La conversión y santificación de un soldado
Breve reseña biográfica de San Ignacio de Loyola
Ignacio López de Loyola nació en 1491 y creció en el castillo de su familia en el país vasco del norte de España, donde recibió la educación tradicional de las familias nobles.
Siendo romántico de corazón, solía soñar con las hazañas militares que realizaría y con las hermosas doncellas que cortejaría. Pero teniendo menos de 30 años de edad, todos sus sueños se le vinieron abajo cuando el proyectil de un cañón le hirió gravemente la pierna derecha en la batalla de Pamplona, a raíz de lo cual terminó cojeando durante el resto de su vida.
Un hombre apasionado. La herida que sufrió en Pamplona fue un momento decisivo en la vida de Ignacio. Fue durante su larga y dolorosa convalecencia que empezó a sentirse interesado en el Señor y decidió que, en lugar de buscar la gloria de hazañas militares y el honor del mundo, se convertiría más bien en soldado del ejército celestial y trataría de lograr conquistas espirituales.
Y eso fue lo que hizo. Ignacio siempre había sido un joven apasionado y, tras su conversión, su naturaleza impetuosa encontró otro interés que le fascinó: la Persona de Jesús. Así pues, cuando se hubo recuperado lo suficiente para poder viajar, se dirigió a la ciudad de Montserrat, en la que hay un santuario dedicado a la Virgen María. Allí, tan decidido como siempre, hizo una confesión general de todos los pecados de su vida. Luego se pasó toda la noche en profunda vigilia; luego, se despojó de sus finas vestiduras y de sus armas y se vistió con las ropas ásperas de un mendigo. Luego decidió dirigirse a Jerusalén, donde quería dedicar su vida a orar en los lugares en los que Jesús había luchado contra Satanás.
Era obvio que Ignacio no se contentaría con una conversión a medias. Tal como lo había hecho con todos sus proyectos anteriores, se entregó a cultivar su nueva vida con todas las fuerzas, la devoción y la decisión que pudo reunir. ¡Se iba a convertir en santo aunque le costara la vida!
Pero algo sucedió que vino a ser un momento más decisivo aún para Ignacio. Después de su estadía en Montserrat, se detuvo en la ciudad de Manresa, con la intención de pasar unos días pidiendo limosna y preparándose para su viaje, pero sucedieron cosas inesperadas que lo detuvieron allí por diez meses completos. Esta prolongada estadía en Manresa terminó siendo una gran bendición, porque puso a Ignacio en una trayectoria totalmente diferente que le produjo un impacto profundo, no sólo en su vida sino también en la iglesia a la que finalmente terminaría sirviendo.
Cristianismo extremo. Cuando recién llegó a Manresa, Ignacio quiso mantener la extrema austeridad que había adoptado en Montserrat: ayunos rigurosos, disciplina con mortificación, renunciamiento extremo, un mínimo de sueño y horas incontables de oración. Estaba decidido a doblegar todos los impulsos de su naturaleza caída y reformar su vida interior de la manera más completa posible. Un ejemplo resulta elocuente: Ignacio se había preocupado siempre de su apariencia personal, por lo que trató de contrarrestar su vanidad dejándose crecer el cabello y las uñas de manos y pies con total descuido.
Pero esta táctica no le funcionó muy bien. Durante los primeros cuatro meses que estuvo allí, se sintió atormentado por la culpa de pecados pasados que ya había confesado, y se sentía tentado a vanagloriarse por la manera en que procuraba humillarse. El miedo de que jamás lograría avanzar en la vida espiritual empezó a hacer presa de él. Tan grave se puso la situación que incluso pensó en arrojarse ventana abajo para encontrar alivio para el tormento de su mente, pero solamente el pensamiento de que el suicidio era un pecado mortal le impidió llevarlo a cabo. Con todo, hubo ocasiones en que apenas le parecía estar vivo. Al menos dos veces se vio tan enfermo por la negligencia de sí mismo que estuvo al borde de la muerte y necesitó atención médica para recuperar la salud.
Después de un ayuno de toda una semana que le resultó infructuoso, el confesor le ordenó comer y le prohibió que volviera a confesar los mismos pecados del pasado. Consciente del valor de la obediencia por encima de todo, Ignacio acató la orden, y sólo cuando lo hizo empezó a ver que las cosas iban cambiando. El sentido de culpa por sus pecados antiguos desapareció. Se bañó, se cortó el pelo y las uñas y empezó a comer con mayor regularidad; además, dejó de lado algunas de sus prácticas de mortificación.
Esta moderación le trajo cierta calma y una mejor disposición para percibir y aceptar la voluntad de Dios, a quien venía buscando desde Montserrat. Es decir, en lugar de tratar de esforzarse por encontrar al Señor mediante actos heroicos pero imprudentes, Ignacio adoptó un ritmo de vida más calmado para que fuera el Señor quien lo encontrara a él y lo abrazara. Como resultado, descubrió una enorme alegría, una paz más profunda y una oración más productiva. Ya no era él quien se empeñaba por hacer que sucedieran las cosas en su vida espiritual; más bien, dejaba que Dios hiciera el trabajo y él cooperaba.
Un hombre nuevo con una mente nueva. Los resultados fueron asombrosos. Casi en la misma época en que Ignacio empezó a cuidarse más, también empezó a experimentar la presencia del Señor en su oración de una manera nueva y profunda. Ciertas verdades, como la Santísima Trinidad, la presencia real de Cristo en la Eucaristía y la naturaleza humana de Jesús empezaron a cobrar sentido para él, de manera que se le quedaron grabadas no sólo en el intelecto, sino también en el corazón, todo lo cual empezó a aflorar en una actitud más apacible y una mejor disposición.
Todas estas experiencias llegaron a su punto culminante un día, probablemente en el otoño de 1522. Al salir de una iglesia en las afueras de Manresa, Ignacio se sentó junto al río Cardoner y se puso a orar. Hablando de sí mismo en tercera persona, más tarde describió de esta manera lo sucedido:
Y estando allí sentado se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas . . . y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas . . . Y esto fue en tanta manera de quedar con el entendimiento ilustrado, que le parecía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto” (Autobiografía de San Ignacio de Loyola, 30).
Este fue el segundo momento decisivo para Ignacio. De hecho, a menudo decía que esta experiencia junto al río Cardoner fue más intensa y le cambió la vida más que todas las otras experiencias juntas que había tenido en la oración.
¿Qué fue lo que experimentó Ignacio al borde del río? Nunca lo dijo expresamente, aunque aquellos que lo acompañaron más tarde se lo preguntaron varias veces. Pero la propia historia de su vida contiene indicios que tal vez nos ayuden a responder la pregunta.
Ignacio quedó convencido de que aquello que experimentó junto al río no era sólo para él, sino para todos. Vio que Dios quería darse a conocer a todos los humanos, y hacerles experimentar su amor con la misma intensidad con que él lo había hecho. Vio también que Dios quería colmar a sus hijos de entendimiento espiritual, y abrirles el corazón y el intelecto para darles a conocer el sentido de la Sagrada Escritura, de la propia Identidad Divina y de su perfecto plan de salvación. Esta es la razón por la cual Ignacio comenzó a organizar sus apuntes acerca de la vida espiritual y redactar un manual que pudiera usar para ayudar a otras personas a acercarse al Señor. De ahí surgieron los Ejercicios espirituales de San Ignacio que hoy conocemos.
Ignacio utilizó sus ejercicios espirituales para guiar a otras personas a recibir este tipo de experiencias. Les enseñó a leer un relato de la Biblia (como la Última Cena o la Anunciación) de una manera que el lector se situaba imaginariamente como espectador en medio de lo que sucedía. De esta manera, con la ayuda del Espíritu Santo, podían “percibir” lo que Jesús o la Virgen María o algún otro apóstol estaba sintiendo y experimentando, y aprender así cuál era la voluntad de Dios y enamorarse del Señor con mayor profundidad. Así era como el propio Ignacio oraba en Manresa, y le resultó tan provechoso que estaba seguro que cualquier otra persona se beneficiaría también.
Todo lo que había experimentado, sus ejercicios espirituales y lo que estudió más tarde lo llevaron a fundar la orden de los jesuitas, la “Compañía de Jesús”, una de las más importantes de la Iglesia. La fiesta de San Ignacio de Loyola se celebra el 31 de julio.
El arte de ser cristiano. Todo esto nos lleva a una pregunta y a una invitación. La pregunta es: ¿Quiero recibir yo lo mismo que tuvo Ignacio? ¿Creo que Dios puede revelarse a mí de una manera cada vez más profunda y que esta revelación puede llenarme el corazón y aliviar mis pesares? Queridos hermanos: efectivamente, claro que es posible que nosotros conozcamos a Jesús con la misma intensidad con que lo conoció Ignacio. Después de todo, antes de su conversión, no era más que un aspirante a soldado lleno de egoísmo y vanidad; pero a través de la oración, la perseverancia y la humilde apertura de su corazón, llegó a transformarse en un seguidor apasionado y alegre de Jesús. Si Dios pudo cambiar a Ignacio, ¡claro que puede cambiar a cualquiera de nosotros!
En cuanto a la invitación, es una que viene directamente del Señor. Jesús invita a cada uno de sus fieles a tener su propia “experiencia de Manresa”, es decir, nos invita a buscar su revelación; a encontrar una nueva libertad y confianza en su amor; nos invita a iniciar una vida de verdadera santidad, incluso mientras llevamos a cabo nuestras actividades cotidianas. Obviamente, no tenemos que pasar por todos los rigores a los que se sometió San Ignacio, pero sí tenemos que aprender el arte de seguir a Jesús de todo corazón y recibir su amor y su paz.
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