La oración en tiempos de crisis
Que venga tu Reino, Señor
Los últimos veinte meses no han sido fáciles, y algunos de nosotros todavía seguimos experimentado dificultades. Todos los días, los medios de comunicación nos saturan con noticias que no siempre son alentadoras. Pero esta experiencia también puede ser una invitación a acercarnos más a Dios y a profundizar en nuestra vida de oración. El Señor es el “refugio eterno” (Isaías 26, 4): Nuestra única seguridad y esperanza verdadera. Para no preocuparnos o desanimarnos, debemos redescubrir o profundizar nuestra relación con él. Dios es quien, en tiempos de crisis, se hace más cercano a nosotros; él es quien nos ama infinitamente y solamente desea sostenernos y darnos ánimo.
Necesitamos la oración. Los seres humanos tenemos la necesidad de estar bajo la mirada de Dios, acudir a su gentil presencia y nutrirnos de su amor y su palabra. Es ahí, cerca de la paz de Dios, en este “océano de paz que es la Santísima Trinidad”, como decía Santa Catalina de Siena, que hallaremos quietud para el corazón. Es ahí donde encontraremos todo lo que necesitamos para enfrentar las situaciones con fe y confianza. Como dijo San Juan Pablo II en su carta apostólica Novo Millenio Ineunte, los cristianos que no rezan son “cristianos con riesgo” (34).
La vida de oración se compone de dos aspectos. El primero implica convertir nuestra vida completa, tanto como sea posible, en una conversación con Dios. En el curso del día, de una forma simple y familiar, deberíamos elevar el corazón y los pensamientos hacia el Señor frecuentemente, creyendo que él siempre nos está mirando con amor. Todo lo que forma parte de nuestra vida puede nutrir esta conversación: Las cosas hermosas nos ayudan a alabarlo y darle gracias, las dificultades nos ayudan a pedir su auxilio e, ¡incluso los errores nos ayudan a pedir perdón! Esto debería ser alentador para nosotros. Todo, sea bueno o malo, puede convertirse en una oportunidad para hablar con Dios y acercarnos más a él, como un hijo se acerca a su padre.
El segundo implica hacer pausas para estar un tiempo a solas con Dios, y desconectarnos por un momento de las demandas de la cotidianidad para acudir a su presencia. Por ejemplo, podemos comenzar con apenas quince minutos al día, y luego periódicamente ir dedicando más tiempo, como por ejemplo, una hora para la Adoración Eucarística en la capilla de la parroquia. En estos tiempos, Dios puede derramar su gracia sobre nosotros y darnos fortaleza y esperanza. En su presencia, nuestro corazón puede cambiar.
Obstáculos para rezar. Conforme procuramos crecer en fidelidad a la oración, encontraremos obstáculos. Tal vez tengamos cierta renuencia a abrir el corazón delante de Dios, o sentir el temor de que si empezamos a rezar con regularidad, el Señor confrontará nuestra mediocridad o nos llevará por un camino donde ya no tendremos suficiente control sobre nuestra vida. O bien podemos sentirnos cansados, desmotivados, o pensar que no estamos progresando. El diablo intenta hacer todo lo que pueda para alejarnos de la oración porque sabe que un alma que reza es un alma perdida para él. También podemos sufrir de un constante bombardeo por parte de los medios de comunicación de la sociedad moderna, así como de temor a la soledad y el silencio. ¡Es más fácil mirar el teléfono que quedarse en silencio en la presencia de Dios!
Otro obstáculo que encontramos es una falsa concepción acerca de la oración, lo cual es bastante común. Para ser fructíferos, tener paz, fortalecer la fe y aumentar la caridad, a menudo pensamos que nuestra oración debe ser “exitosa” —es decir, lo más perfecta posible— un logro con el que podamos sentirnos satisfechos. Pero esta no es la visión cristiana de la oración.
Rezar no es actuar, sino recibir a Dios en nuestra pobreza, en nuestra debilidad. No se trata de ser eficaces, de producir un resultado, sino de estar con Dios. El Señor no necesita de nuestras obras, pero desea nuestro amor, dice Santa Teresa de Lisieux.
A veces podemos sentirnos necesitados, distraídos, sin entusiasmo, frágiles e imperfectos, pero nada de eso importa. Yo incluso afirmaría lo opuesto: la debilidad provoca que nuestra oración no sea un hermoso logro del cual podemos estar orgullos, sino que es el clamor del pobre: “Este pobre gritó, y el Señor lo oyó”, dice el Salmo 34 (33), 7. Y esta es la única plegaria que penetra los cielos. Paradójicamente, la oración del pobre es una oración gozosa: Es la alegría de experimentar que el amor de Dios es infinitamente más grande que nuestros límites.
Es bueno recibir gracia o ser iluminados durante la oración, pero no es necesario que esto suceda. La oración no necesita de un entendimiento o un consuelo especiales para realmente llegar a tocar a Dios y ser transformados por él. Lo único que se necesita es un acto de fe y confianza fiel, perseverante y sincera, y una expresión de nuestro verdadero deseo de amar.
Me gustan las palabras de Martín Steffens, un joven filósofo cristiano francés:
En lo ordinario de nuestra vida, compartimos con el mundo los talentos que tenemos. En la oración, ofrecemos nuestra debilidad. Esto es lo que hace que la oración sea siempre posible y oportuna… Nunca es necesario esperar las circunstancias correctas, si lo que ofrecemos en oración es nuestra humilde condición humana. (Periódico La Croix, 17 de abril de 2020)
El mundo necesita de nuestra oración. Definitivamente, el mundo necesita de nuestra oración. Necesita ser visitado y transformado por la misericordia de Dios; solamente mediante una relación con Dios podrá ser renovado y salvado. Los remedios humanos tales como las soluciones políticas y sociales son insuficientes. Tenemos que ser como aquellos centinelas de los que habla el profeta Isaías, que Dios ha colocado en los muros de Jerusalén: “Que nunca callarán, ni de día ni de noche”; y que continúan recordándonos las promesas de Dios (62, 6). ¡Ellos no permitirán que Dios descanse hasta que le haya concedido la salvación a la ciudad santa! Al igual que la viuda del Evangelio que se presenta ante el juez injusto, no debemos dejar de insistir frente a Dios hasta que nos haya concedido justicia, es decir, hasta que muestre su misericordia al mundo (ver Lucas 18, 1-8).
Hoy en día hay una gran necesidad de intercesión: Por la renovación de la Iglesia, los jefes de Estado, los líderes económicos, los cuidadores, los que están enfermos y aquellos que están viviendo las consecuencias de la pandemia de una forma difícil y dolorosa.
Todo cristiano debe ejercitar, por virtud de su sacerdocio bautismal, un ministerio de intercesión. Cada uno debe pedirle al Espíritu Santo que nos ayude a entender cuáles son las intenciones particulares entre las incontables necesidades del mundo y de la Iglesia que Dios nos está encomendando. Yo debo rezar no solo por las intenciones que vienen a mí espontáneamente, tales como mis necesidades o las de mis seres queridos, sino también por aquellos que Dios mismo me encomienda. Yo tendré la certeza de que mi oración será fructífera si no proviene de mis propios sentimientos, sino si rezo por aquello que el Señor me muestra.
Nuestra oración por el mundo a menudo debe ser específica, pero también puede permanecer implícita. En sus reflexiones sobre la oración, Santa Teresa de Lisieux nos recuerda que no siempre es necesario hacer todas las peticiones que tenemos. A veces, simplemente es suficiente estar en la presencia de Dios, para dejarnos atraer por él, y que un gran número de almas nos sigan y comiencen a correr hacia Dios. Esta es la forma en que ella interpreta el verso del Cantar de los Cantares: “Llévame en pos de ti: ¡Corramos!” (ver 1, 4). Es simplemente estar en el silencio de la adoración, de estar ahí para Dios y solo para él, para su gloria y nada más, y que como una vela que arde en silencio, ¡atrae muchas almas a Dios!
Venga tu Reino. Dios no siempre responde nuestras oraciones exactamente como lo esperamos, pero la oración siempre cambia algo en nosotros y en el mundo. Atrae a la presencia de Dios; trae consigo el Reino.
Me parece que en estos tiempos sin precedentes que estamos viviendo, nuestra oración debe ser una súplica para que venga el Reino. No conocemos los momentos que el Padre ha establecido en su soberana sabiduría, pero es claro que actualmente estamos enfrentado el fin de una era. Estamos en uno de esos momentos particulares de la historia, como esos movimientos tectónicos que marcan el cambio de una era geológica.
Según las palabras de San Pablo en su carta a los romanos, la creación misma se queja y sufre esperando su redención (8, 22-23). El mundo está experimentado dolores de parto en preparación para la venida del cielo nuevo y la tierra nueva. La petición que hacemos al rezar el Padre Nuestro, “venga a nosotros tu Reino”, adquiere una intensidad especial hoy. El clamor más profundo de nuestra oración debe ser el expresado por el Espíritu y la Esposa al final del libro del Apocalipsis: “Amén. ¡Ven, Señor Jesús!” ¡Maranatha! (22, 20).
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