La Sagrada Eucaristía: Nutrición y vida del cristiano
En la santa Comunión recibimos el Pan del Cielo
El Libro del Génesis utiliza la fi gura de dos árboles plantados en el Jardín del Edén, con el fi n de comunicar una verdad esencial: Que el árbol de la vida contenía todos los tesoros del plan divino de Dios para el hombre, y que el árbol del conocimiento del bien y el mal enseñaba que los propios humanos podrían discernir el bien y el mal sin la ayuda de Dios.
Hoy los fi eles podemos encontrar el árbol de la vida cada vez que comemos y bebemos el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Santa Comunión. Estos valiosísimos regalos del cielo tienen el propósito de alimentarnos, renovar nuestras fuerzas y prepararnos para recibir la sabiduría de Dios. En esta oportunidad daremos una mirada a distintas imágenes bíblicas que nos ayudan a descubrir la presencia de Cristo Jesús en la Sagrada Eucaristía y disfrutar de su poder. Conviene tener presentes estas ideas cuando estemos en Misa, de manera que al recibir a Jesús en la Comunión podamos empezar a experimentar la gracia del Señor de una manera nueva y poderosa.
Hoy los fi eles podemos encontrar el árbol de la vida cada vez que comemos y bebemos el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Santa Comunión. Estos valiosísimos regalos del cielo tienen el propósito de alimentarnos, renovar nuestras fuerzas y prepararnos para recibir la sabiduría de Dios. En esta oportunidad daremos una mirada a distintas imágenes bíblicas que nos ayudan a descubrir la presencia de Cristo Jesús en la Sagrada Eucaristía y disfrutar de su poder. Conviene tener presentes estas ideas cuando estemos en Misa, de manera que al recibir a Jesús en la Comunión podamos empezar a experimentar la gracia del Señor de una manera nueva y poderosa. parajes tan desiertos y desolados, Dios les dio agua de una roca y maná del cielo.
Doce siglos después de este tortuoso viaje por el desierto, Jesús de Nazaret dio de comer a miles de personas teniendo solamente cinco panes y dos pescados (Juan 6,1- 15). San Juan señala de modo muy puntual que este milagro de la multiplicación de los panes sucedió justo antes de la fi esta de la Pascua judía (6,4), con lo que al parecer quería presentar este hecho milagroso como un augurio profético, una señal por la cual sus lectores (y nosotros) podrían hacer una conexión con el pasado y vislumbrar algo mucho más grande e importante. Juan vio que este milagro apuntaba hacia una nueva Pascua, basada en la liberación, no de una esclavitud física, sino de una esclavitud impuesta por el pecado y la muerte.
Los judíos contemporáneos de Jesús creían que, en una era venidera, se repetiría el milagro del maná y que lo realizaría el Mesías prometido, Aquel que reemplazaría a Moisés como nuevo redentor de Israel (Juan 6,14; Deuteronomio 18,15). Teniendo en cuenta esta creencia del pueblo, y ampliando sus esperanzas un poco más, Jesús les dijo que el maná del desierto solamente había podido nutrirlos físicamente y sostenerlos en su vida mortal, pero este Pan les traería la vida eterna (Juan 6,32-33).
El Pan del sacrificio. Jesús sabía que su sacrificio sería perfecto e inmaculado, como el cordero del sacrificio pascual. Cuando dio de comer a la multitud justo antes de la Pascua, con sus palabras &mdash“Yo soy ese pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan, vivirá para siempre” (Juan 6,51)&mdash quiso dirigir la atención de los fieles hacia la Última Cena, cuando dijo a los Doce: “Esto es mi cuerpo, entregado a muerte en favor de ustedes. Hagan esto en memoria de mí” (Lucas 22,19). En ambas ocasiones, Jesús estaba diciendo que Él era el Mesías y que Él mismo era el pan bajado del cielo, el alimento eterno de Dios que superaba con mucho el maná del desierto.
Todos los oyentes reconocían que se refería a la vida y al alimento espiritual, no a la comida física. Percibían que este maestro, que acababa de dar de comer a varios miles de personas, estaba ahora hablando de sí mismo como de un sacrificio vivo. El problema no era entender lo que decía; sino aceptar sus palabras y a Él mismo. La gente consideraba que estas verdades eran demasiado radicales para ser ciertas (Juan 6,52).
Muchos dejaron de seguirlo porque no creyeron lo que el Señor decía acerca de comer su carne y beber su sangre (Juan 6,66), pero Jesús instó a los apóstoles a confiar en Él y no alejarse. Pedro, tal vez sin saber si aceptar o no lo que decía el Señor, debe haber pensado algo como: “Y ahora ¿a dónde voy a ir? ¿Hay algún otro que tenga un mensaje tan verdadero y profundo que me llegue al corazón? ¿Hay otro que realice milagros tan grandes? ¿Quién más me puede ofrecer la vida eterna? ¡Nadie! Jesús tiene que ser el Santo de Dios.”
Vengan y vean. Cuando los apóstoles estaban con Jesús, lo vieron con sus propios ojos, escucharon su enseñanza con sus propios oídos y lo tocaron con sus propias manos (1 Juan 1,1-2). En efecto, los sentidos físicos son los canales por los que percibimos lo que sucede en el mundo; los sentidos nos transmiten los datos externos a nuestro ser, que luego procesamos en la mente, los guardamos en la memoria y los conservamos en el corazón.
En la Última Cena, cuando los apóstoles comieron y bebieron con Jesús, vieron que se abría una nueva dimensión que les permitía experimentar internamente y con un nuevo sentido aquello que antes habían presenciado cuando convivían con el Señor. Ahora comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre de Cristo con amor y fe veían que llegaban a una experiencia mucho más profunda que sólo ver, oír y tocar al Hijo de Dios; ahora llegaban a comprender bajo una nueva luz interior la Persona de Jesús y el signifi cado de su misión mesiánica.
¿A quién podemos ir? Desde el amanecer de la creación, Dios quiso tener una familia, hijos congregados a su lado para amarlos, nutrirlos y protegerlos. En la Última Cena este anhelo de Dios fi nalmente se hizo realidad. En cada Misa que celebramos, Jesús se hace presente de una manera vivifi - cante y nos invita a experimentar una transformación espiritual al comer su cuerpo y beber su sangre.
Querido hermano, cuando recibas a Jesús esta semana, trata de ser como Pedro. Tal vez tengas dudas; tal vez tengas cierta resistencia a entregarte a Cristo, pero al fi nal de cuentas, todos podemos repetir la declaración de fe que hizo el apóstol: “Señor, ¿a quién podemos ir? Tus palabras son palabras de vida eterna” (Juan 6,68-69). Confía, pues, que cuando comas el Pan de Vida, Jesús cumplirá su promesa y te resucitará en el último día (6,54).
Cada vez que recibamos la Sagrada Eucaristía, atesoremos este alimento espiritual del cielo con todo el corazón. Cerciorémonos de estar en gracia de Dios y recibamos con alegría y decisión todo lo que Jesús quiera decirnos y hacer en nuestro corazón. Acudamos a Jesús con sencillez y pureza de corazón y así descubriremos que el Señor nos hace remontar a la presencia de Dios y esto nos transforma. Así es como el exquisito y efi caz alimento celestial nos sacia y nos sana por completo.
Hagamos nuestra la oración que propone el Padre Gabriel de Santa María Magdalena en su libro “Intimidad Divina”, a fi n de estar bien preparados para recibir la Sagrada Comunión:
“Dejaré a un lado, Señor, las vanas y mezquinas excusas y me acercaré a la cena que me debe fortalecer interiormente. Que no me entretenga la soberbia; ni siquiera me detenga la curiosidad ilícita, alejándome de Ti; que no me impida el deleite carnal gustar el deleite espiritual. Me acercaré cual mendigo, porque me invitas Tú, Señor, que siendo rico te hiciste pobre por mí, a fi n de que tu pobreza enriqueciese mi pobreza. Me acercaré como débil, porque no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Me acercaré como lisiado y te diré: ‘Señor, dirige mis pasos por tus senderos.’ Me acercaré como ciego y te diré: ‘Ilumina mis ojos, para que no duerma jamás el sueño de la muerte (San Agustín)’.”
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