La Gloria de la Cruz
El poder de una paradoja
Al comenzar el tiempo de Cuaresma, dirijamos nuestra atención hacia el Viernes Santo, aquel acontecimiento en el que se concentra toda la atención cuaresmal.
Vayamos, pues, hacia el Monte Calvario y observemos detenidamente la cruz de Cristo. No se trata solamente de dos maderos cruzados; tampoco se reduce a una pieza de joyería que mucha gente usa hoy en día. Esta cruz guarda un significado tan enorme y una importancia tan grande que llega a comprender la totalidad de la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo. Es, en efecto, la figura central de toda nuestra vida cristiana. Así pues, en el curso de esta temporada de renacimiento y renovación, fijemos la mirada en Jesús, nuestro Señor, y en su cruz.
Pero no somos los únicos que veneramos la cruz con sincera devoción y gran atención. El propio San Pablo consideraba que esa era la parte más importante de su fe: "En cuanto a mí, de nada quiero gloriarme sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Pues por medio de la cruz de Cristo, el mundo ha muerto para mí y yo he muerto para el mundo" (Gálatas 6,14). Cuando Pablo dice "gloriarme de la cruz" lo que quiere expresar es enorgullecerse de ella, encontrar en ella la razón de su alegría y realización y reconocer que ella encierra un gran valor. Cuando el apóstol escribió estas palabras, se estaba gloriando de la cruz y al mismo tiempo rechazando la noción de enorgullecerse de su propia capacidad o atribuirle gran valor.
Al gloriarse de la cruz, Pablo estaba poniendo sus propias realizaciones, que eran muchas, en segundo plano; estaba de hecho diciendo que la gloria de la cruz sobrepasa todo lo demás. Esto pudo decirlo porque veía que este extraordinario acontecimiento —la muerte de Jesús en la cruz— nos había salvado de la muerte eterna y nos había comunicado la vida imperecedera.
Un bien mayor. Cuando algo bueno sucede, todos tendemos a apreciarlo en la medida en que vemos el bien que hace. Mientras más grande sea el efecto positivo, más nos gusta y hablamos de lo sucedido y, en realidad, nos "gloriamos" de ello.
San Pablo pudo haberse gloriado de muchas cosas, especialmente del sinnúmero de sus propias realizaciones, talentos y atributos. Se podía haber gloriado de su magnífica conversión y de la manera en que el Señor lo escogió para un ministerio especialmente destacado; se pudo haber gloriado de su educación o de su dedicación cuando era fariseo. Se pudo haber gloriado de las muchas iglesias que fundó durante sus viajes misioneros o de cómo fue preparando a muchos servidores del Señor y discípulos suyos, como Timoteo, Silas, Lidia y Lucas. Pero no lo hizo; prefirió gloriarse de la cruz, porque veía que era algo mucho más importante y significativo que todo lo que él pudo haber logrado en su vida.
La cruz constituye el centro y esencia misma de nuestra fe y es aquello de lo que más nos gloriamos, porque creemos que todos somos pecadores que no podemos salvarnos sin la ayuda de Dios. Creemos también que el pecado nos separó a todos de Dios y que el Señor envió a su Hijo al mundo para hacer aquello que no podíamos hacer nosotros mismos. Si no hubiera sido por la cruz, no habría resurrección y tampoco salvación; en realidad, si no hubiera sido por la cruz, no tendríamos esperanza alguna de vida eterna.
La paradoja de la cruz. Así pues, la crucifixión de Cristo resulta ser una de las paradojas más grandes de la historia: La muerte de Jesús nos trajo la vida; su corona de espinas se ha convertido en nuestra corona de gloria; su corazón traspasado nos ha dado un corazón nuevo; su extrema humillación nos ha comunicado una dignidad inimaginable. Para el ojo incrédulo, la cruz no pasa de ser nada más que un simple ejercicio de sufrimiento; pero para los que creemos, la cruz es digna de todo honor porque es el instrumento de salvación; es nada menos que el "poder de Dios" para nuestra vida verdadera (1 Corintios 1,18).
El hecho de contemplar la cruz nos mueve a distinguir dos verdades: primero, que Dios no quiso estar separado de su pueblo amado, porque la injusticia no podía coexistir con la justicia perfecta. El pecado humano ha ofendido a Dios y nos separó de Él; por eso, sólo la muerte de Jesús podía reconciliarnos plenamente con nuestro Padre. Y todo esto nos lleva a la segunda verdad: que el pecado, aquello que nos separó de Dios, no era algo pasajero ni insignificante. La mancha del pecado original no era algo que podía remediarse solamente con un recurso de menor valor: lo que se necesitaba era la muerte del Hijo de Dios.
Estas dos verdades nos permiten ver claramente que la cruz ocupa el lugar central del plan de Dios para la salvación de la humanidad. No fue solamente un detalle más de la historia, ni algo malo que le sucedió a una persona buena. El propio Jesús mismo les dijo a sus discípulos que tendría que sufrir, que lo matarían y luego resucitaría de entre los muertos (Mateo 16,21). El Señor sabía que tenía que aceptar el sufrimiento, la humillación y hasta la muerte, porque no había nada más que pudiera borrar el pecado y despojar al maligno de sus armas. Por eso, por su gran amor a Dios su Padre, y a nosotros los pecadores, voluntariamente aceptó morir en la cruz.
Así pues, si queremos acercarnos más a Cristo en esta temporada de Cuaresma, es preciso que entendamos algo muy importante: que Jesús tuvo que morir para salvarnos. Aquello que a Pedro le llevó tiempo comprender, también tenemos que comprenderlo nosotros: que Jesucristo "llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz, para que nosotros muramos al pecado y vivamos una vida de rectitud" (1 Pedro 2,24). Y así fue como, gracias a su muerte en la cruz, el Señor nos libró de la desobediencia, el orgullo, la vanidad, la envidia y el egocentrismo en los que todos habíamos caído. Su sacrificio en la cruz nos trajo la victoria sobre nuestros propios pecados… ¡absolutamente todos!?
No tropieces. Cuando voluntariamente decidimos desentendernos de la voluntad de Dios o actuar en contra de ella, la cruz se nos presenta como piedra de tropiezo. Cuando Pedro escuchó que Jesús decía que tenía que ir a Jerusalén donde moriría, no dudó en llevarlo a un lado y reprenderlo diciéndole: "¡Dios no lo quiera, Señor! ¡Esto no te puede pasar!" Pero el Señor le respondió con una amonestación: "¡Apártate de mí, Satanás, pues eres un tropiezo para mí! Tú no ves las cosas como las ve Dios, sino como las ven los hombres" (Mateo 16,22-23).
¿Acaso Pedro tropezó aquí porque amaba a Jesús, o fue porque todo iba tan bien que no quería que terminara? No lo sabemos a ciencia cierta, pero lo que sí sabemos es esto: Todos tenemos que abrazar la cruz, es decir, aceptar a Jesús de todo corazón y seguir el camino que Él nos indica.
Cuando contemplamos la cruz de Cristo, vemos dos realidades importantes: la cruz misma y la aplicación de la cruz. La verdad de la cruz es que Jesús murió una sola vez por todos nuestros pecados. Ahora, la aplicación: Aun cuando Jesús murió por todos nuestros pecados, esta es una gracia y una misericordia que solamente llegamos a experimentar cuando reconocemos y comprendemos, o sea aplicamos, el poder de la cruz. Pero no podemos experimentar esta libertad del pecado en forma clara y profunda si conscientemente dejamos que el pecado siga dominando nuestra conducta.
En esto hay que tener cuidado. No se trata de si vamos a cometer pecados; por supuesto que lo haremos, porque somos débiles e imperfectos y vivimos en un mundo contaminado por la maldad; pero Dios, que es rico en misericordia, nos perdona y nos sana de nuestros errores y debilidades. Ahora bien, cuando pensamos y actuamos de una manera que disculpa o promueve el pecado o cuando sabemos que estamos cometiendo faltas y no hacemos nada por evitarlas, convertimos la cruz en piedra de tropiezo. Una cosa es ceder a la tentación y caer en pecado y luego arrepentirse, conscientes de que hemos hecho mal; otra cosa completamente distinta es no hacer nada y dejar que el pecado habitual siga manifestándose libremente en nuestra vida, especialmente cuando sabemos que de esa manera ofendemos al Señor y nos perjudicamos a nosotros mismos.
El mundo en que vivimos no duda en disculpar la mentira, la manipulación y el engaño; es un mundo que aprueba y fomenta el aborto, el matrimonio entre homosexuales, el adulterio y la cohabitación de parejas no casadas. Los hábitos pecaminosos como éstos son contrarios al mensaje de la cruz, que nos pide entregar la vida para servir a Dios y a nuestros semejantes. Si disculpamos o justificamos las conductas de pecado (tratando de mantener vivo el egoísmo en nosotros) tropezaremos y caeremos en el intento de aceptar la cruz.
El Señor le dijo a Pedro y a los demás discípulos: "El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la encontrará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida?" (Mateo 16,25-26). En efecto, ¿de qué nos sirve aferrarnos a las opiniones y actitudes que contradicen las enseñanzas de Jesús, nos separan de Él, nos impiden amar a los demás y nos llevan a una espiral descendente en la vida espiritual de la cual no podemos salir solos?
La victoria es nuestra. Jesús vino a este mundo a entregar su vida en la cruz por la salvación del ser humano. Así pues, su victoria es nuestra victoria; su resurrección es nuestra resurrección; su triunfo sobre el pecado y la muerte es nuestro triunfo. ¿Qué podemos hacer nosotros para reconocer su enorme generosidad y misericordia y agradecérselas? Algo que podemos hacer es meditar diariamente en el significado y la importancia de la cruz y dedicarle atención al Señor haciendo oración todos los días, especialmente en esta Cuaresma. Digámosle a Cristo que reconocemos que somos pecadores y que sentimos una enorme gratitud por el precio que Él pagó en la cruz. Tengamos presente que el poder de su cruz nos puede librar de los pecados habituales que nos persiguen con insistencia y nos mantienen atados. La cruz de Cristo tiene un gran poder, un poder que está a disposición de todo el que quiera pedirlo. Gloriémonos, pues, en la cruz de Cristo para que vivamos a la luz de la victoria que el Señor ganó para nosotros.
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