La hermana de todos
El amor de Cristo en la Frontera Oeste
Por: Kathryn Elliott
El hombre le preguntó: “¿De quién eres hermana?”
Sor Blandina Segale se alegró por la oportunidad de identificarse. Se sentía algo intimidada por el vaquero sentado a su lado en la diligencia, pero sus temores se disiparon cuando se dio cuenta de que su compañero de viaje nunca había visto a una monja antes. “Soy la hermana de todos —respondió ella— Alguien que da su vida para hacer el bien a otros.”
Corría el año 1872 y los dos se dirigían desde Steubenville, Ohio a la lejana localidad de Trinidad, en el Estado de Colorado, que entonces era la “Frontera del Oeste”. Blandina, a sus 22 años de edad, iba a ser maestra de escuela y el vaquero iba a buscar fortuna.
Durante toda su vida, y especialmente en los 21 años que vivió en el Oeste, Blandina fue en efecto la hermana de todos. Defensora de la caridad y la justicia, había ayudado a construir escuelas y hospitales; evangelizaba a los forajidos; visitaba a los presos y trababa amistad con personas de origen europeo, nativos americanos y mexicanos por igual. Aun cuando en el Oeste la ley no escrita era “matar o morir”, la ley de Sor Blandina podría resumirse como “amar para que Dios sea amado”.
Mucho que hacer. Este no era el primer viaje largo de Blandina. Su familia había llegado a Cincinnati, Ohio, tras emigrar desde Cicagna, Italia en 1854, cuando ella tenía cuatro años. Inspirada por el espíritu misionero de las diversas hermanas religiosas que le enseñaban, a los 16 años de edad, Rosa Maria Segale ingresó a la Orden de las Hermanas de la Caridad. Después de profesar sus votos perpetuos, adoptó el nombre de Blandina, en recuerdo de una mártir del siglo II. Más tarde, fue enviada a enseñar en Steubenville, Ohio durante seis años, antes de recibir la misión de ir a Colorado.
Blandina trabajaba con otras tres religiosas. Se entregó de plano a su apostolado de enseñar a las poblaciones nativas; pero no se contentaba solamente con enseñar: “Es tanto lo que hay que hacer y tan pocos para hacerlo”, expresó en una carta a su familia. “Me he propuesto el siguiente plan: Hacer todo lo que se presente sin evitar nunca nada por adversidad o repugnancia.” Cuando vio que una escuela se había derrumbado, asumió la tarea de repararla, aunque no sabía nada de construcción. Armada sólo con una barreta, subió al techo y comenzó a dar golpes. Pronto, los transeúntes curiosos y las familias de los alumnos se involucraron recolectando madera y fabricando ladrillos para completar la obra.
Coraje en la frontera. El pueblo de Trinidad era el corazón del “Oeste Salvaje” o “Lejano Oeste”. En los primeros años que pasó allí, conoció a los indios Ute guerreros, los bandidos y pistoleros y los linchamientos por turbas encolerizadas. En ausencia de autoridades civiles que mantuvieran la paz, Blandina recurrió a los principios básicos del Evangelio para contrarrestar la violencia. Estaba convencida de que la reconciliación, la amabilidad y la misericordia no eran sólo conceptos predicados desde el púlpito, sino virtudes necesarias, especialmente para la vida en esas regiones del Lejano Oeste. Para ello organizó un club de “vigilantes” formado por sus mejores estudiantes, que le informaban cada vez que se enteraban de que alguien estaba en algún peligro. Y no quería excluir a nadie. Cuando uno de los temidos indios Ute vino a pedirle auxilio para uno de sus enfermos, Blandina envió a sus jóvenes delegados a traerle el niño para atenderlo.
Fueron también los jóvenes de su club quienes le informaron que un bandido —secuaz del infame facineroso apodado “Billy the Kid”— yacía enfermo y abandonado en una choza en las afueras de la ciudad. Blandina y sus estudiantes empezaron a llevarle alimentos y medicinas. En una de aquellas visitas, también apareció Billy the Kid. Para demostrarle a Blandina su gratitud por cuidar a su amigo, le ofreció hacerle cualquier favor que estuviera a su alcance. Aprovechando el momento, Blandina le pidió que desistiera de su plan de matar a tres médicos de la localidad. Para sorpresa de la religiosa, él aceptó, pero sólo porque le había dado su palabra solemne.
Más tarde, reflexionando sobre este episodio con asombro, Blandina escribió en su diario: “La vida es un misterio. ¿Qué es el corazón humano? Una mezcla de bondad y maldad. ¡Quién ha podido jamás descubrir el secreto de sus reacciones?” Siendo mujer de acción, no intentó resolver el secreto, pero concluyó que podía influir mejor en las personas tratando de entrar en su mundo. Así podían sentirse atraídos a Dios experimentando el amor a través de la generosidad con que ella cuidaba a los necesitados.
Evangelizar a un asesino. Blandina nunca procuró imponer la religión a quienes vivían en el Oeste; pero su confianza en Dios y los actos de servicio desinteresado que realizaba despertaban la curiosidad de la gente. Luego, cuando llegaba el momento de evangelizar, ella estaba preparada.
En el caso del bandolero enfermo, amigo de Billy, Blandina volvió muchas veces a atenderlo sin mencionar nunca a Jesús. Un día, el hombre le dijo que si ella hubiera venido hablándole del arrepentimiento, la moral o cualquier cosa relativa a la religión, él la habría rechazado. Pero como lo había cuidado con tanta bondad y esmero, sin saber si él era “judío, indio o el diablo”, se atrevió a preguntarle: “¿Crees tú que Dios podría perdonar mis muchos pecados?” Blandina le respondió con palabras de la Escritura: “Aunque tus pecados sean rojos como la grana o tantos como la arena de la playa, vuélvete a mí, dice el Señor, y yo te perdonaré.”
El hombre le dijo que lo pensaría. El invierno iba avanzando y la condición del enfermo empeoraba, pero Blandina y algunas de las otras Hermanas de la Caridad seguían visitándolo. En su último día de vida, el hombre se arrepintió, pronunció el acto de contrición y quienes estaban presentes le dijeron a Blandina que se había quedado dormido recitando las oraciones que ella le había enseñado. Ese día, ella escribió en su diario: “Ahora está en las manos justas pero misericordiosas de Dios.”
Liderazgo con amor. Dos semanas más tarde, en diciembre de 1876, le dieron a Blandina una noticia inesperada: la trasladaban a Santa Fe, en Nuevo México, es decir, el punto más lejano del Oeste Salvaje. Naturalmente, otra misión de peligros potenciales, pero ella estaba decidida a ir a donde la necesitaran. Pensando en la nueva misión, recordó que en un retiro reciente había escuchado una charla sobre San José, que había tenido que irse a Egipto. Si José había podido viajar a un lugar desconocido, ella también podía hacerlo.
Afortunadamente, Santa Fe le recordaba a su pueblo en Italia, con sus iglesias antiguas y calles angostas. El espíritu de los franciscanos que habían llegado antes que ella, escribió en su diario, parecía llenar y vivificar toda la atmósfera de la ciudad.
Pero aun cuando a Blandina le gustó la ciudad, el trabajo de misión allí no fue tan sencillo como había sido en Colorado. En lugar de simplemente hacer el bien dondequiera fuera necesario, se encontró con que tenía que tratar con burocracia y papeleo. Los territorios del Oeste estaban en pleno desarrollo y ahora las autoridades municipales aceptaban financiar algunas de sus obras de caridad. Así fue como recibió fondos públicos para sepultar a los difuntos, cuidar a los enfermos e incluso iniciar programas para los necesitados en el primer centro sanitario de la ciudad: el Hospital de San Vicente.
Animado por el trabajo de Blandina, el hospital no tardó en llenarse de tantos pacientes que no daba abasto, hasta el punto de que los trabajadores ferroviarios y los buscadores de oro accidentados no tenían donde reposar y tenían que yacer en el piso. Para resolver el dilema, Blandina llevó al hospital su propio colchón, y aunque ella no era la superiora, una tras otra las Hermanas de la Caridad siguieron su ejemplo. Blandina era sin duda una líder natural, y las hermanas veían ejemplificado en ella el lema de su orden: “El amor de Cristo nos urge.”
Su propia “frontera”. Desde Santa Fe, Blandina dio el próximo pasó fundando escuelas públicas y católicas en Albuquerque, Nuevo México. Después de eso, volvió a Cincinnati, donde pasó sus últimos años atendiendo a los inmigrantes italianos. Postrada en su lecho ya próxima a su deceso, una de las hermanas le preguntó: “¿Qué puedo hacer por usted, hermana?” Ella respondió: “No, hija mía, no por mí, sino por Dios.” Sor Blandina murió a los 91 años de edad, en 1941, tal como había vivido: preocupada por las necesidades de los demás, no las suyas.
El legado misionero de Sor Blandina le ha valido el título de Sierva de Dios, con la posibilidad de transformarse en la primera santa de Nuevo México, ya que se ha iniciado el proceso de su beatificación y posible canonización. La historia de su vida ha sido desde hace mucho tiempo una inspiración para los inmigrantes, trabajadores de la salud, educadores y los defensores de los desposeídos, especialmente en la zona del Suroeste de los Estados Unidos. Sor Blandina tiene igualmente un mensaje para los fieles de hoy: Cada cristiano tiene una frontera, un rincón del mundo que necesita la caridad, el ánimo y la abnegación de Cristo. Todos nosotros, al igual que Blandina, podemos pedirle al Señor que nos conceda la valentía de entrar en estos campos de misión para llevar el mensaje del amor de Cristo a las personas y en los lugares menos pensados.
Kathryn Elliott es redactora de La Palabra Entre Nosotros.
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