He visto la faz de Dios
Mi fe me ayudó a superar la leucemia Por Antonio Maranise
Por: Antonio Maranise
En 1994 yo tenía cinco años de edad y me había enrolado en la liga infantil de fútbol (soccer) en la escuela católica del Santo Rosario en Memphis, Tennessee.
Tenía muchas ganas de jugar, y así lo hice, pero a los pocos momentos de haber empezado, sentí un dolor horroroso en las piernas, al punto de que no pude seguir corriendo.
Mis padres se alarmaron mucho por esto y también por los síntomas que yo tenía, que eran parecidos a los de un fuerte resfrío, por lo que me llevaron al médico.
Los exámenes no revelaron nada inusual, pero tres meses después me empezaron a aparecer moretones en las piernas y muslos, y un examen de sangre reveló que la cuenta de mis glóbulos blancos era extremadamente alta. De inmediato me llevaron al afamado Hospital San Judas de Investigación Infantil en mi ciudad de Memphis.
Lo que sucedió aquella primera vez que visité el hospital se me quedó grabado en la mente para siempre: las sonrisas del médico y las enfermeras que nos recibieron… la enorme cantidad de pruebas y tests que me hicieron… Lo único que yo quería saber en esos momentos era: ¿Cuándo nos vamos a casa? Finalmente la expresión del rostro de mis padres cuando salieron de la oficina de consulta con los especialistas me dejó impresionado: Se acababan de enterar de que su único hijo tenía un caso grave de leucemia linfoblástica aguda infantil, vale decir, la forma de cáncer más común entre los niños.
Siendo yo tan pequeño, apenas me daba cuenta de que algo no andaba bien, pero luego supe lo que esto significaba en términos prácticos: volver al hospital cada semana, los días martes, para un tratamiento de quimioterapia intravenosa.
Sería imposible contar el número de agujas hipodérmicas que usaron para las pruebas de sangre en los dos años y medio que siguieron, las dosis de medicamentos que recibí, las ocasiones de náusea y dolor que tuve, las oraciones que se elevaron en nombre mío y las noches sin dormir de mis padres, familiares y amigos. Pero finalmente, todas esas oraciones a Cristo y a san Judas Tadeo, “patrón de las causas imposibles”, tuvieron respuesta. En un día muy soleado de abril de 1997, los médicos declararon que yo estaba libre del cáncer y así se ha mantenido hasta ahora. La terrible pelea había terminado.
“¿Cómo es esto, Señor?” Durante toda mi vida escuché la frase: “Es algo especial ser sobreviviente de cáncer”, pero naturalmente hay un elemento de misterio en el hecho de que yo haya sobrevivido, mientras que tantas otras personas no han logrado hacerlo. De manera que, incluso cuando estoy disfrutando nuevamente de mi vida normal, no puedo dejar de sentir que de mi interior surgen dos enormes interrogantes: “¿Cómo es que Dios me dio a mí esta segunda oportunidad? ¿Qué es lo que yo tengo que hacer?
Fue cuando estaba a punto de cumplir los 14 años de edad que empecé a vislumbrar algunas respuestas. Recién me di cuenta de que Dios estaba tal vez llamándome a servirlo como educador religioso. La fe que yo tenía y mi amor a Dios habían sido implantados por la enseñanza que recibí en mi familia: mis padres y abuelos maternos me enseñaron a rezar y me aseguraron que Jesús estaba conmigo en todos mis sufrimientos; también me presentaron a los santos, incluso a san Judas. Por eso pensé ¡qué enorme privilegio sería el poder llevar a otras personas cerca de Dios! Ahora, mi anhelo se ha hecho realidad. No sólo tengo la oportunidad de compartir mi fe con otros, sino también puedo compartir mi experiencia de leucemia para alentarlos a confiar en Dios.
Honestamente, no estoy seguro de que el haber sobrevivido el cáncer me hace ser una persona especial, pero sí sé que el hecho de reflexionar en mi experiencia me ha abierto la puerta a un nuevo entendimiento acerca de la vida cristiana, a pensar en las virtudes de la fe, la esperanza y el amor, y cómo ellas actúan en conjunto.
La fe y la esperanza. Cuando hay alguien que sufre de cáncer, por lo general escuchamos cosas como “está luchando contra la enfermedad” y esto siempre me hace pensar en san Pablo que instaba a su discípulo Timoteo a dar la buena pelea de la fe (1 Timoteo 6, 12). Para cualquier persona que haya tenido que luchar contra el cáncer —con todas las molestias, el dolor y la agonía que la enfermedad trae consigo— las palabras de aliento de san Pablo adquieren un significado especial.
Es por la fe que creemos en Jesús y llegamos a tener una relación personal con él. En la lucha contra una enfermedad como el cáncer, esta virtud actúa como un ancla en los momentos más terribles. Recuerdo los días cuando realmente yo pensaba que iba a morir. Las sonrisas de mis familiares y amigos me daban consolación, pero la única certidumbre venía de la fe en Cristo, que me decía: “Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11, 25). Si bien yo era joven, esta verdad me impresionaba mucho y me daba una gran paz, la paz de Cristo, que venía con ella.
También experimenté la realidad de que la fe se une con la esperanza, aquella virtud que “no decepciona” (Romanos 5, 5). La esperanza nos da fuerzas para poner toda nuestra confianza en las promesas de Cristo y anhelar el Reino de los cielos como nuestra felicidad suprema. En este continuo proceso de mirar hacia el futuro, confiamos en que Dios nos llevará más cerca de esa meta y que está ayudándonos en toda circunstancia para nuestro bien, por muy desalentadoras que parezcan las circunstancias.
De manera que aun cuando los sufrimientos del cáncer parezcan insoportables, algo muy dentro de ti te lleva a no desanimarte. Te das cuenta de que llegarás al final del dolor, ya sea porque mañana será mejor o porque, en el peor de los casos, tú sabes que todos los dolores terrenos desaparecerán una vez que veas a Jesús en persona y en toda su gloria.
Esto lo digo por experiencia propia. Un día cuando estaba recibiendo un tratamiento tuve una reacción alérgica y la respiración se me puso tan lenta que era alarmante; los médicos y las enfermeras vinieron corriendo a mi lado. Yo estaba aterrorizado, pero luego tuve la más poderosa experiencia de esperanza que yo jamás haya tenido. Cuando comencé a pronunciar lo que yo pensé serían mis últimas oraciones en esta vida, sentí una enorme confianza en la providencia de Dios, junto con el ferviente deseo de contemplar los ojos tiernos y amorosos de Cristo. Esta esperanza me sostuvo hasta que la condición se estabilizó y el peligro pasó.
Creados para amar. La Escritura nos dice que “Dios es amor” (1 Juan 4, 8) y el sacrificio de Cristo en la cruz es el ejemplo supremo de lo que significa el amor: poner los intereses de otros antes que los de uno. Estoy convencido de que yo habría perdido la batalla contra la leucemia si no hubiera sido por la forma en que mi familia me demostró este tipo de amor.
En cada uno de los agonizantes momentos de quimioterapia que pasé, cuando tenía que luchar contra el intenso impulso de náusea o cuando el dolor insoportable me hacía retorcerme, mis padres o abuelos estaban allí para tratar de aliviarme con un paño fresco, una almohadilla de calor y con suaves palabras de consolación y aliento. Continuamente escuché las afirmaciones “Te queremos mucho”, “Estamos rezando por ti” y “¿Qué podemos hacer para que te sientas mejor?” Mis padres y familiares pudieron haber dejado la parte más pesada de mi cuidado en manos de las enfermeras, pero en lugar de pensar en sí mismos, estaban pensando en mí. ¡Qué amor tan maravilloso!
Una vez un sacerdote le dijo a mi padre: “Su hijo ha visto la faz de Dios”, y creo que tenía razón. Todos fuimos creados en la imagen y semejanza de Dios y cada uno de nosotros está llamado a tener parte y crecer en las características de nuestro Señor Jesucristo. Si “Dios es amor”, ciertamente lo he visto a través de cada una de las personas que me demostraron la generosidad de Jesús en la manera en que se desvelaban por atenderme. Ahora es a mí a quien le toca mostrar la faz de Dios a los demás. n
Antonio Maranise, Oblato de la Orden de San Benito asociada con la Abadía de San Bernardo (Cullman, Alabama) estudia para obtener su grado de Master en Estudios Católicos de la Christian Brothers University en Memphis, TN. Ha escrito tres libros sobre diversos temas de espiritualidad católica. Su dirección electrónica es: amaranis@cbu.edu
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