La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Mayo 2013 Edición

La fidelidad y la justicia de Dios

Misterios insondables de la Divinidad

La fidelidad y la justicia de Dios: Misterios insondables de la Divinidad

Debe haber sido difícil haber crecido como griego o egipcio en la antigüedad, sobre todo si uno era religioso, porque no solo tenía que ofrecer sacrificios a diversos dioses, sino que nunca estaba seguro de lo que estos dioses decidieran hacer.

A diferencia de Yahvé, el Dios de Israel, los dioses Zeus, Amón-Ra y muchos otros eran un grupo de conducta bastante impredecible, ya que bien podían desencadenar una grave plaga sobre la gente o premiarla con una larga vida de tranquilidad y prosperidad, y poco tenía que ver con lo bien o mal que uno se hubiera comportado o cuantos sacrificios hubiera ofrecido. La gente vivía con el constante miedo de enfadar a algún dios, y aunque uno no hiciera nada personalmente, siempre existía el peligro de que estallara una batalla entre dos o más dioses, lo que daría lugar a una gran inundación, un terremoto o alguna otra catástrofe devastadora.

¡Qué diferente era para el pueblo de Israel! Ellos adoraban a Yahvé Dios, que todo lo había creado de la nada, el Señor que gobernaba toda la creación y que no competía con ningún otro dios. Yahvé era (y es) el único Dios verdadero, que nunca cambiaba y cuya alianza con Israel era eterna y que estaba literalmente “escrita en piedra”.

Dios es fiel. Esta creencia de que Dios es inmutable era la razón por la cual los hebreos podían confiar en Yahvé. En realidad no se podía “confiar” en Zeus, Poseidón u Osiris, porque nadie sabía lo que uno de ellos decidiera hacer un día; pero sí era posible confiar definitivamente en Yahvé, porque Él era absolutamente fiel a su palabra y sus pactos. También se podía confiar en Él porque había revelado que era un Dios “tierno y compasivo, paciente y grande en amor y verdad! Por mil generaciones se mantiene fiel en su amor” (Éxodo 34,6-7). Dios nunca cambia; pero no solo eso: el Señor es tierno y bondadoso, compasivo y misericordioso. Es el Dios que se comprometió con su pueblo mediante un pacto; que nos ha llamado a salir de la oscuridad del pecado y nos ha traído a una tierra de gran promesa y bendición.

Dios ha querido comunicarse con sus hijos desde el principio y nos ha hecho grandes promesas y no cambia de idea; su propósito ha quedado establecido para siempre. Si ahora actuara de un modo diferente, en contra de sus promesas pasadas, eso significaría que no es un dios verdadero; es decir, no sería Dios.

En cuanto a nosotros, siempre que negamos a Dios o desobedecemos sus mandamientos, cuando pensamos o actuamos de cualquier modo que pone en duda las abundantes bendiciones que el Señor nos ha dado, confirmamos una verdad básica de nuestra humanidad: que somos pecadores, ingratos y desobedientes. Dios es fiel, pero nosotros no lo somos. Cambiamos de ideas y adaptamos nuestros razonamientos y acciones de acuerdo a lo que nos convenga en el momento; es decir, somos muy caprichosos y diferentes al Todopoderoso y Altísimo, que es eterno, perfecto, inmutable y que reina en las alturas.

Pero la buena noticia del Evangelio es que los humanos podemos llegar a ser como Dios, que es fiel y verdadero. ¡Ya no estamos encadenados por el pecado; estamos redimidos y somos libres! De hecho, Dios se deleita reformando nuestro carácter, para que lleguemos a reflejar su bondad y su perfección cada vez más.

La justicia de la cruz. Pero hay otra dimensión importante de la fidelidad de Dios: su justicia. Tal vez nos parezca que son dos aspectos contrapuestos de Dios, pero en realidad están estrechamente relacionados entre sí. Toda vez que la Escritura habla de la justicia de Dios, lo hace en relación con su fidelidad. Dios es justo porque no cambia; es justo porque siempre actúa de acuerdo a su identidad y a lo que ha prometido. Dios sería injusto si dejara de cumplir una promesa. Si alguna vez cambiara de idea, eso significaría que es imperfecto, que no cumple su palabra y que no es Dios. Que el Señor cambiara de conducta de esa manera sería en realidad una injusticia inconcebible.

¡Pero Dios es justo; Dios es fiel! Incluso viendo la persistente infidelidad de la humanidad, Dios ha cumplido sus promesas con toda fidelidad. Cuando nuestros primeros padres desobedecieron, el Señor prometió enviar un salvador (Génesis 3,15), y a partir de aquel momento hizo todo lo necesario para que se cumpliera su promesa. Por medio de Abraham, formó un pueblo para sí (17:4-8). Incluso cuando su pueblo desobedeció y empezó a adorar a dioses falsos (2 Reyes 22,15-20), Dios permaneció fiel y prometió restaurarlos (Jeremías 31,33-34.38-40). Nunca dejó de cumplir su palabra, incluso hasta el punto de enviar a su propio Hijo para salvarnos de la injusticia de nuestros pecados.

La justicia de Dios—la fidelidad con que cumple sus promesas—resplandece con más brillo en la cruz y la resurrección de Jesucristo. Por encima de todo lo demás que Dios ha hecho en la historia, la cruz nos demuestra que Dios no cambia; que pagó el precio más alto precisamente para purificar a su pueblo del pecado y unirlo a sí mismo con amor. Jesús se mantuvo firmemente comprometido a realizar el plan del Padre, aunque le costara su propia vida; pero Dios, que cumple fielmente todas sus promesas, resucitó a su Hijo de entre los muertos, y por intermedio de Él, nos ofrece a todos librarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte.

¡Se ha hecho justicia! Pero no la falsa justicia de un Dios encolerizado que descarga su ira sobre su Hijo en lugar de castigarnos a nosotros, ni aquel sentido poco “gratificante” que alguien pueda percibir al vengarse cruelmente de sus enemigos. No, fue la justicia de la fidelidad de Dios, en la cual podemos confiar en cualquier situación.

Fe en Aquel que es fiel. Es posible que estas verdades sobre la fidelidad de Dios, de la que nos hablan las Sagradas Escrituras, parezcan un poco distantes y ajenas a nuestra vida diaria. Vivimos en una época compleja y de grandes confusiones, en la que cuesta tener confianza en algo y en la que a cada instante se duda de la verdad. Pero es precisamente por esto que necesitamos la fe, como la define la Carta a los Hebreos: “Tener fe es tener la plena seguridad de recibir lo que se espera; es estar convencidos de la realidad de cosas que no vemos” (Hebreos 11,1).

En toda la Escritura leemos relatos de hombres y mujeres que, por la fe en Dios, desafiaron situaciones que parecían adversidades insuperables y no quedaron decepcionados. Por ejemplo, Moisés que creyó que solo levantando sus manos sobre el Mar Rojo, todo el pueblo de Israel se salvaría del ejército del Faraón; o los profetas Simeón y Ana, que llevaban años en el templo esperando al Mesías, sin saber cómo distinguir un bebé de otro. O también la joven María de Nazaret, que siendo virgen aceptó concebir y dar a luz al Hijo de Dios.

También podemos pensar en aquellos que no confían en el Señor ni en sus promesas, sino en otras personas o cosas. Son por lo general los que razonan solo según su lógica humana, pero al final se dejan llevar por filosofías falsas y contradictorias y por el espíritu de egocentrismo, y muchos que se consideran “inteligentes” no aceptan consejos ni asumen la responsabilidad de sus actos. Son personas que actúan con una mentalidad parecida a la del Rey Herodes, que se dejó dominar por la envidia y la inseguridad; o del Rey David, cuya sensualidad lo llevó a cometer adulterio y asesinato; o del Sumo Sacerdote Caifás, cuyo abuso de poder desencadenó a una feroz persecución contra el Señor y sus seguidores.

Los fieles de hoy también tendremos que afrontar desafíos que pondrán a prueba nuestra fe. En situaciones como éstas, nuestra mejor respuesta es aferrarse con fuerza a las verdades de Dios: su amor, su sabiduría, su fidelidad y su justicia. La mejor estrategia es afrontar estos desafíos usando todas las herramientas y armas que tenemos a nuestra disposición: las herramientas naturales de la lógica, la experiencia y la imaginación; y las armas sobrenaturales de la fe, las promesas de Dios, las enseñanzas de la Iglesia y la oración.

Cómo resolver nuestra infidelidad. Queda naturalmente claro que, pese a todo lo que hemos dicho acerca de la fidelidad de Dios, el ser humano sigue siendo pecador y aún no hemos eliminado nuestra infidelidad. El pecado es una afrenta a Dios y el Señor no lo pasa por alto. Pero hay que tener cuidado cuando empezamos a pensar en cosas como la ira de Dios y sus castigos, porque no estamos diciendo que Dios se llene de ira ni que se sienta orgullosamente satisfecho vengándose de un malhechor. En realidad, tenemos que darnos cuenta de que siempre que pecamos, estamos rechazando a Dios y dándole la espalda. Y si nos negamos a reconocer los pecados cometidos ni nos arrepentimos ni cambiamos de conducta, simplemente es imposible acercarse al Señor y permanecer en su presencia. Dios no está esperando la oportunidad de condenarnos y castigarnos; somos nosotros los que le hemos dado la espalda para seguir nuestro propio camino y obviamente cosechamos las consecuencias de nuestros actos.

Esta es la razón por la cual Jesús abrió sus brazos en la cruz: para librarnos del poder del pecado, a fin de que aprendiéramos a ser fieles. Jesús confió en la fidelidad del amor de Dios, aun cuando sufrió grandes tentaciones y enfrentó la agonía de la cruz, pero siguió adelante. Ahora, habiéndonos redimido por la obra de aquella misma cruz, ha abierto una senda para que lo sigamos: una senda de confianza, fidelidad y entrega.

El Señor quiere que todos depositemos nuestra fe en su Persona, que vengamos a su lado para recibir la salvación y el don del Espíritu Santo. Esto es lo más importante, porque gracias al Espíritu Santo, podemos adquirir la capacidad de hacernos santos como Jesús es santo, de ser tan fieles como Él es fiel.

Aseguremos la gracia de Dios. Habiendo ya celebrado el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés, pidámosle al Espíritu Santo que unja nuestro corazón y abra nuestra mente para entender más cabalmente el amor y la gracia de nuestro Padre divino. Pensemos en los atributos que hemos estudiado en estos artículos y pongámoslos como cimientos de nuestra fe. Así llegaremos a saber quién es Dios y buscaremos su amor y su misericordia, su sabiduría y su bondad, su fidelidad y su justicia cada día. Pídele tú también, hermano, al Espíritu Santo que te revele la grandeza de nuestro Dios y te ayude a reconocer el nocivo engaño del pecado y el afán de autosuficiencia. Pidamos todos la gracia de renunciar a la oscuridad del mundo y entrar en la luz gloriosa de Cristo. Unidos con todo su pueblo, confiemos en que Dios, que nos ha traído hasta donde estamos ahora, nos ama y nos llevará a su Reino.

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