La sinfonía de Dios
El Señor es un Dios de orden, armonía y paz
Por: Luis E. Quezada
"El concierto fue espectacular…” comentó uno de los espectadores al salir del magnífico auditorio donde la gran orquesta sinfónica acababa de deleitar a los presentes con un concierto de música clásica y contemporánea. “Una de las cosas que más me gustaron —dijo otra asistente— fue el sonido del arpa. Es tan melodioso e inspirador.”
Comentarios como estos son comunes cuando los aficionados a la buena música escuchan extasiados los movimientos y los acordes, los crescendos y diminuendos de una sinfonía que llenan el salón de conciertos para delicia de los oyentes. Es que la música es una de las bellas artes que hermosean los entornos humanos en compañía de la pintura, la literatura, el teatro, la danza y otras formas de expresión artística.
Es interesante pensar que, en realidad, sería imposible escuchar una hermosa sinfonía, o cualquier tipo de música orquestada si no fuera por la participación coordinada de todos los instrumentos a su debido tiempo y por la fiel interpretación de las notaciones musicales. Naturalmente, todo esto tampoco es posible ni conveniente sin la participación del director. Toda buena orquesta necesita un director hábil y competente para que sus presentaciones resulten exitosas, agradables y dignas de alabanza.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con Cristo o la vida espiritual? Mucho, como veremos a continuación, pues hablaremos del Cuerpo de Cristo, del Templo de Dios y de las piedras vivas.
El cuerpo humano y la orquesta. Dice San Pablo que todos los creyentes en Cristo formamos parte del Cuerpo místico del Señor y, como tales todos somos amados, perdonados y redimidos por Cristo, especialmente si llevamos una vida de fe, devoción y buenas obras. Y, al explicar la diversidad de dones que Dios reparte a sus criaturas, dice el apóstol que “hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común” (1 Corintios 12, 4-7).
Y añade: “Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo. Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo –judíos y griegos, esclavos y hombres libres– y todos hemos bebido de un mismo Espíritu” (v. 12-13).
Como veíamos en la introducción, para que el concierto musical resultara armonioso, agradable e inspirador, era necesario que toda la orquesta, incluido el director, fuera recorriendo la partitura musical al mismo tiempo y en forma muy sincronizada, de manera que los sonidos de los diferentes instrumentos fueran los correctos y en los momentos señalados por el compositor. Es obvio que la orquesta está formada por muchos instrumentos diferentes, pero cada uno tiene su parte necesaria, útil y de hecho indispensable en la sinfonía.
Y para adaptar la analogía del cuerpo que propone San Pablo, si el violín dijera como no soy piano, no soy de la orquesta, y si el oboe dijera como no soy trompeta, no soy de la orquesta, no por eso dejarían de ser partes de la orquesta, puesto que esta estaría incompleta sin dichos instrumentos y la sinfonía no resultaría ni afinada ni armoniosa.
El arpa. Fijémonos ahora en uno de los instrumentos no siempre bien conocidos o apreciados de la orquesta. El arpa (a veces escrito con h) es un instrumento de cuerda pulsada formado por un gran marco resonante y una serie de muchas cuerdas tensadas entre la sección inferior y la superior. Las cuerdas más largas son más gruesas y dan sonidos graves; las más cortas son más finas y dan sonidos agudos, todos ellos bellísimos.
Lo interesante en nuestra comparación de la música y la vida espiritual es que cada cuerda del arpa da el sonido particular que se quiere en una pieza musical. Pero las cuerdas no hacen toda el arpa. Se requiere también la caja de resonancia que está formada por el marco en la parte que se apoya en el hombro del arpista. De modo que tanto las cuerdas como la caja de resonancia, e incluso el pedestal que sostiene ambas cosas, son indispensables para que el instrumento esté completo y produzca el sonido armonioso que se desea.
Así pues, si una de las cuerdas cortas y finas dijera, yo no soy una cuerda larga y gruesa, por lo tanto no soy del arpa; o si la caja de resonancia dijera, como no soy cuerda, no soy del arpa, no por eso dejarían de formar parte del instrumento. Todas las cuerdas, la caja de resonancia y el pedestal son indispensables para que el arpa sea un instrumento completo y se pueda tocar.
Esto ilustra, una vez más, la especial singularidad de cada persona que forma parte del Cuerpo de Cristo. Todos nosotros, con nuestras particularidades personales, nuestros rasgos individuales, nuestros dones y capacidades, somos no solo partes indispensables del Cuerpo de Cristo, sino valiosísimos a los ojos del Señor, pues por todos murió Cristo, para que todos lleguemos un día a formar parte de la sinfonía celestial que deleitará a los ángeles por la hermosura y armonía con que podremos expresar nuestra personal identidad en el cielo.
Piedras vivas. Esto trae a la mente lo que dijo San Pedro en su primera carta: “Al acercarse a él, la piedra viva, rechazada por los hombres pero elegida y preciosa a los ojos de Dios, también ustedes, a manera de piedras vivas, son edificados como una casa espiritual, para ejercer un sacerdocio santo y ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo” (1 Pedro 2, 4-5).
¡Somos piedras vivas! Y estamos edificados en el Templo del Señor como “raza elegida, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que [nos] llamó de las tinieblas a su admirable luz” (1 Pedro 2, 9).
Conviene meditar en esto cuando, domingo a domingo, nos acercamos al altar del Señor para recibir la Santa Comunión. Sí, somos piedras vivas, aunque a veces nos pareciera tener el corazón frío o endurecido; somos una nación santa, aunque no pocas veces nos damos cuenta de que hemos cometido errores o maldades; somos un pueblo adquirido a gran precio, pero en ocasiones pensamos que nosotros somos nuestros propios dueños. Y muchas veces no tenemos el aspecto de bloques vivos que le sirvan al Señor para edificar su templo.
¿Qué diferencia hay entre una pila de ladrillos o bloques de concreto y un muro correcta y artísticamente construido? Probablemente, los ladrillos o bloques son los mismos; pero los que están edificados en el muro, firmemente ajustados unos contra otros y adheridos con argamasa o cemento, no se pueden quitar. Pero los que están apilados en un montón sin forma están expuestos a que cualquiera que pase pueda llevarse uno o varios sin dificultad.
¿Qué significa esto para el Cuerpo de Cristo? Que nosotros, los fieles, las piedras vivas del Templo de Dios, tenemos que estar edificados en los muros del templo y adheridos con el cemento del amor, el perdón y la paz. Si estamos así firmemente fusionados unos con otros, nadie podrá sacarnos del templo ni robarnos a voluntad.
Como seres vivos, somos nosotros mismos los que hemos de decidir si nos vamos a insertar como bloques de construcción vivos y conscientes en el Templo del Señor, o si nos vamos a quedar al margen, nada más que formando un montón de piedras y bloques sin forma ni destino alguno y expuestos a que cualquiera que pase, nos convenza de otras creencias (v. Efesios 4, 14) y nos lleve a descarriar por la pendiente que desemboca en el abismo de la perdición.
La felicidad reina en el cielo. Recordemos que San Pablo dice que “nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo imaginarse” aquello que Dios ha preparado en el cielo para los que lo aman (1 Corintios 2, 9). Esto es, naturalmente, cierto; nadie puede imaginarse aquello de lo cual nunca ha tenido experiencia alguna. Pero, hay ciertos santos a quienes el Señor les ha permitido vislumbrar algo de lo que ocurre en el cielo, como por ejemplo Santa Faustina, apóstol de la Divina Misericordia, que en su diario escribió:
“Hoy fui al cielo, en el espíritu, y vi sus inconcebibles bellezas y la felicidad que nos espera después de la muerte. Vi cómo las criaturas dan sin cesar alabanza y gloria a Dios. Vi cuán grande es la felicidad en Dios, que se difunde a todas sus criaturas, haciéndolas felices; y así toda la gloria y la alabanza que brota de su felicidad vuelven a su fuente; y entran en las profundidades de Dios, contemplando la vida interior de Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, a quien nunca podrán comprender o abarcar. Esta fuente de la felicidad es inmutable en su esencia, pero siempre es nueva, brotando felicidad para todas las criaturas” (es.aleteia.org).
Ya sea que pensemos en una gran sinfonía, en un instrumento musical o en una basílica de belleza arquitectónica, todas estas características de la vida humana pueden llevarnos a pensar en la importancia de mantener la unidad, la armonía, la paz y el orden en la familia y en la sociedad, pues todo esto no es más que un preludio de aquello que un glorioso día llegaremos a experimentar cuando, si nos mantenemos firmes en la fe y el amor, el Señor nos llame a su presencia.
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