La conquista de una montaña de temores
En Cristo puedo lograr la victoria
En junio de 1924, a la edad de 38 años, murió Jorge Mallory, uno de los alpinistas británicos más célebres.
Habiendo intentado y fracasado dos veces antes, trató por tercera vez de subir hasta la cima del Monte Everest y cuando ya había escalado bastante, de repente se perdió el contacto con él. No fue sino hasta 1999 que otro grupo de montañistas descubrió su cuerpo congelado cuando apenas le quedaban 2.000 pies (unos 600 metros) para llegar a la cumbre.
Un tiempo después de la desaparición de Mallory, sus amigos se reunieron en un banquete en Inglaterra para rendirle honor, con la asistencia de algunos de los alpinistas que habían sobrevivido a aquella fatídica expedición. Al concluir el banquete, uno de los sobrevivientes se levantó, observó las muchas fotos de Mallory y sus compañeros que se exhibían en las paredes, y luego se viró para contemplar una enorme foto del Monte Everest y entre sollozos exclamó: “Monte Everest, tú nos derrotaste una vez y luego una segunda vez y hasta tres veces. ¡Pero un día te derrotaremos nosotros a ti, porque tú no puedes hacerte más grande, pero nosotros sí podemos!”
Para muchos de nosotros, el temor es el Monte Everest de nuestra vida. Es como una montaña imponente, inmutable, que nos abruma y nos paraliza, y nos convence de que las conquistas no valen la pena los riesgos.
Es claro que todos experimentamos el miedo de una forma u otra. Pero hay una diferencia entre los temores comunes que surgen como parte de la vida normal en este mundo y los miedos excesivos que a veces nos mantienen encadenados por años. Si te parece que este segundo tipo de pánico o temor extremo es lo que te sucede a ti —o sea, sufrir de un miedo irracional a la oscuridad, a lo desconocido, incluso a ciertas personas, al fracaso o cualquier otra clase de fobia abrumadora— lo que necesitas hacer es decirte a ti mismo con mucha fe y seguridad: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.”
El miedo: ¿Don o peste? En realidad, el temor puede ser un don muy útil que nos da el Señor, porque nos lleva a ser cuidadosos, a analizar bien los riesgos que podemos asumir y a tomar medidas acertadas para protegernos. El temor actúa como factor de protección a la hora de afrontar lo desconocido y es un excelente maestro de prudencia y sabiduría.
La dificultad surge cuando nos dejamos llevar por el miedo hasta ciertos extremos irracionales, porque entonces el temor pasa a ser el factor que termina por controlar nuestras acciones, el filtro por el cual todos los demás pensamientos o emociones deben pasar.
¿A qué se debe que este don del temor se descontrole y llegue a dominar prácticamente toda la vida de una persona? Hay muchas respuestas posibles para esta pregunta, pero el factor más importante es el que se refiere a nuestros propios recuerdos. Por ejemplo, si uno piensa en todos los sucesos dolorosos o traumáticos que tiene almacenados en su memoria, y luego se imagina que apenas uno de estos hechos traumáticos —y el miedo que le causó— estuviera siempre presente en su pensamiento agobiándolo y acosándolo sin cesar, no podría en realidad disfrutar de la vida, porque tendría constantemente el temor de revivir el dolor del pasado con todas sus consecuencias. ¿No es cierto que no podrías tener la confianza suficiente para emprender ninguna actividad nueva por temor a experimentar el mismo doloroso fracaso que te hirió en el pasado o uno peor aún?
Por esta razón, no es sorprendente que la Carta a los Hebreos nos explique que el diablo mantiene esclavizada a muchísima gente mediante el temor, el más intenso y dañino de los cuales es el miedo a la muerte (Hebreos 2, 14-15).
Una de las estrategias más comunes y perversas del demonio es tratar de dominarnos aprovechándose de nuestros propios recuerdos. Para hacerlo nos acusa sacando al primer plano de la mente los aspectos más negativos o dolorosos de nuestra vida, para que al verlos en toda su fealdad nos sintamos paralizados y así él nos convenza de que es inútil seguir intentando llevar una vida apacible. De todos los dardos incendiarios que usa el diablo para atacarnos (Efesios 6, 16), parece que los del miedo son los más destructivos y los que usa con más frecuencia.
Un caso concreto: Tomás y Elena. Un médico llamado Tomás y su esposa Elena habían estado bregando más de un año con graves problemas conyugales que les estaban causando una gran división y animosidad del uno contra el otro. Las cosas empeoraron tanto que Elena decidió abandonar a Tomás y a sus tres hijas pequeñas para irse con otro hombre, a quien había estado viendo en secreto durante algún tiempo. La situación llenó a Tomás de un intenso sentimiento de culpa y fracaso, pensando en que todo el tiempo que les dedicaba a sus pacientes era la razón por la cual Elena lo había dejado a él y a las niñas.
La realidad fue devastadora para Tomás, más aún cuando se dio cuenta de que no tenía a quién recurrir. La mayoría de la gente de su parroquia comenzó a hacerle el vacío y él se daba cuenta de que sus amigos murmuraban a sus espaldas. Hasta sus familiares empezaron a distanciarse de él, y parecía que nadie estaba dispuesto a darle una mano ni a él ni a su familia. Las actitudes de los demás eran de juicio y condenación por considerarlo un fracasado y nadie hacía caso de él ni de sus hijas; nadie quería ayudarle a superar la situación.
Esa era la realidad. Tomás era un médico que había dedicado toda su vida a atender y ayudar a sus pacientes, pero ahora se sentía rechazado o ignorado por todos y pensaba: “¿Cómo voy a poder criar a mis tres hijas cuando ni siquiera pude salvar mi matrimonio? ¿Cómo van a seguir mis pacientes confiando en mí?” Cada noche se iba a dormir agobiado por sentimientos de culpa, vergüenza e incertidumbre por el futuro de su familia.
Pero, la historia no termina allí. Al cabo de tres meses de continua angustia, decidió que no podía seguir viviendo de esta manera y si no hacía ciertos cambios drásticos iba a terminar por destruir su práctica médica, distanciarse de sus hijas y arruinar su vida.
Viendo que Tomás iba de mal en peor, un médico amigo del hospital le sugirió que leyera varias veces el capítulo 4 de la Carta a los Filipenses. Así lo hizo y cuando llegó a la declaración de San Pablo de que “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” brotó de su interior una luz de esperanza que no había percibido en largo tiempo. Por primera vez en muchos meses comenzó a creer que en realidad había una luz al final del túnel, y esto le llevó a rezar día tras día repitiendo las palabras de la Escritura.
En su diario de oración escribió un día lo siguiente como si el Señor le estuviera hablando: “Tomás, tú puedes alegrarte en mí y no tienes que llenarte de temores por la crianza de tus hijas. No tengas miedo, yo estoy contigo. Pídeme la ayuda que necesitas y confía en que mi paz protege tu vida y la de tus niñas. Solo preocúpate de hacer lo que es justo, puro y honorable en todas las cosas. Déjame hacer en ti la obra que yo quiero hacer.”
Tomás siguió leyendo y meditando detenidamente en este breve pasaje de la Biblia y poco a poco comenzó a recobrar algo de confianza, y pensó que en realidad era capaz de seguir adelante y educar a sus hijas para que llegaran a ser personas de bien que llevaran una vida recta y satisfactoria. Los temores que había tenido y el sentido de culpa fueron disminuyendo y su hogar volvió a ser un lugar de bendición nuevamente, no de angustia ni depresión. Incluso una de sus hijas le dio como regalo de cumpleaños un paño confeccionado por ella en el que estaba escrita la audaz declaración de fe de San Pablo.
Con el tiempo, las palabras “Todo lo puedo en Cristo” llevaron a Tomás a pedirle a Dios ayuda para perdonar a Elena y despojarse del rencor guardado y del resentimiento que tenía contra ella. Ahora, diez años más tarde, las hijas de Tomás ya están crecidas, y su práctica médica sigue prosperando. Pero lo más importante es que él está en paz.
“Yo estoy contigo.” Lo que Dios hizo por Tomás también lo puede hacer por cada uno de nosotros. De hecho, todo lo podemos hacer en Cristo —incluso vencer la angustia y la preocupación— porque el Señor está con nosotros para ayudarnos a hacer aquello que no seríamos capaces de hacer por cuenta propia. Sí, claro que a veces podemos fallar, y es posible que volvamos a ser presa del temor, pero siempre podemos ponernos de pie y comenzar de nuevo, setenta veces siete si es necesario, porque Jesús está siempre con nosotros y él nos ayuda y nos fortalece en la fe.
Dios quiere enseñarnos a declarar con plena convicción las siguientes afirmaciones: “No temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento” (Salmo 23, 4); también: “El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida; ¿de quién tendré temor?” (Salmo 27, 1). Y, parafraseando el Salmo 3, 7 podemos profesar con fe: “No tendré miedo ni angustia aunque una multitud de temores me rodee para atacarme.” Todo esto es conveniente porque el objetivo principal del diablo es mantenernos encadenados por el miedo y la inseguridad, porque de esa manera no podemos acercarnos al Señor.
Si hay algún aspecto de tu vida en la que te sientas dominado por el miedo o la inseguridad acerca del porvenir, tal vez ahora sea el tiempo preciso para hacerle frente. El recuadro que aparece en las páginas 14 y 15 presenta un método sencillo que te puede resultar útil para vencer tus miedos y abrirte al poder curativo del amor de Dios. Con fe y confianza, pídele al Espíritu Santo que derribe cualquier barrera de temor o inseguridad que haya en tu vida. Así pues, con la misma confianza firme que movió a San Pablo, sé fuerte y avanza para escalar y conquistar la montaña del miedo. Jesús tiene todos los elementos que se necesitan y está listo para acompañarte a subir la montaña hasta la cima misma y desde allí contemplar el valle luminoso y apacible que te espera al otro lado.
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