La Virgen María en el mundo hispano
Por: Mons. Agustín Aleido Román
Nota del editor: Este artículo, por su longitud, ha sido dividido en dos partes. La segunda aparecerá en la edición de noviembre de 2017 de La Palabra Entre Nosotros.
San Juan Pablo II, al abrir el Año Mariano (entre 1987 y 1988) tomó un tema casi olvidado de los padres de la Iglesia: “María, la nueva Eva.” San Ireneo, San Justino y Tertuliano lo desarrollan en el siglo II. En su encíclica Redemptoris Mater, toca este tema en los numerales 13, 19 y 41. La antífona del Benedictus, en el Común de la Virgen, nos invita a orar: “Por Eva se cerraron a los hombres las puertas del paraíso y por María Virgen se han vuelto a abrir a todos.” El Antiguo Testamento lo abre una mujer. El Nuevo Testamento lo abre otra. Ambas hablan con ángeles y ambas responden “fiat”, es decir, “sí”. La diferencia es que la primera habla con un ángel que viene con un mensaje del infierno y ella desobedece a Dios. La segunda responde a un mensajero del cielo y obedece a Dios.
En su encíclica, San Juan Pablo II nos presenta a María, nueva Eva, en tres cuadros: Primero, en la Anunciación; segundo en la Presentación del Niño, y tercero, al pie de la cruz. En los tres cuadros, María cree el mensaje divino. Ella “es feliz porque ha creído.” Oigamos al Papa en el numeral 19:
“Desde la cruz, es decir, desde el interior mismo del misterio de la redención, se extiende el radio de acción y se dilata la perspectiva de aquella bendición de fe. Se remonta ‘hasta el comienzo’ y como participación en el sacrificio de Cristo, nuevo Adán. En cierto sentido se convierte en el contrapeso de la desobediencia y de la incredulidad contenidas en el pecado de los primeros padres. Así enseñan los padres de la Iglesia y, de modo especial, San Ireneo, citado por la Constitución Lumen Gentium, ‘el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María: lo que ató Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe.” A la luz de esta comparación con Eva, los padres —como recuerda todavía el Concilio—llama a María ‘madre de los vivientes’ y afirman a menudo, ‘por Eva vino la muerte, por María la vida’."
Nosotros necesitamos la compañía de María para hacer por nuestros hermanos y hermanas lo que el Señor nos diga en cada momento; porque el Señor quiere “que se haga su voluntad así en la tierra como en el cielo” y no nuestros caprichos.
La Conferencia Episcopal de los Estados Unidos nos ha dicho que nosotros ejemplificamos y fomentamos valores esenciales para el servicio a la Iglesia y la sociedad. Uno de ellos es “una auténtica y firme devoción a María, Madre de Dios.” Y esto se desarrolla en un marco de catolicismo popular. En el transcurso de más de 500 años hemos aprendido a expresar la fe en oraciones y tradiciones que iniciaron, alentaron y desarrollaron los misioneros que sembraron las semillas del Evangelio en este continente.
Vivimos y hacemos nuestro ministerio en un mundo donde el Señor siempre está acompañado de su santísima Madre. Descubramos la presencia de María en un recorrido por nuestra historia hispana.
María del Pilar, año 40 d.C. La primera presencia de la Virgen en la historia hispana se remonta al tiempo apostólico, al 2 de enero del año 40, cuando el Apóstol Santiago evangelizaba España, y después de haber evangelizado en Asturias, Galicia y Castilla, llegó a Aragón.
Allí junto al Ebro, cansado del trabajo apostólico, contempló a la Virgen que aún vivía “en carne mortal”, canta el pueblo, y que, dejándole el pilar que aún veneramos, le dijo: “Santiago, hijo mío, este es el lugar señalado y destinado a mi honra, en el cual por tu industria quiero que en mi memoria sea edificada mi iglesia; mira este pilar donde estoy sentada, porque mi Hijo y Maestro tuyo le ha enviado del cielo por mano de los ángeles; cerca de él asentará el altar de la capilla; en él señaladamente obrará la virtud del Altísimo señales maravillosas por mis ruegos y reverencia, especialmente aquellos que en sus necesidades demandaran favor. Estará el pilar en este lugar hasta el fin del mundo, y nunca faltará en esta ciudad quien honre el nombre de Jesucristo, mi Hijo.”
Los siglos han pasado con las destrucciones y construcciones de las generaciones, pero allí el pueblo aún nos muestra el pilar como signo de su amor a María en el peregrinar de los siglos. Los besos de sus devotos han abierto en el jaspe del Pilar un surco profundo, prueba del amor.
María de Covadonga, siglo VII. Durante la lucha de moros y cristianos, por el siglo VII, descubrieron algunos soldados cristianos en las montañas del norte de España, donde se escondían, una cueva donde un ermitaño hacía oración y tenía una tosca imagen de María. Este ermitaño pronosticó el triunfo de don Pelayo en su lucha contra los moros. Allí comenzó este lugar de devoción mariana que no ha dejado de contemplar continuas peregrinaciones.
María de Monserrate o Montserrat, siglo VIII. Se veneraba en Cataluña una imagen de María que el pueblo llamaba “la Jerosolimitana”, por suponerla procedente de Jerusalén, enviada desde allá en tiempos del apóstol San Pedro. Al acercarse la invasión de los árabes, para evitar que fuera destruida, el obispo y autoridades, con el pueblo, la escondieron en el año 717 en las agrestes rocas del monte “aserrado” que llamamos Montserrat. En el año 880 unos pastorcitos que apacentaban sus rebaños la descubrieron. Los siglos han pasado, pero allí, lugar difícil de subir, a 1236 metros sobre el nivel del mar, se contempla un constante peregrinar que sin cesar eleva el Ave María.
María de la Merced, año 1218. En el siglo XIII el ataque de los mahometanos contra los cristianos se sufría en diversas partes y especialmente en España. El ser cristiano era causa de caer en esclavitud y sufrir el rigor del enemigo. Pedro Nolasco, soldado cristiano de gran corazón y elevados sentimientos (posteriormente canonizado), era consciente del sufrimiento de sus hermanos. La Virgen se le apareció en la noche del 1 de agosto de 1218 y le dijo: “Hijo mío, Pedro, he oído tus súplicas y gemidos y he recogido tus lágrimas. Soy María, la madre de Jesucristo, que derramó su sangre y padeció cruelmente para salvar y redimir a los hombres. Escucha atentamente y considera que mi Hijo me envía para notificarte su firme y amorosa voluntad. Quiere que en mi nombre y para gloria mía, fundes una orden religiosa con el título de la Merced, o la Misericordia, cuyos miembros hagan profesión de rescatar a los cautivos cristianos y visitarlos.”
María del Carmen, año 1251. Al llegar los cruzados a Palestina encontraron a los ermitaños que oraban y hacían penitencia en el monte Carmelo y decían ser descendiente de una familia religiosa que provenía del profeta Elías. Los cruzados los trajeron a Francia y a Inglaterra, de donde surgió San Simón Stock, quien fuera general de la orden y quien recibiría el escapulario de la Virgen el 16 de julio de 1251. La orden también se extendió por Europa y así llegó a España.
María del Rosario. Santo Domingo de Guzmán luchaba por derramar la luz sobre la oscuridad de la herejía albigense (que entre otras cosas rechazaba la divinidad de Cristo y gran parte de los sacramentos de la Iglesia). La Virgen le enseña a meditar los misterios, gozosos, dolorosos y gloriosos del santo Rosario, y así nace esta devoción. San Pío V instituye la festividad de Nuestra Señora del Rosario en 1571. Cuando el peregrinar católico de España llega a América, trae varias devociones marianas que existían en la madre patria.
Perú considera desde 1615 a la Virgen bajo el título de la Merced como patrona perpetua de los campos de Perú, declarada así entonces por las autoridades de la colonia.
En Chile, el ejército republicano decidió en 1817 nombrar a la Virgen con el título “del Carmen”, la devoción más popular en el país, y así llegó a ser llamada “Generala de las Fuerzas Libertadoras”, erigiéndosele un santuario nacional en Maipú, lugar próximo a Santiago, donde Chile conquistó su libertad.
En Guatemala los evangelizadores dominicos compartieron con el pueblo la devoción común de la orden del rezo del santo rosario. Según las crónicas del siglo XVI, “el padre Rope de Montoya mandó tallar en 1592 una imagen de Santa María del Rosario que fuese dulce y celestial.” En 1651 se le proclamó como Abogada y Celestial Protectora. Los patriotas la escogieron por patrona en 1821 y fue coronada canónicamente el 28 de enero de 1934.
En los siglos XVI y XVII fueron apareciendo en nuestros pueblos de América las distintas devociones, que son como encarnaciones de la piedad mariana que invitan a María a caminar con ellos.
Altagracia, 1514. Comienza en la villa de Higuey, República Dominicana, la devoción a María bajo el título de Altagracia, hoy Patrona nacional. Esta devoción comenzó con el venerado cuadro que trajeron de la península ibérica los hermanos Alonso y Antonio Trejo. Así surge el primer foco de culto mariano en América. “El templo de Nuestra Señora de Higuey en esta isla es el primer santuario que erigieron los católicos en su tierra… Viene a ser el primer santuario de las Indias” afirma el arzobispo Cueba y Maldonado en 1664.
Guadalupe, 1531. En México tenemos la primera aparición de la Virgen María en América. En diciembre de 1531, Juan Diego (hoy canonizado), un indígena humilde, sencillo, pobre, de costumbres inocentes y de profunda devoción, casi a diario caminaba varios kilómetros, desde muy temprano levantado, para asistir a la Eucaristía. Aquel día, al rayar la aurora, llegó al pie de un pequeño cerro llamado Tepeyac y en la cima se le apareció la Virgen. Aunque bien lo conocemos, nos conviene recordar las palabras de María a Juan Diego: “Sábete, hijo mío muy amado, que yo soy la siempre Virgen María, Madre de Dios verdadero, Señor del cielo y de la tierra.”
Nosotros sabemos que Juan Diego insiste para que el mensaje de la Virgen fuese aceptado por el obispo fray Juan de Zumárraga. La Virgen deja milagrosamente estampado su retrato en la tilma de Juan Diego y a través de él nos hace llegar ese regalo, quedando la figura del indio grabada en la pupila de nuestra Madre del cielo. Ella abre los caminos de la evangelización en América viniendo a caminar con nosotros.
Artículo basado en un discurso pronunciado en 1988 por Mons. Agustín Aleido Román, ex Obispo Emérito de Miami y fundador de la Ermita de la Caridad en esa ciudad, fallecido en abril de 2012. La segunda parte de este artículo aparecerá en la edición de noviembre de La Palabra Entre Nosotros.
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