La Flor de los Mohawks
Santa Kateri Tekakwitha elevada a los altares en 2012
La sociedad en la que nació y creció Kateri aceptaba la inmoralidad sexual y hasta promovía la violencia física, pero ella dedicó su vida a Dios como virgen y persona de oración. Debido a que su actitud contradecía las costumbres y la cultura de su pueblo, sus propios familiares, amigos y vecinos la ridiculizaron y rechazaron desde la adolescencia.
Nacimiento y niñez. Kateri era una joven laica de una tribu iroquesa; hija de un jefe mohawk pagano y una indígena algonquina bautizada católica. Nació en 1656 en la localidad indígena de Ossernenon, actualmente llamada Auriesville, en el Estado de Nueva York.
Esta aldea fue la misma en la que unos diez años antes los indígenas mohawks habían martirizado a los sacerdotes misioneros católicos Santos Isaac Jogues, Jean de Lalande y otros, los primeros jesuitas que llegaron a la Isla de Manhattan en Nueva York.
Kateri tenía cuatro años cuando se produjo una mortífera epidemia de viruela que se extendió por Ossernenon. Sus padres y su hermano murieron a causa de la epidemia, pero ella sobrevivió, aunque el rostro le quedó lleno de feas cicatrices y le afectó gravemente la vista. Su madre la había iniciado en la fe católica, pero al encontrarse huérfana, fue adoptada por dos tías y un tío, con quienes vivió hasta la adolescencia.
Cuando se reunía con sus amigas no jugaba mucho, probablemente porque no veía bien, pero tampoco le gustaba participar en los chismes que corrían entre las muchachas; más bien, prefería apartarse del grupo y dedicarse a rezar. En efecto, se veía en ella una clara dimensión espiritual que era inusual en cualquier persona, pero más aún a una edad tan temprana.
Cuando tenía ocho años, sus padres adoptivos trajeron a su casa a un niño de su misma edad el que, según le dijeron, desde pequeño había sido prometido en matrimonio para Kateri. Ella al enterarse de la noticia, salió corriendo de la casa y se ocultó por el resto del día. En 1667, cuando Kateri tenía 11 años, su padre adoptivo dio albergue a unos misioneros jesuitas que habían llegado a su pueblo; ellos le hablaron más de la fe cristiana.
Cuando tenía aproximadamente 13 años de edad, sus familiares y vecinos empezaron a presionarla para que pensara en el matrimonio, pero Kateri se negó rotundamente y, por el contrario, prometió no casarse ni tener ningún romance porque quería consagrarse enteramente a Dios.
Según relatos de los jesuitas, Kateri era una muchacha modesta, que evitaba las reuniones sociales y solía cubrirse la cabeza con una manta para ocultar las cicatrices de la viruela. Los jesuitas, reconociendo en ella ciertas virtudes excepcionales, quisieron presentarla como única entre “los salvajes paganos.” Kateri llegó a dominar perfectamente las artes femeninas tradicionales, como la confección de ropa y la fabricación de cinturones de cuero; tejía esteras, cestas y cajas de caña y junco; aprendió a cocinar y ayudaba a plantar y cuidar los huertos, faenas que tradicionalmente realizaban las mujeres.
El camino angosto y espinoso. En 1675, cuando Kateri tenía 18 años, llegó a su aldea un sacerdote jesuita francés llamado Jacques de Lamberville y ella comenzó a estudiar el catecismo con él. En cierta ocasión, ella le expresó al padre Jacques el enorme deseo que tenía de dedicarse a “la Oración”, como le llamaba a la fe católica, y le aseguró que quería bautizarse.
El padre Jacques, queriendo estar seguro de que Kateri entendía lo que pedía, le puso ciertas dificultades y condiciones, pero ella dijo que estaba totalmente decidida y que nada, ni siquiera el exilio ni la persecución la harían cambiar de idea. Tanta fue su insistencia que un mes después, el Domingo de la Pascua de Resurrección de 1676, el sacerdote le confirió el Sacramento del Bautismo cuando ella tenía 20 años, aunque lo normal era que los “catecúmenos” (los que se convertían al cristianismo) tenían que pasar un período de dos años de instrucción y prueba antes de ser bautizados.
Pero a raíz de haberse hecho bautizar, Kateri comenzó a enfrentar mucha hostilidad, grandes abusos y rechazo por parte de su tribu, de otros indios e incluso de sus propios familiares. Algunos de los mohawks la acusaron de hechicería y de haber cometido promiscuidad sexual, por lo que el padre Jacques le propuso que huyera a la misión jesuita que había en el territorio de Kahnawake en Canadá, junto al río San Lorenzo, donde se congregaban otras nativas mohawks que se habían hecho cristianas. Finalmente, ella decidió irse, pero tuvo que caminar sola unos 320 km (200 millas) atravesando bosques y montes hasta llegar al pueblo cristiano, en 1677, donde se reunió con las otras nativas conversas.
El historiador Allan Greer relata que la mayoría de los primeros conversos al cristianismo eran mujeres, que vivían el cristianismo como ellas lo entendían, consagrándose en cuerpo y alma a Dios, participando en la mortificación y flagelación de la carne y dependiendo de la caridad. Los jesuitas se oponían a las prácticas de mortificación, pero las mujeres insistían en hacerlas, afirmando que era necesario liberar a su pueblo de sus pecados pasados.
Vida de santidad. En 1679, Kateri hizo un voto de castidad, parecido a la expresión católica de la virginidad consagrada. La joven Tekakwitha se caracterizaba por su piedad, su incansable vida penitente en favor de su pueblo aborigen y por su amor a la Eucaristía. Ya los pobladores de la nueva aldea de Kateri reconocían que era santa.
Cada día llegaba a la capilla a las 4 de la mañana y permanecía allí durante varias horas, rezando sin mover los labios, pero con suspiros del corazón y lágrimas en los ojos. Antes de ir a la confesión cada ocho días, se preparaba durante una hora. Cuando una de sus compañeras le contó que estaban construyendo una nueva capilla, Kateri replicó: “Una capilla de madera no es lo que Dios quiere; Él quiere nuestras almas, para hacer su templo en ellas.”
No pasó mucho tiempo antes de que su tía Anastasia le instara a buscar marido y una hermana adoptiva le insistía que tenía que casarse, para que los hombres no se burlaran de ella ni fuera víctima de las tentaciones del demonio, a lo que ella respondía con mucha serenidad y firmeza: “Ya tengo a Jesucristo como único esposo.”
Pero Kateri conocía bien sus propias intenciones. En marzo de 1679 le pidió a uno de los jesuitas, el padre Cholenec, que la autorizara a dedicar su virginidad a Dios. El sacerdote le dijo que eso era un paso muy serio y solemne y que era algo que ella tenía que pensar muy bien y ponerse en todas las circunstancias. Le dio un plazo de tres días para que lo pensara y se decidiera. Kateri salió de la habitación y regresó a los 10 minutos, diciendo “Padre, no necesito pensarlo más. Este ha sido el deseo de toda mi vida.” Desde entonces, Kateri adoptó el uso de las trenzas sencillas que llevaban las jóvenes iroquesas solteras.
Una de las prácticas de flagelación que hacía Kateri era poner espinas sobre su estera de dormir; luego se acostaba sobre ellas y rezaba por la conversión y el perdón de sus familiares. Kateri vivió en Kahnawake (Caughnawaga) los últimos años de su vida ayudando a los enfermos y llevando una vida de extrema sencillez y mortificación. Allí aprendió más sobre el cristianismo, bajo la tutela de su consejera Anastasia, que le enseñó sobre la práctica de arrepentirse de los pecados cometidos. Cuando las mujeres se enteraron de que en otros lugares había monjas y conventos femeninos, quisieron formar su propia comunidad religiosa y organizaron una asociación informal de mujeres devotas.
Muerte y apariciones. Cerca de la Semana Santa en 1679, las amigas notaron que Kateri había enfermado de gravedad y estaba muy desmejorada. Reconociendo que le había llegado la hora y que le quedaba poco tiempo de vida, los aldeanos se reunieron acompañados por los sacerdotes Chauchetière y Cholenec, y este último le administró los sagrados ritos. Kateri Tekakwitha falleció el miércoles de Semana Santa, el 17 de abril de 1680, a la edad de 24 años en brazos de su querida amiga María Teresa. El Padre Chauchetière dijo que las últimas palabras de Kateri fueron: “Jesús, te amo.”
Después de su muerte, la gente notó un cambio físico. Cholenec escribió más tarde que “Este rostro, tan marcado y moreno, de repente cambió y casi un cuarto de hora después de su muerte, en un momento, se hizo tan hermoso y blanco que lo observé inmediatamente.”
También se dijo que Kateri se les había aparecido a tres personas en las semanas posteriores a su muerte. Una de ellas fue el padre Chauchetière, que dijo que había visto a Kateri junto a su tumba y que ella tenía como “un esplendor barroco; durante dos horas la estuve contemplando… con la faz elevada hacia el cielo como en un éxtasis.”
Reconociendo sus grandes atributos de sencillez, santidad y devoción, los fieles le han atribuido varios títulos a Kateri, como el Lirio de los Mohawks, la Doncella Mohawk, el Lirio Puro y Sensible, la Flor entre Hombres Verdaderos, el Lirio de Pureza y la Nueva Estrella del Nuevo Mundo y, según se dice, a su devoción se atribuye el establecimiento de los ministerios para las tribus indígenas en las Iglesias católicas de los Estados Unidos.
Milagros. La Santa Sede ha declarado como auténticos dos milagros de Kateri. El primero fue la desaparición, en el día de su muerte, de las cicatrices que le dejó la viruela que sufrió cuando era niña. En 1943, el Papa Pío XII declaró este hecho como un milagro, lo que le permitió a Juan Pablo II beatificarla en 1980.
El otro fue en el 2006, cuando Jake Finkbonner, un niño estadounidense fue afectado por una grave infección bacteriana, al punto de que los médicos lo habían desahuciado. La familia hizo mucha oración invocando la intercesión de Kateri Tekakwitha y le pusieron una reliquia de la beata sobre el pecho del niño; la condición desapareció y Jake recuperó totalmente la salud.
En 2011, se aprobó el nuevo milagro, que dio paso a la canonización de Santa Kateri Tekakwitha, la primera indígena americana, que fue elevada a los altares por el Papa Benedicto XVI el 21 de octubre de 2012.
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