La Palabra de Dios
Luz que ilumina el camino
Por: el padre Ángel Peña, OAR
La Palabra de Dios es viva y eficaz y más tajante que espada de doble filo. Penetra hasta la raíz del alma y del espíritu (Hebreos 4, 12).
La Palabra de Dios es como una carta de amor de nuestro Padre Dios para guiarnos por el camino de la vida en medio de tantas tentaciones y dificultades. Ahora bien, para no equivocarnos, es preciso interpretar bien la Palabra divina, pues hay algunos puntos difíciles de entender, que los ignorantes y necios interpretan torcidamente para su propia perdición (1 Pedro 3, 16). Hay que interpretarla de acuerdo al sentir de la Iglesia, que es columna y fundamento de la verdad (1 Timoteo 3, 15). La Palabra de Dios puede iluminarte para confiar, para alabar, para luchar o para superar las tentaciones y seguir el camino del bien.
La Palabra de Dios será para ti, en las diferentes circunstancias de la vida, una guía, pero también un alimento espiritual, sin olvidarte del punto esencial de nuestra fe que es el mismo Jesús, presente entre nosotros en la Sagrada Eucaristía. Confía en Jesús y confía en las promesas que Dios te hace en su Palabra.
Cómo entender la Biblia. La Palabra de Dios tiene dos vertientes: la Escritura y la Tradición. La Biblia es la Palabra de Dios escrita y se distingue de la Palabra de Dios transmitida oralmente, que se llama Tradición. La Tradición y la Escritura (Biblia) constituyen un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia.
Ahora bien para interpretar bien la Biblia y no equivocarse, es preciso interpretarla de acuerdo al sentir de la Iglesia que la ha interpretado de la misma manera durante veinte siglos. Por eso, dice el Concilio Vaticano II que el oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio.
Lo que no se puede hacer es interpretarla a título personal, queriendo imponer a otros la propia interpretación, porque ninguna profecía (palabra) de la Escritura es de interpretación personal, porque ninguna profecía ha sido jamás proferida por humana voluntad, sino que llevados del Espíritu Santo, hablaron los hombres de parte de Dios (2 Pedro 1, 20). Y Dios dice con claridad que la Iglesia es columna y fundamento de la verdad (1 Timoteo 3, 16). Aquí se refiere a la Iglesia fundada por Cristo, a la única Iglesia, que nos ha transmitido desde el principio las mismas enseñanzas y que tiene una sucesión ininterrumpida de los sucesores de Pedro (los Papas) y de los apóstoles (los obispos), que es la Iglesia Católica.
El libre examen o interpretación de la Biblia lleva a la división. Actualmente, hay más de 28.000 iglesias evangélicas distintas. Leer la Biblia sin una buena interpretación es como ir a una farmacia y recetarse a sí mismo lo que se cree más conveniente con el riesgo de equivocarse.
La Biblia merece respeto. Por esto, no debemos permitir que nadie ponga ceniceros ni ningún otro artículo profano sobre la Palabra de Dios. Preguntémonos qué lugar tiene la Biblia en nuestra casa. ¿Cuál es el lugar más importante en nuestro hogar; la televisión o la Biblia abierta? Todo hogar cristiano debería tener una Biblia abierta en un lugar visible, para manifestar que en esa casa se toma en serio la Palabra de Dios.
Merece toda nuestra estima. Ojala la amemos tanto que sea nuestro libro de cabecera para leer algunas frases todos los días. Como nos dice Dios en el libro de Josué: “Que este libro de la Ley (Palabra de Dios) no se aparte nunca de tu boca, tenlo presente día y noche para procurar hacer cuanto en él está escrito y así prosperarás en todos tus caminos y tendrás éxito” (Josué 1, 8).
Hay que leerla con amor y devoción: “Dichoso el que lee y escucha las palabras de esta profecía y observa las cosas que en ella están escritas” (Apocalipsis 1, 3).
Hay que escucharla atentamente. La fe viene de la escucha de la Palabra de Dios (Romanos 10, 17). Seamos como Sergio Pablo, procónsul y varón prudente, que hizo llamar a Bernabé y Saulo, porque deseaba escuchar la Palabra de Dios (Hechos 13, 7). Y Jesús promete que serán felices los que escuchen la Palabra de Dios y la pongan en práctica (Lucas 11, 28). Dile con fe a Dios: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 Samuel 3, 9).
Hay que creerla. Las verdades escritas en este libro han sido escritas para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre (Juan 20, 31). Vosotros que escucháis la Palabra de la verdad, el Evangelio de nuestra salvación, en el que habéis creído, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa (Efesios 1, 13).
Hay que estudiarla. Sean como los judíos de Berea, que examinaban diariamente las Escrituras (Hechos 17, 11), o como los de Corinto, a quienes Pablo les enseñó la Palabra de Dios durante un año y medio (Hechos 18, 11). Y Jesús mismo nos insiste en estudiar las Escrituras: “Porque ellas dan testimonio de mí” (Juan 5, 39).
Hay que memorizar algunos textos, porque el Señor quiere que “queden grabadas en tu corazón estas Palabras que yo te mando hoy. Se las repetirás a tus hijos. Se las dirás, tanto si estás en casa como si vas de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes, las atarás a tu mano como una señal, como un recordatorio ante tus ojos. Las escribirás en las jambas de tu casa y de tus puertas” (Deuteronomio 6, 6-9).
Hay que vivirla. “Dichoso el que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica” (Lucas 11, 28). “Todo el que oiga mis palabras y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca; cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y embistieron contra la casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca” (Mateo 7, 24-26).
Hay que proclamarla. “Vayan por el mundo entero, predicando el Evangelio a toda criatura” (Marcos 16, 15). Pidamos esta gracia: “Señor, da a tus siervos el don de proclamar tu Palabra con toda libertad, extiende tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús. Y, después de haber orado, tembló el lugar donde estaban reunidos; y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y hablaban la Palabra de Dios con libertad” (Hechos 4, 29-31).
No te avergüences jamás del testimonio de Nuestro Señor (2 Timoteo, 1, 8). Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, vitupera, exhorta con toda paciencia y doctrina (2 Timoteo 4, 2).
Y, cuando tengas oportunidad, proclama la Palabra de Dios dentro de la Misa, bien vestido, con voz clara y fuerte, y creyendo que Dios habla a la Asamblea a través de ti, que eres su instrumento. La Sagrada Eucaristía es Jesús vivo y resucitado, presente entre nosotros realmente como un amigo que nos habla. Y la Escritura es lo que él nos escribe para enseñanza nuestra. Evidentemente, primero es Jesús y después su Palabra. Por eso, te recomiendo que vayas todos los días a la Eucaristía para escuchar solemnemente su Palabra en la Misa o, sencillamente, leerla ante él, visitándolo en cualquier iglesia católica. Allí, ante Jesús sacramentado entenderás mejor lo que él quiere decirte y, sobre todo, recibirás la fuerza necesaria para proclamarla a tus hermanos.
El padre Ángel Peña, OAR, es agustino recoleto y cumple su apostolado en Lima, Perú. Publicado originalmente en www.ecatolico.com.
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