La Hija predilecta de Israel
La Virgen María En La Historia De La Salvación
Antes del comienzo de la creación y antes de que empezara incluso el tiempo, Dios tuvo un plan en el que estuvieron incluidas todas las cosas y todas las personas que pensaba crear.
Como lo declara la Sagrada Escritura, Dios “nos ha bendecido en los cielos con toda clase de bendiciones espirituales” (Efesios 1,3) y añade que “Dios nos escogió en Cristo desde antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos y sin defecto en su presencia” (1,4) y nos “había destinado a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo” (1,5).
Este maravilloso plan —de que todos recibiríamos la vida divina y llegaríamos a ser hijos e hijas amados de Dios— es la esencia misma de todo lo que Dios ha realizado. Este plan es tan importante que ni siquiera la caída del ser humano pudo destruirlo. Basta con pensar que cada uno de nosotros ha sido destinado a cumplir una función específica en el reino del Señor. Así también la Virgen María, por haber tenido una parte tan decisiva en el plan de Dios, ha llegado a ser el ejemplo supremo de lo que nos puede suceder a nosotros si nos entregamos al Señor y dejamos que Él lleve a cabo sus planes en nuestra vida. Contemplemos, pues, el papel que le tocó desempeñar a la Santísima Virgen en los planes de Dios, un papel que el Señor había dispuesto incluso desde antes de crear el mundo.
Al amanecer de la Creación. Pensemos en lo importante que era el carácter de la que sería madre del Hijo de Dios, porque estaba destinada a ser, no solamente un simple instrumento por el cual el Hijo pudiera entrar en el mundo; sino que, tanto por su pureza como por sus obras, ella sería la escogida para reunir en sí misma los anhelos que desde siglos tenía Israel de que se cumplieran las promesas de Dios. Estaba destinada a dar a luz, criar y educar a Aquel que salvaría a todo el género humano de sus pecados. Dios quería que ella fuese el modelo para todos los cristianos a través de los siglos, dándonos su ejemplo y ayudando con su intercesión para llevarnos a todos a la pureza de corazón y a la firmeza de decisión que el Señor quiere ver en sus hijos.
El eslabón entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Dios dispuso que el Mesías viniese al mundo a través de una hija de Israel que estuviera libre de la mancha del pecado original, y quiso que la madre del Redentor fuera una joven humilde, que no siguiera la corriente del mundo ni buscara admiración, que fuera sencilla, que confiara plenamente en Dios y cumpliera perfectamente la ley que Moisés había dado a sus antepasados en el Monte Sinaí.
El Evangelio según San Lucas nos ayuda a entender mejor la misión que le tocó cumplir a María como fiel hija de Israel, colocándola en la tradición de destacadas mujeres hebreas, como Sara, la esposa de Abraham (Génesis 18,1-15; 21,1-7); la madre de Sansón (Jueces 13,2-5.24) y Ana, la madre del profeta Samuel (1 Samuel 1-2.9-20). Todas estas mujeres concibieron en forma milagrosa y dieron a luz a hombres de Dios que, cada uno a su manera, fueron prefiguras de la persona de Cristo.
San Mateo menciona específicamente la profecía de Isaías de que una virgen (una “joven”) concebiría y daría a luz a un hijo llamado Emanuel, que significa “Dios con nosotros” (Isaías 7,14; Mateo 1,23). En la época de Isaías, se consideraba que la profecía sobre “Emanuel” se refería al heredero aún no nacido del Rey Ahaz, de Judá, que protegería a la nación de la invasión extranjera. Pero los primeros cristianos entendieron que esta profecía se había cumplido a la perfección en María, la joven virgen que concebiría milagrosamente y traería al mundo al Hijo de Dios; esto quiere decir que Jesús de Nazaret era el verdadero Emanuel, “Dios con nosotros.”
El Libro del Apocalipsis habla de una mujer que sufre dolores de parto y de un dragón que quiere destruir a su hijo (Apocalipsis 12,1-9). Inmediatamente después de nacer, el niño es llevado al trono de Dios, mientras la mujer huye al desierto. A través de los siglos, muchos creyentes han interpretado que esta mujer también es la Virgen María, la nueva Eva, cuyo hijo triunfaría sobre la antigua serpiente, Satanás (véase Génesis 3,15-16).
En todos estos pasajes de la Sagrada Escritura, podemos ver que se prefiguraba la tarea que le tocaría desempeñar a María. Esta hija predilecta de Sión, humilde y sumisa al Espíritu Santo, ha dado a luz al Salvador, el Anhelo más antiguo y sentido de Israel, Aquel para quien Dios se había preparado desde hacía tantos siglos.
El tiempo del cumplimiento. Partiendo de esta conexión con el Antiguo Testamento, podemos empezar a entender la importancia de lo que le tocó hacer a la Santísima Virgen María en la historia de Israel. Ella conocía muy bien las promesas de Dios referentes al Mesías, y al igual que su pueblo, anhelaba que este Mesías viniera de una vez a redimir a Israel. Con cuánto fervor debe haber esperado y anhelado la salvación prometida y cuántas veces habrá repetido la súplica del Salmo 13, “Señor, ¿hasta cuándo?”
Cuando el ángel la invitó a participar en los planes de Dios de una manera tan inesperada, su anhelo de que llegara el Mesías la llevó a aceptar libre y decididamente esos planes. En su respuesta (“que Dios haga conmigo como me has dicho” – Lucas 1,38), María puso en marcha una nueva era en los designios de Dios. Finalmente había llegado la redención que el Señor había prometido; en el seno de la Virgen se hacía realidad en el pueblo el anhelo de que se iniciara la era mesiánica.
Incluso al final del Evangelio, junto a la cruz, María se encontró en una posición privilegiada. Una espada le atravesaba el corazón, tal como se lo había profetizado Simeón (Lucas 2,35), pero también estaba consciente de que algo muy trascendental estaba ocurriendo. Todos los años de oración y docilidad al Espíritu de Dios le habían enseñado que la muerte sacrificial de Jesús traería una vida nueva al mundo. Más que todos los presentes en el Calvario, ella fue capaz de levantar la mirada por encima del dolor del momento inmediato y ver el gozo eterno que esta redención estaba haciendo posible: Todos los pecados de la humanidad se estaban borrando delante de sus ojos; el amor del Padre se derramaba de una manera nueva sobre toda la humanidad; la salvación había llegado y ella tenía el privilegio de presenciarla personalmente y de primera mano.
Madre de la Iglesia. La Virgen María estuvo no solamente junto a la cruz de Cristo, sino también en el cenáculo en el día de Pentecostés. Allí, en el aposento alto, cuando se inauguraba la era presente de la Iglesia y época final antes del regreso de Jesús, María ha continuado cumpliendo la voluntad de Dios. Tal como lo hizo en las Bodas de Caná, ella continúa intercediendo ante su Hijo. Además, demuestra su preocupación por el género humano en las diversas apariciones, en las cuales se dirige personalmente a los hijos de Dios. En estas apariciones, cuyos mensajes hablan ya sea de apartarse del pecado o de aceptar el amor y la salvación que Dios ofrece a todos, la Virgen se enfoca siempre en la preparación del mundo para el regreso de su Hijo Jesús al final de los tiempos.
Santa Catalina y Santa Bernardita: La gracia del Señor
Cuando la Virgen María se apareció a Santa Catalina Labouré en 1830, le habló de un doble mensaje de gracia y juicio: “Hija mía, los tiempos son muy malos. Francia sufrirá muchos dolores; la corona será derribada. Todo el mundo se precipitará en todo tipo de miserias. Pero tú ven al pie del altar; allí las gracias se derramarán sobre todos los que las pidan, grandes y pequeños.”
Relatando más tarde su visión de la medalla milagrosa, Santa Catalina dijo: “Me hizo darme cuenta de lo correcto que es rezarle a la Santísima Virgen, de lo muy generosa que ella es con quienes le rezan, de cuántas gracias derrama sobre quienes se las piden y de la gran alegría con que ella las concede.” De la misma forma como bondadosamente mandó a los servidores en Caná hacer lo que su hijo les dijera (Juan 2,5), todavía sigue llevando al pueblo de Dios de regreso al Señor.
También podemos apreciar la diligencia con que la Santísima Virgen quiso llevar a muchos a Jesús en el caso de Santa Bernardita Soubirous, en Lourdes. Desde la época en que allí se apareció en 1858 hasta el presente, innumerables multitudes han visitado este pequeño pueblito francés buscando la mano sanadora de Dios. Miles de peregrinos enfermos, lisiados, ciegos y sordos han recibido allí la curación, y muchísimos más han llegado a la conversión y a una experiencia más profunda del amor de Dios.
Fátima: Intercesión y arrepentimiento
Siendo la hija de Israel que anhela la venida del Mesías, la Virgen María reza no sólo por la conversión de muchos, sino que invita a los que no creen a rezar con ella. En 1917, en medio de la Primera Guerra Mundial, la Virgen se apareció a la pequeña Lucía dos Santos, de 9 años, y sus dos primitos Francisco y Jacinta en Fátima (Portugal), y les instó a rezar por los que estaban perdidos en el pecado. En una de las visiones, les mostró a los niños el dolor y la angustia de las almas atormentadas en el infierno: eran como “ascuas en un horno encendido, sin tener jamás un instante de paz ni libertad.”
En su mensaje final, pronunciado el 13 de octubre de 1917, la Virgen dijo a los niños: “La gente tiene que enmendar su vida, pedir perdón por sus pecados y no ofender más a nuestro Señor, porque ya lo ha ofendido demasiado.” En todas las apariciones, la Virgen exhortó a los niños a orar por el mundo, para que muchos se salvaran del pecado arrepintiéndose y depositando su fe en su Hijo.
Venga a nosotros tu reino. Hay varios otros lugares en los que muchos dicen haber visto apariciones de la Virgen María, como en Guadalupe, México (1530); La Salette, Francia (1846); Zeitoun, Egipto (1968-1971); Betania, Venezuela (1976); Medjugorje, Bosnia (1981 hasta ahora) y otros. Lo que resalta en todas estas apariciones es que la Virgen María nos sigue llamando a todos a prepararnos para el regreso en gloria de Jesucristo, Nuestro Señor. A menudo se ha mostrado con lágrimas en los ojos, dolida por el pecado del mundo, pero siempre llena de esperanza y gozo.
Destinada desde antes de todos los tiempos a ser la Madre de Dios, la Virgen María continúa invitando a cada uno de los discípulos de Cristo a seguir su ejemplo. Su expresión: “Que Dios haga conmigo como me has dicho” es algo que todos podemos afirmar con fe y confianza.
Queridos hermanos, desde el principio de la creación, cada uno de nosotros fue destinado a recibir la vida de Dios y cada uno es un hijo amado de nuestro Padre, Dios Todopoderoso. Asumamos, pues, nuestra condición de hijos, mientras esperamos con esperanza y confianza la manifestación del reino y la revelación plena de los planes del Padre para cada uno de sus hijos y para toda su creación.
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