La Palabra Entre Nosotros (en-US)

Noviembre 2012 Edición

La adoración eucarística

Cristo nos espera sobre el altar

La adoración eucarística: Cristo nos espera sobre el altar

Tiempo de adoración. Cuando tenemos la mirada y el corazón fi jos en la contemplación de Cristo resucitado, la Misa puede llegar a ser una ocasión de profunda adoración y alabanza, precisamente porque la Liturgia contiene todos los principales componentes de la oración cristiana: pedir perdón por los pecados cometidos, escuchar la voz de Dios en las lecturas bíblicas, proclamar quién es Dios rezando el Credo, interceder con el poder y la autoridad de los hijos de Dios, llegar al encuentro personal con el Señor en el banquete eucarístico, y ofrecerle adoración y acción de gracias.

En todos estos momentos, desde el cielo se derraman la gracia divina y los dones espirituales. Pero esta gracia sólo queda limitada por la actitud y la condición que cada uno tenga en su corazón.

En realidad, cuando vamos a Misa, podemos tener una de dos actitudes: Seguir la ceremonia mecánicamente, rezando las oraciones pero sin acer­carse espiritualmente a Dios; o bien, compenetrarse de la Liturgia con sin­ceridad de corazón a fin de llegar a un encuentro transformador con el Dios vivo. Jesús, nuestro Señor, no quiere que nos limitemos a estar presentes sólo físicamente; Él es como un novio que contempla lleno de amor a su hermosa novia; así desea tener una profunda comunión espiritual con su pueblo. Cada Misa es un prelu­dio de las Bodas del Cordero, aquella feliz y maravillosa ocasión en que Jesús regresará a la Tierra para reunir a su Iglesia y presentarla santa y sin arruga ni mancha ante su Padre celes­tial. Así pues, todos los que formamos la Iglesia somos colectivamente la Esposa de Cristo y por eso le pertene­cemos a Él, y en Misa nos reunimos para celebrar la presencia de nuestro Esposo y recibir su amor.

El Espíritu Santo se deleita reve­lándonos estas maravillosas verdades y depositándolas en el corazón de los creyentes. En los momentos de adoración, como es la Misa, cuando tenemos el corazón abierto para reci­bir la vida del Espíritu, se cumple la promesa de la Escritura: “Dios es amor, y el que vive en el amor vive en Dios y Dios en él” (1 Juan 4,16). Esto es lo que debemos experimentar en la Liturgia. “Oh, Espíritu de Cristo, ven a todos nosotros hoy de una manera nueva y poderosa. Ayúdanos a orar y concédenos la gracia de vis­lumbrar las sublimes realidades celestiales. Ayúdanos a ver a Jesús, nuestro Esposo, coronado de gloria y honor.”

Llamados a adorar en comuni­dad. Dios nos escogió en Cristo desde antes de la creación del mundo para estar en su presencia, consagrados a él y sin culpa. (Efesios 1,4)

Cada persona tiene un llamamiento especial que Dios preparó desde antes de la creación, y a cada uno nos ha dado el Señor gracias y dones especia­les y nos ha pedido que los utilicemos para construir su Reino. Pero aparte de la llamada individual de cada uno, Dios nos ha pedido que nos congre­guemos como Cuerpo de Cristo para adorarlo con amor en la unidad. En la santa Misa, el Señor nos llama a su lado y nos capacita para que seamos buenos administradores de los dones que nos ha confiado.

Ahora bien, cuando tú llegas a la presencia de Dios, ¿percibes algo de esta llamada? Los primeros apósto­les la escucharon claramente. Jesús llamó a personas de orígenes, condi­ciones y oficios muy diferentes para que fueran sus discípulos, y luego los educó, los amó y les enseñó hasta que finalmente los llevó a la intimi­dad de la Última Cena. Su llamada fue un factor de unidad para un grupo muy dispar: un cobrador de impues­tos y colaborador de Roma sentado a la mesa junto con pescadores que eran forzados a pagar los impuestos al Imperio Romano que tanto desprecia­ban. Hoy, la invitación permanece en pie y no ha perdido nada de su efi­cacia ni vigencia: Jesucristo, el Señor y Dueño supremo de toda la Iglesia y de toda la Creación nos llama cada semana diciéndonos: “Mira, Yo estoy llamando a la puerta…” (Apocalipsis 3,20).

Hagamos un recuento de las innu­merables bendiciones que hemos recibido en el contexto de la Misa. Para la Iglesia primitiva, la Cena Eucarística era ocasión para que los integrantes del Cuerpo de Cristo ora­ran juntos por toda la Iglesia, por su pueblo y por su misión. Cuando los primeros cristianos se congregaban para la cena que denominaban ágape, se reunían también para formar comu­nidad, recibir instrucción, orar juntos y “partir el pan” (Hechos 2,42).

Jesús alentó a sus discípulos a rezar juntos y tener la fe de que sus plegarias recibirían respuestas que serían útiles para toda la Iglesia, por­que “donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18,20). Si considera­mos los millones de fieles bautizados que se congregan los domingos para rezar juntos, resulta evidente que las oraciones ofrecidas en común se extienden a toda la Iglesia. Cada creyente recibe la gracia y la bendi­ción de la oración y la adoración que ofrece toda la Iglesia.

Una batalla espiritual. Cada vez que venimos a Misa y nos presenta­mos ante Dios encontramos diversos obstáculos: distracciones que nos quitan la concentración; los pro­yectos o actividades que pensamos hacer y que compiten por desplazar a Cristo y la Misa de las prioridades del domingo; las actitudes de desidia por falta de interés, preocupación por las exigencias de la vida o simplemente aburrimiento que nos impiden llegar a un encuentro más dinámico y vivi­ficante con nuestro Creador. Cuando vas a Misa, ¿piensas tú que necesi­tas “ir a Misa para luego hacer lo que realmente quieres hacer”? El cansan­cio y la pasividad merodean a veces en nuestro corazón, ladrones que tratan de robarnos la experiencia de la presencia de Dios; por eso nece­sitamos analizar concienzudamente las actitudes e ideas preconcebidas que llevamos a Misa. ¿Tengo real­mente el anhelo de encontrarme con el Señor, que me ama tanto? ¿Quiero experimentar la acción de Dios en mi corazón y en mis seres queridos?

Aparte de esta batalla por la dominación de la mente, cuando estamos en Misa también estamos involucrados en un combate espi­ritual. Satanás está constantemente tratando de interrumpir, obstaculi­zar y estropear la oración personal, plantando pequeñas dudas en el pen­samiento de cada uno, por ejemplo, de si realmente es posible experimen­tar a Dios y escuchar su voz. Hace lo posible por impedirnos rezar y adorar a Dios o cultivar la amistad con los demás creyentes. Sabe que, si puede persuadirnos de que es mejor mante­nernos separados de Dios y aislados de nuestros hermanos, no llegaremos a recibir las bendiciones que el Padre tiene reservadas para sus hijos en el cielo. El maligno odia la adoración a Dios y aprovecha cualquier actitud de indiferencia o desinterés de nues­tra parte para impedirnos entrar en la presencia divina durante la oración.

Miembros de la familia de Dios. La llamada que Dios nos extiende en la Misa es irresistible. Nos llama a orar, adorar y entrar en el ámbito divino de la Santísima Trinidad. Como Padre amoroso que es, le complace ense­ñarnos, comunicarnos su sabiduría y colmarnos de su amor. Cada vez que nos congregamos para celebrar la Sagrada Eucaristía podemos expe­rimentar la bendición de formar parte de la familia celestial: ser hijos e hijas de Dios y eso es lo que efectivamente somos (1 Juan 3,1).

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