La esperanza de la transformación
Por lo general, los niños se fascinan con muchas cosas que para los adultos no tienen nada de especial.
Por ejemplo, ¡cuánto les gustan las orugas! Mucho antes de transformarse en mariposas, estos curiosos “gusanitos” ya han captado la fértil imaginación de los pequeños. Luego, cuando los niños ven que de estos raros insectos salen bellas mariposas, la fascinación pasa a ser admiración y fantasía. Aquello que al principio parecía una combinación de gusano e insecto da paso a una criatura alada y multicolor que derrocha gracia y hermosura y que alegra el corazón.
Parte de la razón por la cual las orugas y las mariposas resultan tan atractivas es la transformación que experimentan. Comienzan siendo un insecto que se arrastra por el suelo, pero terminan siendo bellas criaturas que pueden volar por el aire posándose de flor en flor. Seguramente es por esto que en muchas parroquias se usa la figura de la oruga como símbolo del tiempo de Cuaresma, porque en esta particular temporada del Año Litúrgico, la Iglesia nos insta a experimentar nuestra propia transformación, un cambio que nos ayude a librarnos un poco más del estilo de vida del mundo y nos lleve a unirnos más plenamente a Jesús.
¿Para qué transformarse? La Cuaresma es una época en la que podemos afirmar que cada uno de nosotros fue creado a imagen y semejanza de Dios, y el Señor, aunque sabe que cometemos pecados, nos ama personalmente y nos pide que seamos “muy buenos” (Génesis 1,31),. La Cuaresma es también una temporada en la que Dios nos ofrece la oportunidad de librarnos del pecado y llenarnos de su gracia divina y de todo lo bueno que hay en nosotros mismos. Esta es la transformación que el Espíritu Santo desea producir en cada cristiano. El cambio que experimenta una oruga cuando se transforma en mariposa es un proceso natural, pero el cambio de vida del cristiano no es automático. Más aún, es imposible lograrlo sin el poder sanador y renovador de la gracia de Dios.
San Pablo nos aconseja con estas palabras: “No vivan ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambien su manera de pensar” (Romanos 12,2). Si bien el apóstol nos desafía a esforzarnos por cambiar nuestra manera de pensar y actuar, esa no es más que una pequeña parte de lo que hace falta hacer. Sí, es cierto que uno debe cuidar su conducta; es cierto que hay que examinarse los razonamientos y las motivaciones; que hay que proteger la mente de lo que captan los sentidos y que debemos fortalecer nuestra fe. Pero no estaríamos en lo correcto si sólo nos preocupáramos de lo que tenemos que hacer nosotros y no tomáramos en cuenta lo que hacen, o quieren hacer, el Espíritu Santo que vive en nuestro corazón y la gracia de Dios, que siempre se derrama sobre sus hijos.
Así pues, al comenzar el tiempo de Cuaresma, reflexionemos sobre la esperanza de la transformación, de manera que cuando llegue la Pascua, nos resulte más fácil pensar y caminar con Dios, o incluso “elevarnos hacia el cielo” como una mariposa para estar con Él.
¿Qué significa esta transformación? Pensemos por un momento en los principios que fundamentan la transformación en Cristo, para lo cual tenemos que volver a la fuente bautismal. La Escritura nos dice que cuando fuimos bautizados pasamos de la muerte a la vida, del pecado a la libertad (Colosenses 2,12-15). En las aguas del bautismo, el Espíritu Santo vino a habitar en nuestro corazón y nos infundió el poder divino que nos transforma y nos renueva. Pero este poderoso don de Dios lo recibimos en forma de semilla, no como una planta ya crecida y desarrollada (1 Pedro 1,23), y si bien esta semilla tiene todo el potencial para producir la santidad en el alma del cristiano, es preciso alimentarla como cualquier otra semilla. Esto podemos hacerlo llevando una vida de fe práctica, oración, obediencia a Dios, recepción de los sacramentos y obras de amor en beneficio de nuestros semejantes.
San Pablo decía que esta es la “vida nueva” que es diferente de la “vida antigua”. Cuando instaba a sus seguidores a dejar atrás la vida antigua y adoptar la vida nueva, les decía que tenían que “hacer morir” los pecados tales como “el enojo, la pasión, la maldad, los insultos y las palabras indecentes” (Colosenses 3,5.8). Pero no sólo les dijo que tenían que rechazar las acciones y pensamientos que se oponen a Jesús, sino que en la línea siguiente les recuerda que “[ustedes] se han revestido de la nueva naturaleza: la del nuevo hombre, que se va renovando a imagen de Dios, su Creador” (3,10), y a continuación les da una breve lista de ejemplos que caracterizan la vida nueva: “compasión, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia” (3,12-14), junto con perdón, acción de gracias, oración y amor.
Por eso, “vivir una vida nueva” significa que hay que luchar por renovar la manera en que uno razona y actúa, pero también buscar la gracia del Espíritu Santo para que nos ayude a realizar esos cambios. Los esfuerzos que hagamos por cambiar son buenos y pueden dar fruto positivo, pero sólo hasta cierto punto. En última instancia, lo que hagamos personalmente nunca será suficiente, ya que por nosotros mismos no podemos lograr la renovación de nuestra mente. Tal vez una manera más clara de expresarlo es decir que el esfuerzo humano consiste en utilizar todos los recursos que tenemos, mientras que para vivir una vida nueva se necesita poseer una nueva fuente de energía: el poder divino.
Cuando experimentamos este poder, que es como si se diera rienda suelta a la fuerza del Espíritu que se nos dio en el Bautismo, recibimos inspiración para complacer a Jesús y el convencimiento de que efectivamente poseemos una nueva fuerza que no proviene de nosotros mismos y que nos lleva a amar a Dios. También comenzamos a ver que nuestros esfuerzos humanos se fortifican con el poder ilimitado de la gracia de Dios y recibimos la capacidad de pensar, actuar y vivir más como Jesús. Así llegamos a “percibir” la gracia de Dios, que va fortaleciendo nuestra naturaleza humana.
¿Puedes ver la diferencia? Por una parte, podemos usar los recursos que tenemos y desarrollar nuestros dones y talentos más y más cada día, pero esto es diferente de recibir la vida nueva en Cristo. Esta vida nueva significa aceptar y creer que la obra de la salvación que Dios nos ofrece es la única manera de ser transformados y llegar a la santidad. Es el poder de Dios que actúa en los fieles y que nos ayuda a dejar de pecar. Por eso San Pablo nos exhorta diciéndonos: “Revístanse ustedes del Señor Jesucristo, y no busquen satisfacer los malos deseos de la naturaleza humana” (Romanos 13,14). Sí, es cierto que nosotros tenemos que hacer algo personalmente en este proceso de transformación, pero mientras más nos esforcemos, Dios se muestra “aún más bondadoso” (5,20).
¿Fe o esfuerzo inútil? La Escritura también nos insta a cuidarnos para no seguir viviendo de acuerdo a los criterios contaminados de nuestra vida anterior (Efesios 4,17). Esto significa que para nosotros es posible reconocer que la verdad está en Jesús, pero no dejar de razonar como lo hacíamos antes. Al parecer, mucho es lo que depende de lo que suceda en nuestra propia mente. ¿Por qué? Simplemente porque el poder divino, la revelación del cielo y la gracia de Dios no pueden tener mucha influencia en una persona que está dominada por su equivocada manera de pensar.
Lo peor de todo es que los razonamientos inútiles no le ofrecen a la persona ninguna razón valedera para vivir. El que no ha renovado su manera de pensar se pregunta “¿Por qué nací yo?” Para el que está dominado por razonamientos miopes y vanos, la vida no es más que una larga sucesión de acontecimientos buenos y malos que hay que experimentar, pero sin que tengan significado alguno. En último término, esta forma de pensar lleva a la incomprensión, la frustración, la inseguridad y una conducta destructiva. A nuestro juicio, esta es una de las razones por las cuales hay tanta gente confinada en las cárceles y en los sanatorios; por eso vemos que hay una industria mundial y multimillonaria de la pornografía, y es también la razón por la cual vemos que hay una falta de aprecio y respeto cada vez mayor por la vida humana.
En lo profundo de nuestro ser, todos queremos descubrir el significado de la vida, pero si tratamos de llenar el vacío con deseos vanos y esperanzas inútiles, estas cosas nos dejan decepcionados. Si vivimos encajonados en las limitaciones de nuestro propio razonamiento, no lograremos encontrar respuestas a las muchas interrogantes que nos asaltan y terminaremos dejándonos llevar por la inseguridad y el desaliento.
En cambio, si nos proponemos vivir una vida nueva de fe en Cristo Jesús, nuestro Señor, descubriremos que el poder de Dios empieza a actuar poderosamente en nuestra vida. Es una fuerza que fluye de la Cruz y de la resurrección de Cristo; es una energía viva que nos permite elevar el corazón al cielo, para que nuestro Padre nos llene de su amor y nos transforme, y así un día lleguemos a ser más semejantes a su Hijo, nuestro Salvador. Dios mismo es quien interviene en nuestra vida para satisfacer con su amor los anhelos más profundos del corazón y llevarnos a la transformación.
Dios hace su parte. Entonces, ¿cómo podemos saber si el poder de Dios está actuando en nosotros? Lo sabemos cuando comenzamos a percibir señales de la presencia y el amor de nuestro Padre y nos sentimos movidos a postrarnos ante Jesús para adorarlo y decirle cuánto lo amamos; cuando descubrimos que ha surgido en nuestro interior una nueva fortaleza que nos ayuda a rechazar el pecado, un nuevo dinamismo que nos capacita para actuar de una manera más semejante a la de Cristo; cuando nos damos cuenta de que empezamos a actuar más como la Virgen María cuando llevaba al niño Jesús en su seno: siempre guardando los sentimientos en el corazón y meditando en ellos, siempre pensando en Jesús, siempre queriendo saber lo que Dios nos va a mostrar a continuación.
A medida que el poder de Dios nutre en nosotros la semilla plantada en el Bautismo, descubrimos que empezamos a dar nuevos frutos de una forma casi natural, tal vez siendo más amables, más bondadosos, perdonando más y preocupándonos más del bienestar de nuestros semejantes. También descubrimos que las cadenas del pecado se empiezan a soltar o incluso a romper en nuestra propia vida (2 Corintios 10,5).
Queridos hermanos, la llamada a la transformación en Cristo es para toda la vida. Pero la Cuaresma es una temporada especial en la que se nos pide dejar tiempo extra para dedicarlo a Jesús haciendo oración y meditación, para decirle algo como lo siguiente: “Amado Jesús, quiero parecerme más a Ti, quiero experimentar la transformación de mi vida. Quiero que renueves mi forma de pensar.” Si oramos de esta manera, con fe y persistencia, podremos ver cambios verdaderos en nuestros razonamientos y conducta en los próximos 40 días. Sólo hace falta esforzarse un poco y perseverar; el resto lo hará la gracia de Dios.
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