La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Noviembre de 2018 Edición

La sencillez del intercambio divino

El encuentro con el Señor en la oración

La sencillez del intercambio divino: El encuentro con el Señor en la oración

Acérquense a Dios y él se acercará a ustedes. (Santiago 4,8)

¡Qué fantástica promesa! Esta frase de la Escritura encierra uno de los principios más importantes de la vida espiritual, pues nos dice que aquel que procure acercarse al Señor recibirá la recompensa. Nos dice que Dios no está en el cielo únicamente esperando a que finalmente lleguemos junto a su trono; no, él está siempre tendiéndonos la mano, siempre invitándonos a acercarnos a su lado para colmarnos de su amor y su gracia. En efecto, cuando acudimos a él en la oración y la adoración su presencia tiene un efecto poderoso en nosotros.

Ahora deseamos presentar tres vías prácticas para acercarnos más a Dios. En este artículo hablaremos de la oración, en el siguiente de la Sagrada Escritura y en el tercero de la santa Misa. En cada caso, analizaremos lo que podemos hacer nosotros para intensificar nuestra comunión con Dios, y veremos algo de lo que el Todopoderoso hace en la vida de los fieles cuando nos acercamos a él.

Con frecuencia se dice que la oración ha de ser un diálogo con Dios: una conversación en ambos sentidos. Por supuesto, tal afirmación tiene mucho de verdad, pero es preciso entender que la oración es mucho más que una mera conversación: Es también un intercambio divino entre Dios y sus hijos. Los fieles nos acercamos al Señor ofreciéndole adoración, expresándole amor y presentándole nuestras necesidades. Por su parte, Dios nos prodiga su misericordia, su gracia, su sabiduría y su alegría. Él recibe lo que le ofrecemos, lo llena de su propia vida divina y nos lo devuelve de una manera que produce cambios en el corazón y la mente de cada creyente.

¿En qué otra fuente podemos encontrar este divino intercambio con más fuerza que en el Padre Nuestro? Veamos, pues, qué podemos aprender de esta magnífica oración que nos enseñó el propio Señor.

El intercambio divino, primera parte. Muchos estudiosos consideran que la oración del Padre Nuestro es la esencia y el corazón mismo del Sermón de la Montaña pronunciado por Jesús. Todo lo que hubo antes de esa oración conduce a ella, y todo lo que viene después brota de ella (Mateo 5 a 7). Esta es la razón por la cual innumerables santos nos han enseñado que el Padre Nuestro es la oración más perfecta que jamás se podrá pronunciar.

En la primera parte del Padre Nuestro rendimos adoración a Dios y profesamos el deseo de seguirlo de todo corazón. Cuando rezamos con las palabras “Santificado sea tu nombre”, esa es nuestra manera de decirle a Dios: “Padre, tú eres santo. Te amo, te adoro y quiero darte gloria toda mi vida.” Rezando de esta manera, le ofrendamos a Dios nuestra sincera alabanza y adoración.

No hay nadie que no desee ir al cielo; y esperamos anhelantes a que llegue el día en que el amor y la paz reinen en la vida de todos y se nos enjuguen todas las lágrimas. Cuando oramos “Venga tu reino”, le estamos presentando a nuestro Padre este profundo anhelo del corazón humano, aunque tengamos cierto temor a la muerte. Es como si le dijéramos: “Señor, yo sé que este mundo es bueno y admiro la maravilla de tu creación. Pero, lo que más deseo es llegar a estar a tu lado, Padre mío. Mi anhelo más sentido es vivir en un mundo donde no haya sufrimiento ni muerte.” Rezando de esta manera, le ofrecemos a Dios toda nuestra vida.

Cuando oramos “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”, le expresamos a Dios la esperanza de que este mundo se asemeje cada vez más al Reino de los cielos. Es nuestra manera de decirle a Dios Padre que queremos tratar a todos nuestros semejantes con el mismo amor, misericordia y paciencia con que él nos trata a nosotros. Es cierto que no podemos cambiar el mundo entero, pero sí podemos tratar de mejorar el rincón en el que vivimos. Rezando de esta manera, le ofrecemos a Dios nuestro trabajo.

El intercambio divino, segunda parte. Al principio del Padre Nuestro le decimos a Dios que queremos entregarnos en sus manos en forma total y sin reservas; luego, le pedimos que nos conceda aquello que necesitamos para dedicarnos a trabajar de modo que venga su Reino y se haga su voluntad. Es nuestra oportunidad para implorarle que se haga presente en este intercambio divino y dado que la vida en el Reino de Dios consiste en amarnos los unos a los otros como él nos ama, esta es nuestra manera de pedirle a nuestro Padre que nos ayude a mejorar nuestras amistades y relaciones personales.

Cuando rezamos diciendo “Danos hoy nuestro pan de cada día”, estamos reconociendo que necesitamos la nutrición y la fortaleza que Dios nos provee tanto en la Sagrada Eucaristía como en la vida cotidiana. Su “pan” nos ayuda a mantener la paz en los días malos y buenos; su presencia en nuestra alma nos habilita a tratar a los demás con amabilidad y comprensión. De esta manera, cuando Jesús nos enseñó que le pidiéramos pan al Padre, nos estaba prometiendo que nos daría el alimento que necesitamos para la vida cotidiana.

El verdadero sentido de la vida se expresa en nuestras relaciones personales: la comunión con Dios y la amistad con los demás, y por experiencia sabemos que a veces es sumamente fácil hacer o decir cosas que son ofensivas o hirientes para otros. Por eso, cuando rezamos diciendo “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, esa es nuestra forma de admitir que hemos agraviado a otras personas. Es también nuestra manera de pedir la gracia de perdonar a quienes nos han herido a nosotros. No hay nada más hermoso que hacer realidad la unidad entre todos y no hay nada más inspirador que ver que aquellas relaciones que estaban interrumpidas se reconcilian. Por eso, lo maravilloso es que cuando el Señor nos propone hacer esta oración, nos promete al mismo tiempo que sanará y restaurará nuestras amistades y relaciones.

No obstante, la tentación está siempre presente y tratando incansablemente de separarnos de Dios y de nuestros semejantes. Cuando le suplicamos a nuestro Padre diciéndole “No nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal”, le estamos implorando que nos conceda la gracia y la fortaleza de rechazar las tentaciones y no ceder a ellas. Además, estamos conscientes de que guardar resentimientos, negarnos a perdonar y buscar venganza es perjudicial para nuestras relaciones. Es cierto que no siempre sabemos si estos pensamientos negativos y divisorios provienen del diablo, que es el maligno y “el padre de la mentira” (Juan 8, 44) o de nosotros mismos; pero la buena noticia es que, cuando Jesús nos dice que pidamos su protección en la oración, él nos resguarda del mal.

Un gran tesoro. El Padre Nuestro es uno de los tesoros más valiosos que Jesús nos dejó. En él nos dice que Dios tiene el gran deseo de ayudarnos y nos enseña a depositar nuestra vida en sus manos amorosas. Siendo así, acatemos las palabras y pronunciemos esta plegaria con fe y amor. En primer lugar, rindamos honor y gloria al Señor y busquemos el Reino de Dios y, en segundo lugar, pidámosle a nuestro Padre que nos conceda la gracia de amar y perdonar a nuestros hermanos, tal como nosotros somos amados y perdonados.

Una de las razones por las cuales el Padre Nuestro se ha generalizado tanto es porque contiene todos los elementos esenciales de la oración auténtica. Es cierto que podemos utilizar otras oraciones más formales o estructuradas, como el rosario o la Liturgia de las Horas, y también que podemos rezar de un modo más espontáneo, tal vez en la adoración eucarística o entonando canciones de alabanza y adoración. Pero, sea como sea, podemos tener la certeza de que la oración sincera y persistente producirá un cambio en nosotros si nos ofrecemos al Señor como nos enseña el Padre Nuestro; que la oración nos cambiará porque estaremos viviendo el intercambio divino que se sintetiza de un modo tan maravilloso en esta hermosa plegaria.

La inquietud mental. Vivimos en un mundo saturado de medios de difusión. Las computadoras, los teléfonos inteligentes, los televisores y las tabletas están siempre encendidos y nos están constantemente inundando la mente con incontables imágenes y sonidos al punto de que nos sentimos saturados de un ruidoso barullo de expresiones, conceptos y opiniones día tras día. Como consecuencia, la mente tiende a saltar de un pensamiento a otro, de una idea o imagen a otra, en una constante marea de intranquilidad durante todo el día, y eso nos causa tal distracción que resulta casi imposible mantener la mente enfocada en algo concreto o útil. Por eso, cuando llega el momento de hacer oración, los pensamientos e imágenes que van y vienen nos impiden enfocar claramente la atención en el Señor y escuchar lo que él nos quiera decir; son un gran obstáculo para tranquilizarnos, reposar en la presencia de Dios y percibir su amor y su paz.

¿Qué podemos hacer al respecto? En el recuadro de la página 23 ofrecemos un sencillo método para calmar la mente inquieta al hacer oración y entrar en la paz de la presencia del Señor. Hermano, usa este método cada día durante esta semana y ve si te resulta útil. Si al final de la semana te das cuenta de que te cuesta menos entrar en comunión con el Señor, habrás visto que su presencia tiene el poder de disipar las distracciones que te impiden calmar la mente.

Hermosa sencillez. Sea como sea que practiquemos la oración, encontramos en ella una atractiva simplicidad, la cual se resume en el intercambio divino. Es la inocencia del niño que acude a su padre o madre con amor y confianza; es la sencillez con que le ofrecemos a Dios nuestra vida y nuestra adoración, para luego recibir su amor y su gracia. Es la simplicidad de reposar en la presencia de Dios y llenarse de todo lo que necesitamos para hacer su voluntad… así en la tierra como en el cielo.

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