Homenaje a un maestro constructor
La Beatificación del Papa Juan Pablo II
¡No tengan miedo! Con estas palabras inició su pontificado el Papa Juan Pablo II y nadie personificó estas palabras mejor que él mismo.
Recordando ahora su beatificación, en retrospectiva y rendir honor a la confianza y valentía con que dirigió la Iglesia durante 26 años. No hubo nada, ni siquiera la bala de un asesino, que le impidiera predicar a Cristo por todo el mundo; nada, ni siquiera la ancianidad ni sus persistentes enfermedades le impidieron dedicarse con todas sus energías a construir la Iglesia de Cristo.
En las páginas siguientes ofrecemos cinco reflexiones acerca de la vida y las enseñanzas de Juan Pablo II, con la esperanza de que inspiren a nuestros lectores a imitar a este Santo Padre en su propia vida de fe. Que sus palabras, su ejemplo y su intercesión nos acerquen a todos a Jesús, nuestro Señor, y continúen inspirándonos a todos para ser maestros constructores en el Reino de Dios.
Un apóstol de la Misericordia
Cuando Juan Pablo II escribió su exhortación apostólica sobre la Reconciliación y la Penitencia, selec-cionó la parábola del hijo pródigo para describir el amor y la misericor-dia que Dios tiene con sus hijos.
“El hombre —todo hombre— es este hijo pródigo” escribió. Todos hemos abandonado la casa de nues-tro Padre celestial y hemos tratado de vivir por cuenta propia, pero todos necesitamos regresar a nuestro Padre y pedirle perdón. Al mismo tiempo, Juan Pablo II enseñó que: “El hom-bre —todo hombre— es también este hermano mayor.” Todos nece-sitamos aprender a perdonarnos los unos a los otros y acoger nuevamente a los que nos han ofendido. Y ¿por qué nos tenemos que arrepentir? Por-que Dios está siempre esperándonos: “Lo que más destaca en la parábola es la acogida festiva y amorosa del padre al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios, siempre dis-puesto a perdonar” (Reconciliación y Penitencia 5, 6).
Juan Pablo II nunca tuvo temor de afirmar que todos éramos pecadores y que nuestro pecado nos separa de Dios y del prójimo. También insistía en hablar del pecado en un contexto más amplio, apuntando a las estruc-turas económicas y políticas del mundo, en las cuales se explota a los pobres y los necesitados.
Sin embargo, en todo esto el Santo Padre jamás quiso desalentar o des-moralizar a las personas; más bien nos instaba a presentarle nuestras faltas al Señor para que nos libráramos de ellas; quería que conociéramos la gra-cia que se nos ofrece en el Sacramento de la Reconciliación, de modo que cambiáramos y llegáramos a transfor-mar el entorno de nuestra vida.
Pero Juan Pablo no solo habló de la reconciliación; la vivió. Como paladín del ecumenismo, trabajó incansablemente para zanjar las divi-siones entre las iglesias; procuró reforzar los lazos de amistad con el pueblo judío e incluso hizo un arre-pentimiento público por los pecados cometidos en el pasado en nombre de la Iglesia. Y ¿quién podría olvidar el día en que se reunió con el hombre que trató de asesinarlo y lo perdonó? Quiera el Señor que sigamos su ejem-plo y lleguemos a ser instrumentos de la misericordia de Dios.
“Señor, enséñame a ser compa-sivo como tú eres compasivo.”
Honrar a la familia humana
Algo en lo que todos podemos estar de acuerdo acerca de Juan Pablo II es la facilidad con que podía relacionarse con gente de muy varia-dos orígenes y condiciones. Se sentía bien con todos, cualquiera fuera la ocasión. Ya fuera saludando a un gobernante de un país en los hermo-sos salones del Vaticano o sentándose a compartir una humilde cena con una familia fuera de su choza en Nigeria, el Papa se sentía tan cómodo como en su propio ambiente.
¿Qué era lo que atraía a tanta gente al lado del Papa? Es cierto que sus dones naturales y su personali-dad influían mucho, pero hay una palabra que nos lleva a comprender mejor su atractivo: solidaridad. Para Juan Pablo II, todo giraba en torno a la creencia de que todos los humanos estamos interconectados como hijos de Dios y que todos somos responsa-bles los unos de los otros.
La solidaridad, según Juan Pablo, nos insta de un modo especial a tra-tar de atender a las necesidades de los débiles y los vulnerables que hay a nuestro lado: los pobres, los ancia-nos, los no nacidos, los enfermos y los marginados. En este mundo, que tiende a privilegiar la fortaleza juvenil y la riqueza, Juan Pablo II nos dijo:
“En [el ser humano] ha impreso su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 26), confiriéndole una dignidad incom-parable… En efecto, aparte de los derechos que el hombre adquiere con su propio trabajo, hay otros dere-chos que no proceden de ninguna obra realizada por él, sino de su dig-nidad esencial de persona” (Enciclica Centesimus Annus 11).
Fue precisamente este énfasis en la solidaridad y nuestra dignidad común lo que movió a Juan Pablo a denunciar los males del aborto, la eutanasia, la pena de muerte y el tráfico de personas. Fue también la razón que lo llevó a dedicarse a pro-mover la familia, aquel grupo de amor en el cual descubrimos nuestra dignidad y donde primero aprende-mos a amarnos los unos a los otros y a tratar a los demás con respeto y dig-nidad. Él sabía que si aprendíamos a vivir con amor en nuestras propias familias, estaríamos mejor dispuestos a tratar a los demás como parte de la gran familia humana que Dios quiere que seamos todos.
“Jesús, concédenos un corazón compasivo y solidario, para que todos lleguemos a ser una sola familia en Ti.”
Vayan mar adentro
¿Qué pensaba Juan Pablo II de la evangelización? Antes que nada, reconocía que no es tarea de unos pocos selectos, sino que “la actividad misionera es para todos los cristianos”, como lo declaró en su encíclica La Misión del Redentor. Y tampoco es solo un aspecto de nues-tra vida cristiana entre muchas otras partes iguales; es más bien “el primer servicio que la Iglesia puede prestar a cada hombre y a la humanidad entera en el mundo actual.”
Para Juan Pablo II, evangelizar también significaba estar dispuestos a incomodarse. Usando las palabras de Jesús a Pedro, el Santo Padre nos invitaba a todos a llevar “la barca a la parte honda del lago y [echar] allí las redes para pescar” (Lucas 5,4).
Y ¡qué magnífico ejemplo nos dejó! Durante todo su pontificado, incluso cuando la edad y las dolencias le impedían mantener el ritmo, Juan Pablo simplemente no podía que-darse quieto. Siguiendo los pasos de San Pablo, también se sentía movido por el amor de Cristo a seguir viajando a nuevas tierras para llevar el Evange-lio al mayor número de gente posible. Y así fue como llegó a ser el papa que más ha viajado en la historia, con más de 700.000 millas de travesía y 129 países visitados. Personalmente fue visto por más multitudes que cualquier otra figura histórica y, con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Manila, con-gregó lo que se estima que fue una de las multitudes más grandes jamás reunidas en el mundo: ¡cinco millones de personas!
Pero, pese a su popularidad semejante a la de una “estrella de rock”, el Papa Juan Pablo II insis-tía en que todos podemos hacer pre-sente a Cristo para aquellos que nos rodean. Es decir, si “remamos mar adentro” en nuestra propia oración y nos unimos cada vez más profun-damente a Jesús, Él nos llevará al mundo; y el Espíritu Santo, tal como le enseñó al Papa, puede enseñar-nos a llevar personas a Cristo, ofreciéndoles “un encuentro perso-nal y profundo con el Salvador.” ¡Quién sabe lo que puede hacer el Señor a través de nues-tras acciones cuando salimos de la barca y damos el paso siguiente para acercarnos a su lado!
“Señor, que tu presencia encienda una chispa en mí que se propague a todos los que yo conozca.”
Un hijo devoto de su Madre
Totus Tuus (totalmente tuyos). Cuando el Papa Juan Pablo II adoptó esta frase como su lema apos-tólico, estaba no solamente rindiendo homenaje a la Virgen María; estaba en realidad revelando una convicción que le sirvió de guía durante toda su vida. Incluso adoptó como símbolo principal de su escudo de armas una cruz mariana, es decir, con la letra “M” en el cuadrante inferior dere-cho para recordar a María al pie de la cruz. También pidió la con-fección de la única imagen mariana que hay en toda la Plaza de San Pedro, un ícono de mosaicos llamado “Madre de la Iglesia” cuya mirada se dirige a las estatuas de los san-tos que hay encima del soportal circular que rodea la plaza.
Al principio de su pontificado, Juan Pablo descubrió otro hecho que lo entrelazó con la Virgen María: fue el 13 de mayo de 1981, en la Fiesta de Nuestra Señora de Fátima, que fue baleado en un intento de asesinato. El Papa atribuyó su supervivencia a la Santísima Madre, que según él creía había desviado la bala con su “mano invisible” y por milímetros no perdió la vida. En gratitud, Juan Pablo hizo una peregrinación a Fátima un año después del suceso.
Tal vez unos piensan que esta clase de devoción raya en la piedad sentimental de un hombre devoto cuya madre había muerto cuando él solo tenía nueve años de edad, pero el amor de Juan Pablo por la Santí-sima Virgen fue mucho más que una simple muestra de sentimiento. Para el Santo Padre, María desempeñaba un papel activo y vital en el plan de Dios para la salvación del género humano.
En su encíclica Redemptoris Mater, Juan Pablo expresó que María era la discípula ideal del Señor, por la manera en que ella había aceptado de todo corazón la voluntad de Dios. Su decisión de ser la Madre de Dios abrió la puerta a todas las bendiciones que el Altísimo quería prodigar a su pueblo, de modo que ella seguirá siendo para todas las edades un modelo para la Iglesia y el principal ejemplo del discipulado: la oración en la espera, la actividad en el seguimiento y la fidelidad en la perseverancia.
A través de sus escritos y su testimonio, Juan Pablo sigue invi-tándonos a adoptar a María como Madre nuestra; a seguir el ejemplo de fe y amor que ella nos dejó, y su confianza en la convicción de que Jesús puede satisfacer todas nuestras necesidades.
“Santísima Virgen María, por tu intercesión, ayúdanos a seguir tu ejemplo y dar gloria a tu Hijo Jesús.”
Contemplarla fazdeCristo
“El hombre alcanza la plenitud de la oración… cuando deja que Dios esté más com-pletamente presente en la oración” (¨Cruzando el umbral de la esperanza”). Al Papa Juan Pablo II le encantaba hablar de la oración, ya fuera que se realizara con el rosario, la meditación en la Palabra de Dios, la adoración eucarística o la Santa Misa; lo que quería era que todos aprendieran a contemplar la faz de Jesús y absor-ber su amor.
Todo lo que Juan Pablo hacía es-taba saturado de oración. Cuando despertó después de la cirugía que tuvo en 1981 por el aten-tado contra su vida, preguntó: “¿Ya reza-mos las completas?” Reflexionando sobre su sacerdocio, se ma-ravillaba diciendo: “Por más de medio siglo, día a día, mis ojos han contempla-do la hostia y el cáliz en la meditación.”
Juan Pablo oraba todo el tiempo. Los amigos con quienes hacía camina-tas al descampado veían a veces que movía los labios o de repente escu-chaban el murmullo de un cántico. Dondequiera que estuviera reser-vado el Santísimo Sacramento, se sentía atraído a ese lugar como por un imán y una vez frente a él, se arro-dillaba o se postraba tendido sobre el piso, donde incluso a veces perdía la noción del tiempo. Una noche, su secretario de prensa llegó tem-prano para la cena de las 7:30 pm y lo encontró solo en la capilla, por lo que también se arrodilló; pero no fue sino hasta las 8:00 pm que el Santo Padre levantó la vista y dijo: “Oh, ¡no sabía que estabas aquí!”
Cuando era más joven, Juan Pablo se dedicaba a darle gracias a Dios, para no molestar-lo con peticiones. Pero más tarde re-conoció que: “Hoy en día es mucho lo que pido.” En sus oraciones pedía por los conflictos del mundo, pero tam-bién por personas individuales: por un hombre para que encontrara trabajo, por una mujer para que recuperara la salud, y cosas por el estilo. En su reclinatorio mantenía hojas de papel con varias peticio-nes de oración y las consultaba con frecuencia.
Juan Pablo murió tal como había vivido: en oración. El 2 de abril de 2005, rodeado de sus amigos, se le escuchó susurrar: “Déjenme ir a la casa de mi Padre.” Luego, justo des-pués de la Misa, levantó las manos para bendecir a los peregrinos que se habían reunido abajo, en la plaza, y pronunció un último “Amén” y así inició su eterno caminar en la presen-cia del Padre.
“Señor, enséñame a rezar. Quiero contemplar la luz de tu faz.”
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