La Virgen María y su travesía de fe
Dios llama a su servicio a una joven pura y sencilla
La Virgen María, que nació y vivió en Palestina en el siglo I a.C., oraba junto a los suyos esperando la venida del Mesías y el cumplimiento de las promesas de Dios. Sin duda había visto y oído a sus vecinos o conocidos cuando clamaban a Dios pidiendo ser liberados, no solo de la dura dominación romana, sino también de las divisiones y rivalidades que había en su propio pueblo.
Seguramente ella rezaba también por la restauración de Sión, la ciudad santa de Yahvé y lugar de reunión del pueblo escogido, y al escuchar la lectura de los libros sagrados de Israel debe haber sentido un profundo anhelo de presenciar la llegada del Mesías, sintiendo en su corazón una fe firme y una convicción clara de que Dios no abandonaría a su pueblo.
Sin embargo, la Escritura dice que cuando María vio al ángel Gabriel y escuchó sus palabras se turbó sobremanera. El ángel le anunció que ella concebiría milagrosamente y que “el niño que va a nacer será llamado Santo e Hijo de Dios” (Lucas 1,35) y que este niño “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1,21). Así pues, a pesar de toda la preparación que pudo haber tenido María, e incluso de su inmaculada pureza, pues estaba totalmente exenta de pecado, las palabras del ángel le causaron una gran turbación y fueron para ella un desafío inesperado: ¡El propio Dios todopoderoso la estaba invitando a participar en su plan de salvación de un modo tan maravilloso que era del todo inimaginable!
El sencillo razonamiento de María no le permitía asimilar claramente esta revelación, pero su gran fe y su inquebrantable amor a Dios le hicieron dar el sí. Y así fue que, junto al temor a lo desconocido, al rechazo casi seguro de los suyos, a la incertidumbre del futuro y a muchas otras interrogantes que deben haberle llenado la mente, la Virgen tuvo en el corazón la firme certeza de que podía confiar ciegamente en Dios. Y así, la humilde “sierva del Señor” decidió permanecer fiel a Dios. Cuando el ángel se fue, María inició una nueva etapa en su travesía de fe, una aventura que superaría con mucho todo lo que jamás pudo haberse imaginado.
Se preguntaba y guardaba en el corazón. Reflexionando sobre los varios viajes que María tuvo que hacer en su vida podemos apreciar cómo fue su travesía de fe. Después de la Anunciación, “María se fue de prisa a un pueblo de la región montañosa de Judea” (Lucas 1,39) a visitar a su parienta Isabel, que había concebido al heraldo del Mesías. Era un viaje de por lo menos tres días, de modo que tuvo tiempo de sobra para meditar y orar sobre lo que le había sucedido. Suponemos que debe haber repasado su encuentro con el ángel una y otra vez, mientras el Espíritu Santo le iba preparando el corazón para lo que ella debería realizar según el plan de Dios. Cuando llegó a la casa de Isabel, de su corazón profundamente ungido por el Espíritu Santo brotó el hermoso himno de alabanza y gratitud llamado Magnificat (1,47-55).
San Lucas dice que la Virgen meditaba en las cosas que había presenciado y las guardaba en su corazón, pero no como si tratara de sacar sus propias conclusiones de circunstancias confusas, sino más bien que, encontrándose envuelta en acontecimientos demasiado sublimes y maravillosos para su entendimiento humano, María rezaba sin cesar pidiéndole a Dios que le concediera comprensión espiritual. Incluso al pensar seriamente en lo que podría suceder, le suplicó al Señor con toda sencillez y honestidad que le explicara mejor quién sería este Mesías, concebido por la gracia del Espíritu Santo, que iba a ser su Hijo. Así pues, mientras Jesús se iba formando físicamente en el vientre de María, también iba creciendo en su corazón.
Preparación y prueba. Al aproximarse la fecha del alumbramiento, el Señor comenzó a preparar a María para la clase de recibimiento que el mundo le brindaría a su Hijo. Las razones por las cuales “no había alojamiento para ellos” en Belén (Lucas 2,7) pueden haber sido varias, pero San Lucas presenta esta circunstancia para prefigurar el rechazo que Jesús encontraría durante toda su vida terrena. El eterno Hijo de Dios iba a nacer en una pobreza absoluta y de una manera totalmente inadvertida para los ricos y poderosos.
Más tarde, cuando el Niño fue presentado en el templo, María tuvo un primer anticipo del dolor que ella misma sufriría por el rechazo que Jesús encontraría en su pueblo. El anciano Simeón —que desde hacía mucho tiempo ansiaba ver al Mesías prometido— profetizó que Jesús estaba destinado a ser “una señal que muchos rechazarán” y dirigiéndose a María le advirtió: “esto va a ser para ti como una espada que atraviese tu propia alma” (Lucas 2,34-35). La misión de Jesús estaría plagada de controversia, rechazo y dolor, y María —su primera discípula— participaría de lleno en los sufrimientos de Él. Desde el principio mismo de su vida como madre de Cristo, María enfrentó el misterio de la cruz. La redención que tanto había anhelado y por la que había orado con tanta fe y devoción no llegaría en forma apacible, sino a costa de muchos dolores y padecimientos, los propios de ella y los de su hijo.
Las señales del rechazo a Jesús aumentaron con el tiempo. Para escapar de la ira homicida de Herodes, María y José tuvieron que huir a Egipto con el Niño (Mateo 2,13-15), convirtiéndose así en refugiados, exiliados de su patria, que repetían de esa manera la travesía de los hijos de Israel que habían tenido que escapar de la ira del faraón. Al tener que huir, María veía un nuevo obstáculo que encarar, más difícil aún. Dios, que la había visitado con tanta bondad por medio del ángel, ahora ponía a prueba su fe invitándola a confi ar más en Él. Pero todo esto le servía a ella para crecer en la fortaleza que surge de la entrega humilde al Señor, la meditación en su Palabra y la oración.
Se ha cumplido el tiempo. En su Evangelio, San Juan enmarca el ministerio público de Jesús en dos sucesos en los que interviene María. Primero, el banquete de las bodas de Caná (Juan 2,1-11), en el cual pareciera que Jesús no desea realizar ningún milagro aún, pero el bondadoso corazón de su madre —su actitud de fe y confianza— lo mueve a comenzar su ministerio. La intercesión de la Virgen María demuestra que la fe de ella había crecido y madurado más que la de los apóstoles, que aún no habían pasado por pruebas semejantes. María persistió humildemente, esperando en oración que Dios le concediera el deseo de su corazón, señal maravillosa del Reino que llegaba.
En Caná, la acción de María dejó en evidencia que ella no solo se compadecía de la pareja de recién casados, cuyo banquete nupcial corría peligro, sino que había empezado a entender cuál era la misión de su Hijo y quería verlo trabajar cuanto antes. Años atrás, el ángel le había anunciado que Jesús heredaría el trono de David (Lucas 1,32-33) y ahora ella anhelaba que se cumpliera esa profecía. Por su parte, el Señor sabía que aún no había llegado su “hora” (de ser glorificado en la cruz), pero accedió a la petición de su madre y realizó un milagro que puso en evidencia el anhelo que llenaba el corazón de ambos: la llegada del eterno “banquete de bodas”. ¡Qué gran esperanza debe haber colmado el alma de María al ver esta señal, y cuánto habrá aprendido a confiar más completamente en su hijo!
María también estuvo presente en el Calvario, al final del ministerio de Jesús, donde experimentó el doloroso cumplimiento de la profecía de Simeón (Juan 19,25-27). Al observar la agonía de su Hijo, ¿le habrán parecido absurdas y vacías las promesas llenas de esperanza que le había dado el ángel? ¿Acaso Jesús no iba a ser “un gran hombre… Hijo del Dios altísimo… su reinado no tendrá fin”? (Lucas 1,32-33). Entonces, ¿qué sentido tenía todo esto para ella? “Y he aquí que, estando junto a la cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un completo desmentido de estas palabras”; sin embargo, “¡cómo se abandona en Dios sin reservas!” (Juan Pablo II, Encíclica La Madre del Redentor, 18).
La travesía de fe de la Virgen María la llevó por sendas que jamás imaginó que podría transitar, pero con el paso de los años su fe se iba haciendo cada vez más fuerte. Así, a través de las pruebas y alegrías, veía cómo se iban haciendo realidad los planes de Dios, y ella cumplía sin reservas la parte que el Padre le había encomendado. Aunque sintió que el corazón se le destrozaba de angustia y dolor por la cruel y humillante muerte de su hijo, ella jamás renegó de Dios ni abandonó su llamamiento. Incluso al recibir el cuerpo de Jesús en su regazo, María sabía que así tenía que ser, y que la muerte de Jesús hacía realidad el milagro más grande de todos: la reconciliación de la humanidad con Dios. Finalmente llegaba el Reino que tanto había anhelado; solo tenía que esperar hasta el Domingo de la Resurrección para ver el cumplimiento de todas sus esperanzas, así como el cambio de sus dolores en nuevas dimensiones de paz.
El espejo de la fe. A pesar de que el papel que le tocó desempeñar a la Virgen María en el plan de Dios fue tan especial, ella siempre fue una creyente de gran sencillez y humildad. Desde su propia concepción, recibió la inmensa gracia de los méritos de la cruz de Cristo: ser libre de la esclavitud del pecado. Con todo, siempre tuvo que tomar decisiones muy terrenales y sintió emociones auténticamente humanas. Su triunfo fue un triunfo de fe; la misma fe que puede tener cada uno de nosotros.
El Señor nos invita a todos a iniciar una peregrinación de fe como la de María, porque desea que todos guardemos su Palabra en nuestro corazón, meditando con amor lo que Él nos dice en la Sagrada Escritura. La santísima Virgen María nos ha dado un hermoso ejemplo de lo que signifi ca obedecer a Dios; nos ha enseñado a escuchar la voz de Dios y recibir la guía del Espíritu. Quiera el Señor que repitamos siempre la oración de la Virgen de todo corazón: “Yo soy esclava del Señor; que Dios haga conmigo como me has dicho.”
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