diario vivir y "abrirnos los ojos" para percibir la revelación celestial, para que así tengamos fe en lo que no vemos y nos esforcemos por complacerlo y hacer su voluntad así en la tierra como en el cielo.

Teniendo esto presente, tratemos de hacer que esta Navidad sea especial. Démosle a Jesús, nuestro Señor, el regalo de adorarlo en espíritu y en verdad, con todo lo que tenemos y somos. Pidámosle que nos abra los ojos espirituales para que aprendamos a ver el ámbito invisible del cielo y que nos ayude a vivir por fe y no por lo que se ve.

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