La Palabra viva
La alegría del Día de Navidad
Diciembre es un mes especial. A partir del primer día, luces especiales y decoraciones comienzan a aparecer adornando casas y centros comerciales; velas coloridas que iluminan las ventanas y árboles especialmente decorados en edificios de oficina y casas; las tarjetas de cálidos y afectuosos saludos comienzan a circular por el correo. Y la gente comienza a comprar regalos especiales para sus seres queridos y amistades y envolverlos con papeles y bolsas de festivos colores.
En nuestras iglesias, también vemos cambios. Una gran corona especial, con velas moradas y una de color rosa, aparece cerca del altar. El sacerdote lleva vestiduras moradas y ya no se escucha el conocido himno que anuncia “Gloria a Dios en los cielos”. El Adviento ha llegado y el sentido de anticipación crece en nosotros sabiendo que se acerca la Navidad.
Así comienza el Adviento, pero cuando se acerca el Día de Navidad cambia el centro de atención. De haber pasado una temporada de preparación, nuestra atención pasa al día mismo que hemos estado esperando con tanto entusiasmo y alegría. Algunos piensan más en cómo va a ser la reunión familiar y el disfrute de una cena especial todos juntos. Otros reflexionan en las bendiciones recibidas durante el año y consideran la cena de Navidad como una oportunidad para celebrar y dar gracias.
Pero hay una bendición más que todos podemos experimentar cuando nos preparamos para celebrar la Navidad. Aparte del cambio de ritmo y la relajación (y a veces ajetreo) que traen estos días feriados, podemos saborear la alegría de saber que Dios ha entrado en nuestro mundo a fin de llevarnos al cielo.
Para experimentar mejor la alegría de la Navidad, queremos centrar la atención en el milagro principal de la temporada: “La Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria” (Juan 1, 14). En estos artículos reflexionamos sobre quién es Jesús como la “Palabra eterna de Dios”, exploramos la asombrosa verdad de que “se hizo hombre y habitó entre nosotros” y meditamos en que Jesús quiere revelarse a cada uno de nosotros de un modo especial, para que también podamos afirmar: “Hemos visto su gloria.”
Logos, la Palabra. Tal vez nos resulte extraño que San Juan llame a Jesús “la Palabra de Dios” —Logos, en griego— pero este era un término muy significativo para la mayoría de los lectores de Juan, fueran judíos o gentiles. Muchos rabinos de esa época usaban la palabra logos para referirse a la sabiduría y la revelación de Dios a su pueblo. Para ellos, el logos de Dios, la Palabra bajada del cielo, eran los Diez Mandamientos y toda la Ley Mosaica. Era la sabiduría divina que encerraba el plan de Dios de bendecir a Israel por encima de todas las demás naciones y establecer su pueblo como luz para las naciones gentiles.
En algunas religiones y mitologías antiguas, el logos era una suerte de “dios menor”, un intermediario entre el Dios soberano y el ámbito de los humanos. Según estas religiones, Dios era demasiado sublime y distante del mundo como para que los hombres pudieran conocerlo, por eso les tocaba a los “dioses menores” ayudar a la gente común a acercarse al cielo y vislumbrar algo de la divinidad.
Por esto, San Juan usó un término que sin duda era conocido por judíos y gentiles, pero el significado que le atribuyó superó con creces el concepto que los paganos tenían de ese término. Jesús era no sólo la sabiduría de Dios manifestada en forma humana y no sólo un intermediario entre Dios y la humanidad; sino que Jesucristo, nuestro Señor, es la Palabra de Dios hecha hombre. Es Dios verdadero y hombre verdadero, totalmente humano y totalmente divino. Es la sabiduría de Dios, porque es el Hijo unigénito de Dios. Y es el único Mediador entre el cielo y la tierra (1 Timoteo 2, 5-6) porque en él, el cielo mismo ha bajado a la tierra.
Así como el evangelista quería que sus lectores elevaran a un nuevo plano su entendimiento de la verdadera identidad de Jesucristo, Dios quiere elevarnos a nosotros también a un nuevo entendimiento. La enseñanza de San Juan sobre la Palabra de Dios nos dice que la pureza, la maravilla y la perfección del cielo —todo lo que el Hijo de Dios conocía y experimentaba antes de hacerse hombre— está ahora disponible para todos los que creen en Cristo. Por el hecho de que Jesús vino a nosotros, lleno de gracia y verdad, el cielo está a nuestro alcance, de modo que simplemente extendiendo la mano hacia Jesús con fe y confianza podemos tocar el cielo.
Lamentablemente demasiadas veces nosotros mismos limitamos nuestra visión a lo que podemos ver en este mundo y definimos nuestra vida según las responsabilidades, las dificultades y problemas que afrontamos en el día a día en lugar de levantar los ojos al cielo. Sí, por supuesto que debemos prestar atención a nuestros deberes cotidianos y resolver las dificultades de la mejor manera posible; pero si restringimos nuestra visión sólo a la dimensión terrenal de la vida, corremos el riesgo de contentarnos, o angustiarnos, con lo que sucede en el mundo. Gracias a Dios que San Juan Evangelista nos invita a mirar más allá de este mundo, para que en Jesús encontremos el fundamento verdadero, firme y estable de nuestra vida, un fundamento de roca firme que nos dará tranquilidad y estabilidad pase lo que pase en cualquier situación.
Levanta los ojos. En realidad, no deberíamos pensar que los conceptos de cielo, eternidad y sabiduría divina son demasiado sublimes y elevados como para que reflexionemos en ellos. Las temporadas de Adviento y Navidad nos enseñan que el Hijo de Dios se hizo uno de nosotros en la Persona de Jesucristo, el Verbo Encarnado, para darnos las respuestas que necesitamos para vivir. Precisamente, la misión principal del Espíritu Santo es exponer ante nuestros ojos todo lo que Jesús enseñó cuando estuvo en la tierra (Juan 14, 26) y ayudarnos a contemplar nuestra vida, este mundo y el cielo mismo de un modo nuevo y emocionante.
Jesús es la Palabra viva de Dios. Esto es lo que celebramos en este tiempo del Adviento, porque es una temporada propicia para que elevemos los ojos al cielo de modo que el Espíritu nos conceda una nueva visión para la vida. Es una época en que el Espíritu Santo nos permite ver la Jerusalén celestial, nuestro hogar verdadero, y convencernos de que tenemos un Padre en el cielo que quiere prodigarnos una vida nueva y dinámica, llena de bendiciones. Es un tiempo en el cual el Espíritu Santo quiere colmarnos de sus dones divinos de amor, misericordia y gracia a fin de que estemos plenamente capacitados para vivir la vida nueva que nuestro Señor nos ofrece.
Pero, ¿cómo podemos elevar los ojos al cielo? Esto es algo que tal vez parezca complicado o cause cierto desconcierto, pero no tiene que ser así. Todo lo que se necesita es hacer un sencillo acto de oración. Santa Teresa de Lisieux dijo una vez que la oración no es más que “una simple mirada dirigida al cielo” y “un grito de reconocimiento y amor.” La oración, con esta idea, no es muy difícil de hacer ni exige montañas de fe; no es algo que sólo los santos pueden hacer.
Señor, te ofrezco mi corazón. ¿Cómo empezar? Sencillamente diciendo: “Señor Jesús, te amo con todo mi corazón.” Por la mañana, al iniciar el día, dígale, “Señor Jesús, te amo con todo mi corazón.” Cuando usted vaya a Misa los domingos, dígale: “Señor mío Jesucristo, te amo con todo mi corazón.” Repítalo durante la elevación de la Hostia sagrada y también cuando reciba la Comunión. Cuando dedique un momento del día para aquietar la mente y calmar su ánimo, puede pronunciar las mismas palabras: “Señor Jesús, te amo con todo mi corazón.” Y antes de acostarse, también puede repetir la misma afirmación.
Estas pocas y sencillas palabras de oración tienen un profundo efecto para el Señor, porque cada vez que usted las repite, el Señor le responderá llenándole el corazón de su gracia y su paz. Entréguese al Señor de esta forma y podrá percibir un sentido más claro y profundo de su presencia que le ayudará a convencerse cada vez del gran amor que Dios le tiene.
Embajadores en el mundo. Juan declaró que Jesús “era la vida, y la vida era la luz de los hombres” y que esta luz “brilla en las tinieblas” (Juan 1, 4. 5). La luz de Cristo tiene el poder de santificarnos y conferirnos la semejanza de Dios. En el mundo hay un gran anhelo de amor y compasión, y nosotros los creyentes podemos ser embajadores de Jesucristo haciendo brillar su luz en las espesas tinieblas de la cultura actual. Haciendo oración, dando testimonio y obrando con amor, podemos ayudar a otros a encontrar el camino hacia Dios; podemos ayudarles a encontrar la paz de Cristo, una paz que permanece serena e inmutable ante las tribulaciones de la vida.
En este mes, muchos miles de personas leerán esta edición especial de La Palabra Entre Nosotros. ¿Qué sucedería si todos los que leamos estas palabras fijáramos los ojos en Jesús cuando hiciéramos oración? Imagínese las bendiciones y la gracia que se derramaría si todos rezáramos diciendo: “Señor Jesús, te amo con todo mi corazón.” El Espíritu Santo multiplicaría nuestra oración treinta, sesenta o hasta cien veces, y su gracia nos llenaría a ustedes y a nosotros y luego se derramaría hacia aquellos a quienes cuidamos y por quienes rezamos. Imagínese cuánta gente se sentiría tocada por la Palabra de Dios, que se hizo hombre por nosotros, y todo porque habremos levantado los ojos para contemplar al Señor y le habremos entregado el corazón!
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