La hermosura de la faz de Dios
Vamos con Jesús en busca de la unidad
Como ya lo dijimos, Jesús reza para que seamos uno, por lo que ésta no puede ser una causa perdida.
Si analizamos la oración de Jesús desde un ángulo diferente, veremos que la unidad por la cual pide no es sólo una cuestión de acuerdo doctrinal y litúrgico, y que no reza solamente por las iglesias que surgirían en el transcurso de la historia. Cristo ora por sus discípulos y también por nosotros, los fieles de hoy: “No te ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí al oír el mensaje de ellos. Te pido que todos ellos estén unidos” (Juan 17, 20-21). Es una oración personal del Señor, una petición que brota de su corazón, que sabe que somos propensos a la separación y la división.
Jesús oró para que tengamos unidad con los demás, en todas las amistades que tenemos; quiere que sepamos que la paz viene cuando todos llegamos al mismo sentimiento del corazón y al amor mutuo. Sabe también que el deseo de disfrutar de la unidad con quienes nos relacionamos a diario puede extenderse también a promover la unidad entre las diversas iglesias cristianas. Siendo así, demos una mirada a lo que cada uno puede hacer para buscar y promover esa unidad y ese amor, para que todos lleguemos a ser uno en Cristo.
“Corrió a su encuentro.” En la Biblia encontramos varias historias de división y rivalidad familiar. Por ejemplo, en el libro del Génesis leemos las historias de Caín y Abel, de Jacob y Esaú y de José y sus hermanos. Más adelante, nos enteramos de los conflictos que hubo entre David y Saúl, entre Absalom y Amnón y varios otros casos. Parecería que tan pronto nuestros primeros padres se erigieron en rivales de Dios, nos dejaron un legado de continua hostilidad y división.
No obstante, aun cuando la Escritura habla de dolor y separación, también nos muestra un camino hacia la reconciliación y la paz. Quizás uno de los mejores ejemplos es el episodio de Jacob y Esaú (Génesis 25 a 33). Jacob engañó dos veces a su hermano Esaú: primero, cuando le pidió que le entregara su derecho de primogenitura a cambio de un plato de lentejas; luego le usurpó la bendición de su padre, y para empeorar más la situación, huyó para evitar la ira de Esaú. Por todo esto, no sería raro pensar que Esaú guardaría rencor toda su vida contra su hermano.
Al cabo de quince años de ausencia, Jacob quiso regresar a su lugar de origen, pero no podía hacerlo sin pasar por los terrenos de Esaú, lo cual sin duda le causaba temor: “¿Cómo va a reaccionar Esaú? ¿Se vengará de mí? ¿Se desquitará con mi familia?” Pero sus temores eran infundados. Cuando finalmente se encontraron, “Esaú corrió a su encuentro y, echándole los brazos al cuello, lo abrazó y lo besó. Los dos lloraron” (Génesis 33, 4). No hubo muestras de rencor, ningún intento de hacer un ajuste de cuentas. Esaú había perdonado completamente a Jacob y estaba feliz de tener a su hermano de regreso.
En síntesis, Esaú no esperó a que Jacob se disculpara, no lo enjuició ni esperó a que éste admitiera todas sus faltas. El amor que Esaú sentía por su largamente esperado hermano fue suficiente “porque el amor perdona muchos pecados” (1 Pedro 4, 8).
“Como ver a Dios mismo.” Jacob estaba tan conmovido por la forma tan amable como lo recibió Esaú que le dijo: “Verte en persona es como ver a Dios mismo” (Génesis 33, 10). ¿No sería maravilloso que cuando nuestros familiares, amigos o conocidos nos vieran a nosotros pensaran o dijeran algo parecido? Es posible lograrlo, pero tiene que haber una profunda reflexión de nuestra parte antes de que esto suceda.
Algunos dicen que es necesario llegar a un acuerdo sobre la verdad antes de que se pueda lograr una unidad auténtica. Sería como decir que Esaú debió haberse reservado su expresión de amor hasta que Jacob le hubiera demostrado que había cambiado. Otros dicen que no se puede llegar a un acuerdo sobre la verdad sin antes aceptarse mutuamente unos y otros.
En este “tira y afloja”, la “verdad” pone énfasis en las doctrinas y los hechos y desconfía de cualquier desviación; a su vez, la “unidad” privilegia las relaciones personales y la cooperación, pero al hacerlo puede desviarse de la verdad. El hecho de centrarse más en defender la verdad puede llevar a juicios severos, negativa a perdonar y más división; pero centrarse más en defender la unidad puede llevar a relaciones personales más superficiales o frágiles que no resisten la prueba del tiempo. Este es, por consiguiente, el desafío que tenemos por delante: permanecer centrados en la defensa de la verdad y la unidad al mismo tiempo.
En varias ocasiones el Papa Francisco dice que la Iglesia ha de ser como un “hospital de campaña” y añade: “La Iglesia no existe para condenar a las personas… sino para lograr un encuentro con el amor entrañable de la misericordia de Dios.” También ha dicho: “La Iglesia condena el pecado, porque tiene que transmitir la verdad… Pero al mismo tiempo, acepta al pecador que se reconoce como tal, lo acoge y le habla de la infinita misericordia de Dios.”
También tenemos el testimonio de Jesucristo, Nuestro Señor. Sabemos que él nunca se desvió de la verdad, pero una y otra vez, leemos en el Nuevo Testamento que siempre acogió con amor a las personas antes de enseñarles la verdad acerca de sus situaciones particulares: a la mujer samaritana divorciada varias veces la invitó a beber de su propia “agua viva” antes de hablarle de la vida de pecado que ella llevaba (Juan 4, 10); igualmente, a una mujer sorprendida en adulterio le dijo: “Tampoco yo te condeno” y añadió “ahora, vete y no vuelvas a pecar” (8, 11). Al publicano Zaqueo le dijo que quería ir a cenar a su casa antes de que éste se comprometiera a devolver el dinero que había robado (Lucas 19, 5-8). En cada uno de estos casos no hubo una exigencia que dijera: “Tenemos que llegar a un acuerdo sobre la verdad o no te daré mi bendición.” Y precisamente por esto, la gente pudo “ver el rostro de Dios” y reconocer que ese es el rostro de la misericordia.
Asumir el riesgo. Al igual que los pasajes del Evangelio que hemos citado, la historia de Jacob y Esaú nos exhorta a atesorar la unidad; nos invita a hacer todo lo posible por perdonar, incluso si la persona que nos causó el daño o la ofensa no ha pedido perdón. Cada vez que perdonamos o demostramos misericordia sin esperar a que alguien nos pida disculpas, cambia la atmósfera en el hogar o en el lugar de trabajo, y se hace más fácil que las personas se traten con más paciencia, bondad y respeto.
A comienzos de su pontificado, el Papa Francisco nos instó a salir y “hacer lío”, refiriéndose principalmente a salir al mundo a compartir la buena noticia del Evangelio. Pero las palabras del Papa también nos instan a asumir un poco de riesgo de lío en casa. ¿Cómo así? Porque a veces es arriesgado dar el primer paso hacia la reconciliación, pues no sabemos cómo va a reaccionar la otra persona. Es también arriesgado practicar el tipo de aceptación incondicional que Esaú tuvo con Jacob, pues no sabemos si la otra persona se va a aprovechar de uno.
Pero, cuando el resultado puede ser muy positivo, vale la pena asumir esos riesgos: el restablecimiento de una amistad, una atmósfera de mayor amabilidad, la paz en las familias, etc. Y si tú, hermano, estás todavía indeciso, piensa en Cristo Jesús. Él asumió el riesgo más grande de todos: lo hizo viniendo a la tierra y ofreciéndonos el perdón, la libertad y la sanación “cuando todavía éramos pecadores” (Romanos 5, 8), y nos prodigó sus dones a manos llenas aun cuando nosotros no merecíamos ninguno de ellos. Eso no le importó. Tanto quería que estuviéramos unidos con él que arriesgó su propia vida para lograrlo. Y Dios lo resucitó, tal como nos resucitará a nosotros, especialmente si tratamos de ser instrumentos de unidad.
La búsqueda de la unidad. El Señor quiere que vivamos unidos; quiere resolver las divisiones en las familias y eliminar las divisiones raciales; quiere resolver las divisiones entre ricos y pobres, y más que nada sanar las divisiones entre todos los cristianos. Digámosle, pues, que queremos ayudarle en la búsqueda de la unidad; que estamos dispuestos a dar el primer paso para reconciliarnos con alguien. En resumen, comprometámonos a ser el rostro de Dios para los demás, para que todos lleguemos a ser un solo cuerpo.
¡Vean qué bueno y agradable es que los hermanos vivan unidos! Es como el buen perfume que corre por la cabeza de los sacerdotes y baja por su barba hasta el cuello de su ropaje. (Salmo 133, 1-2)
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