La “Madre Laurita”
La primera santa colombiana
El 12 de mayo recién pasado, la plaza principal de Campo de La Cruz, departamento del Atlántico, Colombia, se cubrió de una multitud de fieles que fueron a presenciar por televisión la canonización de santa María Laura Montoya Upegui, hija ilustre de Colombia, educadora, religiosa fundadora y misionera evangelizadora de los indígenas, conocida cariñosamente como la “Madre Laurita,” la primera colombiana declarada santa.
Laura Montoya nació en Jericó (Antioquia) de Colombia, el 26 de mayo de 1874. Tenía apenas dos años de edad cuando perdió a su padre, quien falleció defendiendo sus principios cristianos durante la guerra civil de 1876. A esta trágica pérdida se sumó la confiscación de bienes de que fue víctima su familia y por consiguiente la iniciación de un período de grandes penurias para la madre, doña Dolores, y sus tres hijos Carmelita, Laura y Juan de la Cruz. En tan precaria situación, el abuelo materno se llevó un día a su hija y sus tres nietos a vivir en su finca.
A los 16 años, sabiendo nada más que leer y escribir, Laura quiso hacer algo para abrirse caminos en el mundo y conseguir un pan digno para ella y su familia. Pensando en esto, pidió autorización a la rectora de la Escuela Normal de Medellín para estudiar y tener una profesión. Consiguió el permiso y como era buena alumna, obtuvo una beca estatal. Finalmente, al terminar sus estudios, recibió su diploma de maestra.
Educadora y evangelizadora. Se dedicó a formar jóvenes dentro de la fe cristiana en diferentes escuelas públicas del Departamento de Antioquia, comenzando en Amalfi; allí en 1894 fue nombrada directora de la Sección Superior de la escuela municipal.
En 1907 fue nombrada maestra en la pequeña población de Marinilla, a pocos kilómetros de Medellín. Como señala su biografía: “Estando en esa población como maestra, una tarde después de terminar sus clases fue a visitar el Santísimo, y allí tuvo su encuentro místico con la paternidad de Dios, cumbre de su experiencia trinitaria. Arrodillada en la primera grada del comulgatorio, oraba con su acostumbrado dolor por las almas de los infieles, cuando sintió un dolor interior tan profundo que no dudó de la maternidad espiritual que el eterno Padre le confiaba.”
Luego ella misma escribía al respecto: “Me parecía como que entendía la generación eterna del Verbo. ¡Aquello no era simplemente una luz! Era como un encuentro con la paternidad divina, como en sustancia. Me dejó tal conocimiento del misterio que me parecía verlo. Comprendí con una luz deslumbradora la adopción de los hombres y cómo entraba en la suprema paternidad de Dios. Me vi en Dios y como que me abrazaba con su paternidad haciéndome madre de muchos incrédulos del modo más intenso. Desde entonces, los llamé ‘mi llaga’ (los que viven sin alimento espiritual, sin sacramentos, y sobre todo, sin conocer a un Padre Dios, que los ama tanto).”
Misionera incansable. Desde que tuvo su primer encuentro místico con Dios, hizo planes para ver cómo podía trabajar por esas almas, especialmente los indios de Antioquia, aunque sin dejar de pensar en el Convento de las Carmelitas, su primera vocación. Movida por el Espíritu de Dios y su gran celo apostólico, finalmente decidió ir personalmente a evangelizar y catequizar a los indios, con la idea de formar una comunidad diferente de los modelos existentes, y poner en marcha una misión dirigida e integrada por mujeres en lugares boscosos y completamente aislados. Teniendo en mente el ejemplo de Jesús, que se encarnó entre los hombres para salvarnos y librarnos del pecado, surgió en el corazón de Laura la idea de fundar una congregación que se pusiera al nivel del indígena, del negro, del explotado, y para ello quiso vivir, compartir y tratar de pensar como ellos, dejándose guiar por el amor y sin imponer la fuerza, sino convenciendo con la razón, el testimonio, la bondad y el amor, y con la vida misma de pobreza, humildad y sencillez.
A los 39 años de edad, se trasladó a Dabeiba, en compañía de seis catequistas, con la aprobación del obispo de Santa Fe de Antioquia, para trabajar con los indígenas emberá chamí.
Laura inició su obra misionera el 5 de mayo de 1914 en Dabeiba con los indios catíos, acompañada por mujeres piadosas que estuvieron dispuestas a afrontar los sacrificios de la vida rústica y selvática y los peligros de lo desconocido. Pocos días después, el 14 de mayo del mismo año, fundó la Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, y posteriormente, en 1919, fundó en San José de Uré una misión para trabajar con los negros de la región.
Laura no sólo se limitaba a evangelizar a los indios, sino que les ayudaba a cultivar su dignidad personal, elevar su amor propio y considerarse verdaderos seres humanos. Cuenta la hermana María de Betania, que “en la búsqueda de los indios, era incansable. Recuerdo que viajábamos una vez por los tortuosos caminos de una misión de Urabá... El día había sido como eran entonces los días de apostolado en las selvas: lomo de mula, sol calcinante, poca comida, mucho entusiasmo y ánimo en la búsqueda de los catíos.”
Persistencia hasta la ancianidad. En 1940 las misioneras “lauritas” se trasladaron a Medellín, y allí pasó la Madre Laura sus últimos nueve años, en una silla de ruedas, sin poder visitar a sus indígenas. Se dedicaba a la oración, al estudio y a escribir para sus hijas, pero no podía salir a visitar las casas, debido a una parálisis que le impedía mover los pies. A partir de enero de 1949 su salud empezó a decaer notoriamente, pero nunca se quejó de su inmovilidad y todo lo sufrió con gran paciencia y mansedumbre. En la Semana Santa de ese año, le aparecieron unos manchones rojos en las piernas, que le causaban muchísimo dolor.
Como su dulce Maestro, también tuvo su propia pasión que pasar: la cabeza afectada de meningitis e intensos dolores en su cuerpo llagado, que empezaba a gangrenarse, por lo que no podía moverse sin ayuda. Estaba como crucificada y ni siquiera podía expresar sus martirios, porque estuvo privada del habla durante todos esos días.
De la víspera de su muerte se ha contado un hecho misterioso: el entonces capellán de Belencito, padre Aníbal Wiedemann, escribió: “Aquel día se apareció en sueños a una de sus misioneras del Ecuador y le dijo: ‘Vengo visitando las casas de mis religiosas, para impartirles la postrera bendición. Esto es un sueño para su caridad, pero para mí es una realidad, mañana espero la llamada del Ángel del Señor’.”
Su muerte, ocurrida el 21 de octubre de 1949, a los 75 años de edad, causó conmoción en toda Colombia. Una vez, meditando en la gracia de su Bautismo, santa Laura había escrito lo siguiente: “Dios mío, ¡qué pronto comenzaste a mostrar predilección por esta miserable criatura que tan ingrata te ha sido! Aquí sí que mostraste la verdad de aquella palabra: Con caridad perpetua te amé y por eso te atraje a mí. Por eso te apresuraste a hacerla tuya, atrapándola en las dulces redes de la gracia santificante, tan pronto como estuvo libre del materno encierro. ¡Ay! ¡Cuánto dolor me causa el pensar que una criatura tan amada haya esperado tanto para darse cuenta de tus misericordias y no ofenderte!”
Elevada a los altares. Tras la confirmación de un segundo milagro ocurrido por intercesión de la Madre Laura, el Papa Francisco la proclamó santa el 12 de mayo de 2013 en la plaza de San Pedro, en Roma, diciendo: “Santa Laura Montoya fue instrumento de evangelización primero como maestra y después como madre espiritual de los indígenas, a los que infundió esperanza, acogiéndolos con ese amor aprendido de Dios y llevándolos a él con una eficaz enseñanza, que respetaba su cultura y no se contraponía a ella. También hoy sus hijas espirituales viven y llevan el Evangelio a los lugares más recónditos y necesitados, como una especie de vanguardia de la Iglesia.”
Santa Laura Montoya rompió con todos los convencionalismos de la época, abrió un espacio para la mujer colombiana, le permitió realizar tareas que hasta entonces eran campo exclusivo de los varones, y luchó por conseguir la igualdad para las comunidades indígenas y afrocolombianas.
Actualmente, las hermanas de la Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena continúan la misión de evangelización y catequesis iniciada por la Madre Laura y se encuentran en 21 países de diversos continentes; la comunidad suma ya más de mil religiosas.
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