La Adoración Eucarística
Jesús presente en el Santísimo Sacramento
Por: San Juan Pablo II
Cristo es la vid, plantada en la viña elegida, que es el Pueblo de Dios, la Iglesia. Por el misterio del Pan eucarístico el Señor puede decirnos a cada uno: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Juan 6, 56).
Su vida pasa a nosotros así como la savia vivificante de la vid pasa a los sarmientos para que estén vivos y produzcan frutos. Sin una verdadera unión con Cristo —en quien creemos y de quien nos alimentamos— no puede haber vida sobrenatural en nosotros ni frutos fecundos.
El misterio. Es importante que vivamos y enseñemos a vivir el misterio total de la Eucaristía: Sacramento del Sacrificio, del Banquete y de la Presencia permanente de Jesucristo Salvador. Y sabéis bien que las varias formas de culto a la Santísima Eucaristía son prolongación y, a su vez, preparación del Sacrificio y de la Comunión.
Es verdad que la reserva del Sacramento se hizo, desde el principio, para poderlo llevar en Comunión a los enfermos y ausentes de la celebración. Pero, como dice la Iglesia, “por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1379).
“Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20). Son palabras de Cristo Resucitado antes de subir al cielo el día de su Ascensión. Jesucristo es verdaderamente el Emmanuel, Dios–con–nosotros, desde su Encarnación hasta el fin de los tiempos. Y lo es de modo especialmente intenso y cercano en el misterio de su presencia permanente en la Eucaristía. ¡Qué fuerza, qué consuelo, qué firme esperanza produce la contemplación del misterio eucarístico! ¡Es Dios con nosotros que nos hace partícipes de su vida y nos lanza al mundo para evangelizarlo, para santificarlo!
Eucaristía y Evangelización ha sido el tema del XLV Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla. Sobre ello habéis reflexionado intensamente en estos días y durante su larga preparación. La Eucaristía es verdaderamente “fuente y culmen de toda evangelización” (Presbyterorum ordinis, 5); es horizonte y meta de toda la proclamación del Evangelio de Cristo. Hacia ella somos encaminados siempre por la palabra de la Verdad, por la proclamación del mensaje de salvación.
Por lo tanto, toda celebración litúrgica de la Eucaristía, vivida según el espíritu y las normas de la Iglesia, tiene una gran fuerza evangelizadora. En efecto, la celebración eucarística desarrolla una esencial y eficaz enseñanza del misterio cristiano: la comunidad creyente es convocada y reunida como familia y Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo; es alimentada en la doble mesa de la Palabra y del Banquete sacrificial eucarístico; es enviada como instrumento de salvación en medio del mundo. Todo ello para alabanza y acción de gracias al Padre.
Pedid conmigo a Jesucristo, el Señor, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación, que toda la Iglesia salga fortalecida para la nueva evangelización que el mundo entero necesita: nueva, también por la referencia explícita y profunda a la Eucaristía, como centro y raíz de la vida cristiana, como siembra y exigencia de fraternidad, de justicia, de servicio a todos los hombres, empezando por los más necesitados en su cuerpo y en su espíritu. Evangelización para la Eucaristía, en la Eucaristía y desde la Eucaristía: son tres aspectos inseparables de cómo la Iglesia vive el misterio de Cristo y cumple su misión de comunicarlo a todos los hombres.
Adoración y vocaciones. Quiera Dios que de la intimidad con Cristo Eucaristía surjan muchas vocaciones de apóstoles, de misioneros, para llevar este evangelio de salvación hasta los confines del mundo. Hoy toda la Iglesia está reclamando un nuevo esfuerzo misionero, un vibrante espíritu de evangelización “nueva en su ardor, en sus métodos y en sus expresiones”.
“Se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad” (Juan 4, 23), había dicho Jesús a la samaritana junto al pozo de Sicar. La adoración de la Eucaristía “es la contemplación y reconocimiento de la presencia real de Cristo, en las sagradas especies, fuera de la celebración de la Misa... Es un verdadero encuentro dialogal por el que... nos abrimos a la experiencia de Dios... Es igualmente un gesto de solidaridad con las necesidades y los necesitados del mundo entero” (Documento base, 25). Y esta adoración eucarística, por su propia dinámica espiritual, debe llevar al servicio de amor y de justicia para con los hermanos.
Ante la presencia real y misteriosa de Cristo en la Eucaristía —presencia “velada”, pues no se ve sino con los ojos de la fe— entendemos con nueva luz la palabra del Apóstol Juan, que tanto sabía del amor de Cristo: “Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Juan 4, 20).
Tengo la firme esperanza de que el afán evangelizador suscite en los cristianos una sincera coherencia entre fe y vida, y lleve a un mayor compromiso de justicia y caridad, a la promoción de unas relaciones más equitativas entre los hombres y entre los pueblos… un fortalecimiento de la vida cristiana, sobre la base de una renovada educación en la fe.
¡Qué importante es, en medio del actual ambiente social progresivamente secularizado, promover la renovación de la celebración eucarística dominical y de la vivencia cristiana del domingo! La conmemoración de la Resurrección del Señor y la celebración de la Eucaristía deben llenar el domingo de contenido religioso, verdaderamente humanizador. El descanso laboral dominical, el cuidado de la familia, el cultivo de los valores espirituales, la participación en la vida de la comunidad cristiana, contribuirán a hacer un mundo mejor, más rico en valores morales, más solidario y menos consumista.
Anhelo del corazón papal. Quiera el Señor, Luz de los pueblos —que estos días está sembrando a manos llenas la semilla de la Verdad en tantos corazones— multiplicar con su fecundidad divina los frutos de este Congreso. Y uno de ellos, quizá el más importante, será el resurgir de vocaciones.
Pidamos al Dueño de la mies que envíe operarios a su mies (Mateo 9, 38): hacen falta muchas vocaciones sacerdotales y religiosas. Y cada uno de nosotros, con su palabra y con su ejemplo de entrega generosa, debe convertirse en un “apóstol de apóstoles”, en un promotor de vocaciones. Desde la Eucaristía, Cristo llama hoy insistentemente a muchos jóvenes: “Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres” (4, 19): sed vosotras y vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas, los portavoces, gozosos y convincentes, de esa llamada del Señor.
Que la Virgen María nos impulse y guíe al encuentro con su Hijo en el misterio eucarístico. Ella, que fue la verdadera Arca de la Nueva Alianza, Sagrario vivo del Dios Encarnado, nos enseñe a tratar con pureza, humildad y devoción ferviente a Jesucristo, su Hijo, presente en el Tabernáculo. Ella, que es la “Estrella de la Evangelización”, nos sostenga en nuestra peregrinación de fe para llevar la Luz de Cristo a todos los hombres, a todos los pueblos.
Alocución pronunciada el sábado 12 de junio de 1993, en el 45º Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Sevilla, España. © Copyright 1993 - Libreria Editrice Vaticana
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