La presencia real de Jesucristo
La Eucaristía: El don que comunica la vida
En el Evangelio de San Juan vemos que la Sagrada Eucaristía (Juan 6, 53-34) es el don más sublime que Dios haya concedido al ser humano, ya que cuantos lo recibimos con fe y amor podemos llenarnos de Aquel que nuestra alma anhela: Jesucristo, nuestro Señor.
En la Sagrada Escritura encontramos varias ideas y principios que nos pueden llevar a entender mejor el valor y el significado del don del Cuerpo y la Sangre de Cristo, y también lo podemos hacer contemplando a Jesús a través de la gracia de la revelación que recibimos en la Santa Misa.
Jesús nos atrae. Así como el Altísimo quiere alimentarnos con su sabiduría y su gracia, también ha deseado, desde los albores de la creación, revelarse a sus hijos a fin de iluminar nuestra mente y comunicarnos su poder.
Ciertos pasajes de la Escritura demuestran lo mucho que Dios nos ama, y nos permiten ver que el Señor está constantemente trabajando en nuestro favor, inspirándonos pensamientos de amor, esperanza y fe. En efecto, no pasa un día que Dios no esté actuando para favorecernos en algo.
Hacia el final de su ministerio, Jesús dijo a sus discípulos: “Pero cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo” (Juan 12, 32). En un sentido, esta promesa se cumple cada vez que recibimos la Sagrada Eucaristía. Cuando comemos el Pan de Vida, Dios Padre nos lleva junto a su Hijo, abre nuestros ojos espirituales y nos concede su gracia.
Dios está dispuesto a hacer todo lo que sea necesario para recibirnos en su presencia, incluso nos “carga” en sus brazos cuando nos sentimos demasiado débiles o dolidos para caminar por nuestros propios medios. ¡Así tanto es lo mucho que nos ama el Señor! Y ¿cómo nos atrae Jesús a su lado? Comunicándonos su amor incondicional, su misericordia infinita y su sabiduría celestial.
El momento de la revelación. Por el camino de Emaús, Jesús se unió a los dos discípulos que iban dialogando, pero lo hizo en forma velada, y no fue sino hasta que partieron el pan juntos que él se dio a conocer (Lucas 24, 30-31). Al principio, estaba realmente presente allí con los discípulos, pero ellos no lo reconocieron porque permanecía en forma oculta. Esto es algo que también comprobamos muchas veces. Queremos ver a Jesús, pero no lo distinguimos; lo buscamos, pero no lo podemos encontrar; anhelamos escuchar su voz, pero no llegamos a oírla.
Los discípulos tenían dudas respecto de la resurrección, y el Señor empezó a disipar esas dudas. Empezando por Moisés, utilizó la Escritura para explicarles que todo lo que estaba escrito acerca del Mesías debía efectivamente suceder y así, a medida que les enseñaba, los iba atrayendo hacia sí mismo, al punto de que ellos pudieron verlo, tocarlo y escucharlo, mientras les ardía el corazón al percibir la cercanía de la divinidad de Cristo. Pero lo sorprendente es que sólo se les abrieron los ojos cuando el Señor bendijo el pan y lo partió.
Por medio del Espíritu Santo, el Señor desea tomar todo aquello que les enseñó a los apóstoles y comunicarlo a nosotros también; quiere darnos la sabiduría secreta de Dios para que podamos adquirir “la mente de Cristo” (1 Corintios 2, 16). En efecto, tan asombroso como nos parece hoy el relato de los discípulos de Emaús, así de asombroso es que hoy se nos puedan abrir los ojos de la fe cuando vemos que un pan ordinario se transforma en el Cuerpo de Cristo y se parte a la vista de todos.
Impulsados a trabajar para Dios. Anochecía y los dos discípulos llegaban cansados del agotador viaje en el que habían conversado animadamente de cosas sorprendentes y reveladoras. Pero después de que Jesús se reveló ante ellos, no se fueron a casa a descansar; regresaron corriendo a Jerusalén para contarles a Pedro y los demás que el Señor había caminado con ellos, les había enseñado y ellos lo habían reconocido recién cuando él partió el pan en su presencia.
Este viaje nocturno de los dos discípulos ilustra una de las acciones más importantes de la Sagrada Eucaristía: Cuantos la reciben se sienten impulsados a servir a Jesús. Estos dos discípulos se llenaron de tanto gozo que no se podían guardar para sí lo que habían experimentado. ¡Tenían que ir a contarles a los apóstoles lo que acababa de suceder! En efecto, Jesús quiere convencer a todos sus fieles que él es el Señor resucitado, especialmente cuando recibimos la Santa Comunión. Cuando se nos abren los ojos y vemos a Cristo en su verdadera identidad y dimensión, también nos sentimos impulsados a servirlo, contarlo a los demás y vivir para él.
Después de la resurrección del Señor, algunos de los apóstoles regresaban de haber salido a pescar pero sin resultado alguno, cuando vieron a un hombre a la orilla del lago. Era Jesús, pero ellos no lo reconocieron. Les dijo que echaran de nuevo las redes y que así encontrarían peces (Juan 21, 6). Cuando lo hicieron, recogieron las redes tan llenas que casi se rompían. Uno de los discípulos reconoció que el que estaba en la playa era Jesús y cuando llegaron a su lado vieron que él les había preparado el desayuno.
Pero antes de comer, el Señor partió el pan y se los dio (Juan 21, 13). Con este pequeño gesto, Jesús les estaba diciendo: “Sepan que el que está aquí con ustedes soy yo, y quiero ayudarles en su trabajo y darles de comer mientras ustedes alimentan a mis ovejas” (v. 21, 15-17).
Hay un simple modelo que se repite en la Escritura y en este relato también: Cuando tomamos y comemos lo que Jesús nos da, el Espíritu Santo nos mueve a salir y compartirlo con los demás. El Señor quiere que llevemos su mensaje a todo tipo de gente: pobres y ricos, educados y sin educación, jóvenes y viejos, y los invitemos a venir a Cristo, seguros de que él siempre estará guiándonos y fortaleciéndonos hasta el fin de los tiempos (v. Mateo 28, 19-20).
Si bien es obvio que este pasaje del evangelio según San Juan se refiere al servicio y la evangelización, también se puede decir que Jesús quiere ayudarnos en el trabajo que realizamos en el mundo. Supuestamente, los apóstoles salieron a pescar para ganarse el sustento, pero cuando se les apareció Jesús, les ofreció ayudarles en su labor.
De la misma manera, el Señor también quiere bendecir todo lo que hacemos nosotros en el trabajo; quiere ayudarnos, no para que nos hagamos ricos o famosos, sino para que lleguemos a ser testigos de su amor dondequiera que trabajemos. Desea ayudarnos a proveer para nuestras familias y darnos lo suficiente para que seamos generosos con los pobres y los necesitados. También quiere que nuestros empleos sean oportunidades para desarrollar los dones y talentos que él nos ha dado.
Manténganse alertas. Los dos discípulos que se dirigían a Emaús vieron al Señor y lo invitaron a caminar a su lado, pero ¿qué habría pasado si cuando él empezó a explicarles la Escritura, ellos hubieran perdido el interés de escucharle por las razones que fueran? Se habrían perdido la revelación personal y directa de Cristo resucitado y tal vez no se habrían transformado en creyentes fieles ni ellos ni sus familias y su vida habría continuado siendo la misma de antes.
Queridos hermanos, si no escuchamos con atención la Palabra de Dios, no veremos a Cristo. No lo reconoceremos ni siquiera después de haber comido el Pan de Vida. Y si no recibimos la revelación del Señor, ¿cómo vamos a saber cuándo y dónde debemos echar las redes? Si no ponemos atención, la mente se nos llena de los razonamientos, preocupaciones y tentaciones de este mundo, y ponemos límites a lo que el Señor quiere hacer entre nosotros y a través nuestro, porque no nos ha parecido importante saber de qué manera su Cuerpo y su Sangre pueden transformarnos.
Pero esto no sucedió con los discípulos de Emaús, y tampoco con los apóstoles que iban en la barca. Ellos estaban atentos a lo que Jesús les decía y por eso obedecieron. El Señor quiere hacer lo mismo en cada uno de sus fieles: Darse a conocer de una nueva manera cuando comemos el Pan de Vida, para que nosotros, a nuestra vez, demos a los demás aquello que él nos ha dado.
Comentarios