La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Febrero 2012 Edición

La transformación de una parroquia católica

Por Laura López

La transformación de una parroquia católica: Por Laura López

En los dos artículos que presen­tamos a continuación nuestros lectores encontrarán un inte­resante testimonio de una persona que, debido a la falta de sacerdotes, fue comisionada por su Obispo dioce­sano para administrar una parroquia en California.

Ella, siendo esposa y madre de varios hijos y viéndose ante semejante desafío, puso todo su ser, su tiempo, su vitalidad, su creatividad y sus talentos al servicio del Señor.

Cuando Laura se hizo cargo de la parroquia, se dio cuenta de primera mano de una realidad que lamenta­blemente se observa en casi todo el catolicismo: la escasa participación de los fieles, la falta de entusiasmo por las actividades religiosas, la falta de catequistas, la insuficiente contri­bución en la colecta dominical, la falta de sentido comunitario y de espíritu de evangelización y el escaso conoci­miento de la doctrina católica entre el pueblo, sin mencionar los grandes números de “católicos” que viven ale­jados de la Iglesia y privados de las gracias sacramentales.

Luego de prepararse debida­mente, Laura puso manos a la obra para analizar la situación y planificar su estrategia. El resultado obtenido, nada más que en pocos años, ha sido realmente sorprendente y se ve en él la bendición del Señor. Bien puede decirse que el trabajo realizado es un ejemplo que muchas parroquias, por no decir todas, deberían imitar.

Una parroquia que pasa a ser un centro dinámico de fe, espiritualidad y servicio

En julio de 1998 me inicié como Coordinadora del Ministerio Hispano en la Parroquia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en la ciudad de Indio, California. Antes de aceptar esta enorme responsabilidad consulté con mi familia y pasé por un serio proceso de discernimiento espiritual, ya que, al iniciar esta jornada, deseaba estar segura de que podía cumplir con la misión que Dios me encomendaba. La verdad, no fue así; la primera semana me sentía perdida y sin saber por dónde empe­zar. Pero no pasaría mucho tiempo para que llegara la luz que me guiaría a cumplir con esta misión.

El párroco, padre Rafael Partida, acudió a la oficina a darme la bien­venida dejando sobre mi escritorio un pequeño libro, de apariencia poco atractiva, titulado “Catechesi traden­dae”, y se marchó diciendo: “Lee esto y compártelo con las catequistas.”

El comienzo de la travesía. Empecé a leerlo e inmediatamente me di cuenta de que su contenido era mucho más interesante que la portada, pues allí se desarrolla clara­mente el concepto de la catequesis y la destaca como una labor de evange­lización en el contexto de la misión de la Iglesia. Además, en el capítulo VII, “Cómo dar la catequesis” (n. 51), un párrafo captó mi atención porque dice: “la edad y el desarrollo intelectual de los cristianos, su grado de madurez eclesial y espiritual y muchas otras cir­cunstancias personales postulan que la catequesis adopte métodos muy diversos para alcanzar su .nalidad especí.ca: la educación en la fe.”

La reflexión en esta exhortación apostólica sobre la catequesis en nuestro tiempo escrita por Juan Pablo II y los diálogos que esto produjo con el párroco sobre la variedad de formas que pudieran adoptarse, fue el inicio de una completa reorganización de la catequesis en nuestra parroquia. Consideramos, además de la edad, la madurez y el desarrollo intelectual de los fieles, las circunstancias particu­lares que nuestra comunidad vivía y la gran necesidad de ofrecer una for­mación en la fe dirigida a todos los adultos, jóvenes y niños. Era inconce­bible que continuásemos ofreciendo únicamente una preparación sacra­mental para 250 niños, sin considerar también la formación de la fe de los adultos, aparte de que nuestra comu­nidad cuenta con más de 49.000 mil fieles. Era inconcebible que continuásemos aceptando las frases que por años se venían repitiendo: “Se cerraron las inscripciones por­que no hay lugar, no hay suficientes salones para las clases, no hay pre­supuesto para educación religiosa, la comunidad es muy pobre y no puede pagar ni la cuota mínima para com­prar los textos, no hay catequistas, no se establecen más ministerios porque la gente no quiere comprometerse, los adultos no acuden a las ‘clases’ de educación religiosa porque están muy ocupados trabajando, a la comunidad no le interesa participar, solo quieren recibir”, entre otras.

Apenas unas semanas atrás yo misma había sido parte de esa comu­nidad de fieles; ahora pensé que no debía seguir aceptando esto como la verdad y consideré de vital importan­cia adoptar métodos diversos para alcanzar la finalidad que nos pro­poníamos, ya que precisamente esa variedad en los métodos es un signo de vida y una riqueza para la Iglesia. Aquellas frases se grabaron en mi mente y en mi corazón y me sirvieron de guía maestra para el desarrollo de mi misión.

La planificación de la transfor­mación. Dos meses de planeación y diálogo con la comunidad y sus líderes dieron como fruto una nueva visión: había que hacer un cambio de 180 grados en el programa catequé­tico. Con gran entusiasmo le presenté el plan al párroco diciéndole: “Estoy convencida de que Dios quiere que en esta parroquia se haga una renovación en y a través de la catequesis.”

Después de revisar el programa cuidadosamente, el padre Partida lo aprobó, no sin antes decirme con una sonrisa en el rostro pero en tono desa­fiante: “Cuando realmente hagamos lo que Dios quiere, se nos va a com­plicar la vida, porque la gente acudirá a la Iglesia en grandes cantidades.”

El párroco lo predijo y así sucedió. A la vuelta de un año, como dice el Evangelio, echamos la red y la reco­gimos a punto de reventarse, por la gran cantidad de personas que quisie­ron participar (v. Juan 21,6).

Los pasos del proceso. El primer paso fue precisar qué buscar y esta­blecer dónde buscar. Al ponerme en la realidad de las personas que inte­graban la comunidad, me pregunté: ¿Qué es lo que atraería a la Iglesia a una persona como yo? Esposa, madre de tres hijos pequeños, empleada de tiempo completo en una joyería, con el estrés diario de una vida familiar muy activa: prácticas de deportes de los niños, tareas, visitas al doctor, las compras de la semana, gastos y pagos de la casa, tarjetas de crédito; ade­más de la presión de buscar siempre un balance entre la vida que ofrece la sociedad y la fe que me sostiene al asistir a Misa los Domingos.

Luego pensé: “Lo que a mí me atraería sería que la parroquia me ofreciera ideas sobre: cómo tener una mejor relación con mi esposo, con mis hijos, con Dios y con­migo misma; cómo mantener vivos los valores cristianos en mi familia; cómo hacer que me rinda el dinero al grado que lo pueda compartir con los más necesitados; cómo participar en acciones de justicia social en la comunidad para contribuir a la cons­trucción de un mundo mejor y cómo pasar de ser una “creyente de banca” a ser discípula de Cristo. En resu­men: cómo puedo poner en práctica y unir lo que escucho los domingos en Misa con lo que vivo diariamente.

Un cambio de enfoque. Concluí que lo que buscaba era poner la fe en consonancia con la vida cotidiana. Esto significaba que la catequesis ahora debía estar enfocada en los adultos, sin dejar de dar la bienvenida a los niños y jóvenes.

Fue aquí como me di a la tarea de precisar y dedicar energía a los recursos. Utilizando mi formación en educación, inicié un proceso de pla­neación y organización. Después de varias consultas, se decidió utilizar cuatro fuentes básicas en el proceso de formación de los adultos:

• Los talleres de LECI (Los espacios y la comunicación interpersonal), que consisten en una serie de diez sesiones de formación y práctica de aptitudes de comunicación creadas por el Padre Raymundo Roy.

• El contenido temático del libro Rito de Iniciación Cristiana para Adultos (RICA), de Brown Roa, y el proceso de catequesis o mistagogia, es decir, la explicación de cómo la Palabra de Dios impacta nuestra vida y cómo nos ayuda a vivir mejor y hacer actos de justicia.

. El diseño e implementación de un curso de cinco sesiones titu­lado “Llamados a ser discípulos” basado en la Carta Pastoral sobre la Corresponsabilidad, publicada por los Obispos de los Estados Unidos.

• La decisión de que esta nueva visión del programa catequético debía estar cimentada en la espiri­tualidad cristiana. Los fieles debían crecer en una íntima relación per­sonal con Cristo, a través de las diversas prácticas que nos ofrece la Santa Iglesia Católica. Para reali­zar esto, me apoyé en las vivencias que por más de 12 años había reci­bido a través de un proceso de dirección espiritual con el padre John Connor, C.S.C. También se incluyó, como recurso para los participantes, la lectura diaria de las meditaciones de la revista La Palabra Entre Nosotros.

Uno de los aspectos que fueron de vital importancia en la planeación, organización e implementación de estas cuatro fuentes fue la asesoría de la Hermana Alicia Molina RSHM, directora de la Oficina Diocesana para los Ministerios Catequéticos, que me proporcionó la visión y las guías de la Diócesis de San Bernardino, en las que se habla pre­cisamente de “impactar a la familia, el vecindario y la sociedad con el Evangelio, para que las vidas de las personas se llenen de esperanza.” Esa Oficina me proveyó los documentos titulados Directorio General para la Catequesis y Sentíamos Arder Nuestro Corazón, que hablan de la formación en la fe de los adultos, así como el apoyo necesario para poner en prác­tica la combinación de las cuatro fuentes básicas en el proceso de for­mación de los adultos (comunicación interpersonal, el proceso de RICA, corresponsabilidad y espiritualidad), recursos que, en nuestra parroquia, lograron volcar en menos de un año a toda una comunidad entusiasta, viva y con grandes deseos de ser trasfor­mada y de llevar la transformación a otros.

Cómo interesar a los servidores. Algo muy claro permanecía en mi entendimiento, y era que, para reci­bir había que dar primero. No podía esperar que los catequistas, que en aquel momento eran sólo seis, o los servidores de otros ministerios apo­yaran la nueva visión catequética, sin que antes se estableciera una funda­ción sólida de lo que eso significaba. Ellos debían conocer la visión, explo­rarla, participar en ella y vivir los beneficios. Por tal motivo, y de nuevo con el apoyo del párroco, se hizo una invitación de agradecimiento por su generosidad, abierta a todos los ser­vidores y se les motivó para que trajeran a su esposo, esposa, hijos, tíos, a todos los familiares que desea­ran. Asimismo, se les informó que ahí se daría una orientación acerca de una nueva visión catequética que prometía llenar de esperanza los corazones de los fieles de nuestra parroquia.

Así fue como se inició una intensa jornada de aproximadamente diez meses de formación para todos los líderes parroquiales. El resultado fue que en el Domingo Catequético del siguiente año, nuestro párroco enco­mendó la misión de evangelizar a 67 catequistas, entre ellos varias pare­jas de esposos, y un buen número de jóvenes adultos llenos de entusiasmo y energía. Una vez que los líderes, organizados en diferentes equipos de trabajo, experimentaron el bene­ficio de una “formación para todos”, fueron ellos los primeros en dar tes­timonio y animar a los demás adultos de la comunidad a participar en la formación. A dos años de haber ini­ciado este proceso ya existían nueve centros de catequesis distribuidos en diferentes áreas de la ciudad, en donde se ofrecía catequesis de lunes a sábado en tres distintos horarios, donde eran bienvenidos alrededor de 850 adultos por semana, sin incluir los niños y jóvenes, que también eran catequizados en sus respectivos grupos con el apoyo de programas bilingües de la Editorial Sadlier para los niños y una adaptación del pro­grama Life-Teen para los adolescentes.

Se invitó a toda persona que deseara mejorar su relación con Dios, con su familia, en su trabajo y en la comunidad. Así fue que acudían personas que recibían regu­larmente los sacramentos, y también aquellas que tenían algún impedi­mento para recibirlos; todos eran bienvenidos. Ese mismo año se ini­ció el ministerio para los jóvenes, con la participación de 24 líderes juveniles y se contrató un coordi­nador para el ministerio juvenil, el cual atendía a más 150 jóvenes cada semana. Después del segundo año, pudimos notar un incremento con­siderable en la participación de los fieles en la vida sacramental; más responsabilidad de las familias en la formación continua; un alto nivel de compromiso de los adultos en el proceso de evangelización, así como un incremento en el compartir su tiempo, talento y dinero. Pasamos de tener 6 ministerios a ofrecer un total de 24 diferentes servicios en la comunidad parroquial, lo cual se reflejaba en una vida eclesial más armoniosa y organizada.

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