¡Haznos uno, Señor!
¿Qué dice Dios sobre las divisiones dentro de la Iglesia?
¿Te ha sucedido esto alguna vez? Estás sentado en la banca de la iglesia, esperando que comience la Misa, cuando “él” entra y se sienta en la misma banca que tú. “Él” (o “ella”) puede ser cualquier persona con quien te resulta difícil relacionarte: Un vecino ruidoso, el papá del niño que trató mal a tu hija el año pasado o simplemente alguien que canta demasiado fuerte o cuyas preferencias políticas te desagradan. No importa cuál sea la razón, hay una distancia entre tú y esta persona, y su presencia te hace sentir incómodo.
Luego llega el momento del Signo de la Paz. ¿Qué haces? ¿Lo evitas? ¿Le ofreces un saludo indiferente, o lo que es peor, una mirada fría? ¿O procuras poner tus diferencias de lado y ofrecerle un saludo cálido y un sincero “que la paz esté contigo”?
Esta es una forma sencilla de entender las divisiones que existen entre los cristianos católicos, protestantes y ortodoxos. Durante siglos, ha habido una distancia entre nosotros, y la Iglesia nos está pidiendo que nos volvamos los unos a los otros y nos ofrezcamos la paz en Cristo con sinceridad. En este mes, deseamos volver nuestra mirada a la llamada que nos hace el Señor a procurar la unidad de los cristianos, también conocida como ecumenismo. Queremos recordar el profundo deseo que Dios tiene de que todos los creyentes superen sus diferencias para que podamos ser “uno” como él es uno con su Hijo, Jesús (Juan 17, 26).
El dolor de la división. Los padres se enfadan cuando sus hijos pelean entre sí, especialmente cuando las divisiones son graves o duraderas; sufren por su familia dividida. Así que piensa cuánto le duele a Dios Padre ver a sus hijos divididos, incapaces de amarse unos a otros o trabajar juntos. Ver tantas divisiones en medio de su pueblo, en lugar de esa Iglesia que es una, santa, católica y apostólica y a la cuál él dio vida en Pentecostés, le rompe el corazón.
¿Por qué le duelen a Dios nuestras divisiones? Porque su esencia mismas es la unidad en la que vive. Cada vez que decimos: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, estamos proclamando que nuestro Dios es una comunión de tres divinas Personas. Dios ama la unidad porque él mismo es uno, él vive en una comunidad de amor y al igual que cualquier padre, se deleita cuando ve que sus hijos se aman unos a otros y viven en unidad entre ellos. Esa es la razón por la cual nos dio el don de la familia. Y es también el motivo por el cual nos ha llamado a vivir nuestra fe juntos en una iglesia y no como individuos. Para decirlo de forma simple, ¡Dios ama la unidad!
Pero a pesar de lo mucho que Dios anhela ver a su pueblo unido, el veneno de la división parece esparcirse de generación en generación. Desde el momento en que Adán y Eva se culparon el uno al otro por el primer pecado hasta la actualidad, el conflicto, los desacuerdos y la división han provocado que sea más difícil para nosotros edificar el reino de Dios. Así como la serpiente en el jardín procuró separarnos de Dios y entre nosotros mismos, así el diablo —el acusador de nuestros hermanos y hermanas (Apocalipsis 12, 10)— está tratando de dividir a los hijos de Dios.
Incluso la Iglesia primitiva luchó por mantenerse unida. Aunque las culturas, creencias y filosofías de los judíos y los gentiles a menudo eran contrarias entre sí, debido a su fe en Cristo fueron capaces de convertirse en hermanos. Los esclavos y los amos se convirtieron en miembros de la misma familia de Cristo. Los hombres y las mujeres llegaron a ser coherederos con Cristo, iguales en dignidad como hijos e hijas de Dios. También los pobres y los ricos aprendieron a amarse unos a otros.
Pero esta unidad a menudo era amenazada por fuerzas tanto internas como externas. De hecho, muchas de las cartas del Nuevo Testamento —como las de Gálatas, Romanos y Efesios— fueron escritas para ayudar a los cristianos a entender el deseo del corazón de Dios por la unidad para que pudieran superar sus divisiones. Cuando San Pablo le dijo a los creyentes de Éfeso que Dios “nos ha hecho conocer el designio secreto de su voluntad...unir bajo el mando de Cristo todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra” (Efesios 1, 9-10, énfasis añadido), no les estaba enseñando simplemente “buena teología”. Pablo les estaba diciendo lo mucho que Dios deseaba la unidad. Y si la unidad es tan importante para Dios, ¡imagina cuánto desea que los creyentes estén unidos!
Imagina una Iglesia unida. ¿Puedes imaginar cómo sería una Iglesia unida en la actualidad? Piensa en la clase de testimonio que sería para el mundo. En lugar de división y separación, seríamos un modelo de amor al proclamar hombro a hombro la buena noticia de Cristo. En lugar de discutir sobre nuestras diferencias doctrinales, podríamos mostrarle al mundo lo que significa cuidarnos unos a otros tal como Cristo mismo cuida de nosotros. O piensa en el testimonio que daríamos si juntos nos acercamos a los pobres y los marginados, compartiendo nuestros distintos dones y habilidades. Como Jesús prometió, el mundo sabría que somos sus discípulos por la forma en que nos amamos los unos a los otros (Juan 13, 35).
Pero quizá una Iglesia unida sería un fuerte testimonio del poder del perdón y de la reconciliación. “Miren cómo han superado sus diferencias”, diría la gente. “El hecho de que se hayan reconciliado después de siglos separados es una prueba viviente de que Dios nos ama.” En lugar de ser un escándalo para el mundo debido a nuestras divisiones, nuestro ejemplo atraería gente de todos los contextos a tener una relación con el Señor.
Padre, que sean uno. Durante su tiempo en la tierra, Jesús trabajó y oró fervientemente por la unidad, acercándose tanto a los gentiles como a los judíos. El Señor acogió a los que tenían educación así como a los que no la tenían, a las mujeres igual que a los hombres, a los celotes lo mismo que a los recaudadores de impuestos. Pasó tiempo con los ricos y con los pobres. Nunca hizo ninguna distinción; invitó a todos por igual a seguirlo.
En realidad, la unidad era tan importante para Jesús que fue lo último por lo que rezó en la Última Cena: “Te pido que todos ellos estén unidos; que como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén en nosotros” (Juan 17, 20). La oración de Jesús no era simplemente un deseo de esperanza, él no estaba simplemente diciendo lo que prefería. No, esta oración brotó de su corazón como resultado de su propia unidad con el Padre. Jesús sabía que su Padre deseaba que todos nosotros compartiéramos la unidad de la Trinidad, y él mismo anhelaba ver que sucediera. Así como comprendía el deseo de su Padre por la unidad, Jesús hizo eco de ese deseo de su Padre en una plegaria que continúa resonando hoy en día.
De forma similar, cuando rezamos por la unidad, estamos haciendo eco de las palabras que fluyen de lo profundo del corazón de nuestro Padre celestial. Eso significa que cuando rezamos esta oración, estamos bebiendo del pozo de poder espiritual. Es más, podemos tener la confianza de que, debido a que es algo que está tan cerca del corazón del Padre, Dios escucha nuestra plegaria y está actuando ahora mismo para responderla.
Corazón dividido, Iglesia dividida. La historia humana está llena de relatos de sufrimiento causado por la división y la separación. Pero Dios no desea que nuestra historia nos haga sentir que no hay esperanza. Verdaderamente la mayoría de los cristianos desean vivir en unidad. Vemos tradiciones de fe fracturadas y prejuicios de unos contra otros, y sabemos que algo no está bien. Podríamos preguntarnos: “¿Por qué estamos divididos?”
Desde luego, hay diferencias reales en cuanto a doctrina, prácticas y liturgia entre las tradiciones de fe que son difíciles de superar. Pero también debemos examinar nuestro propio corazón. Todos sabemos lo que es tener pensamientos divisorios respecto a hermanos de la parroquia o juicios negativos contra otras tradiciones de fe. Más cerca de casa, ninguno de nosotros puede decir que a lo largo de su vida no haya experimentado alguna clase de división, ya sea dentro de nuestra familia o entre los amigos. Podemos albergar desconfianza contra las personas que nos han hecho daño. Incluso podríamos hablar mal de otras personas de vez en cuando. Puede ser muy fácil fijarse en desaires menores, una contribución que no es apreciada o un servicio que pasa desapercibido y permitir que eso se convierta en resentimiento, falta de perdón o envidia.
Es cierto, cada uno de nosotros ha pecado y contribuido a las divisiones que vemos en la iglesia y el mundo. Pero Dios no ha perdido la esperanza. Cada día, él nos invita a seguir el ejemplo de su Hijo de rezar fervientemente y trabajar con perseverancia para lograr la unidad.
Anhelar la unidad. ¿Cómo podemos comenzar a derribar estos muros de división? Como en todo, nuestra primera reacción debe ser arrepentirnos y creer. Cuando descubrimos que estamos albergando ideas divisorias, debemos volvernos al Señor y pedirle perdón. Al hacerlo, sentiremos que Dios está derramando una nueva gracia en nuestro corazón. Es la gracia de creer que esa unidad es posible. Es la gracia descrita en la oración de Jesús en la Última Cena: “Que todos ellos estén unidos” (Juan 17, 20). Y es la gracia de convertirnos en una fuerza para lograr la unidad.
Recemos, pues, regularmente por la unidad de los cristianos y roguemos al Señor que sane todas las divisiones y una a la Iglesia. Cuanto más procuremos incluir la unidad como parte de nuestra oración, más la anhelaremos, así como lo hizo el propio Jesús.
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