Esto es mi cuerpo
La “humilde gloria” de la Sagrada Eucaristía
Una parte muy grande de la vida cotidiana se reduce a cumplir una serie de rituales y rutinas.
Despertamos por la mañana, nos bañamos o lavamos, nos peinamos y tomamos desayuno, o bien no lo tomamos. Si tenemos hijos pequeños, los preparamos para ir a la escuela y luego salimos a trabajar o comenzamos nuestras tareas diarias del cuidado de la casa.
Cuando estamos fuera, saludamos a las personas básicamente del mismo modo; por lo general vamos a las mismas tiendas o almorzamos en los mismos lugares. Y muchas otras cosas que hacemos todos los días de manera rutinaria. Esencialmente, estamos acostumbrados a hacer varias cosas de la misma manera día tras día.
Es cierto que estas costumbres y rutinas nos ayudan a definir el día y poner en orden nuestra vida, pero también nos llevan consigo el riesgo de hacer todas estas cosas en forma mecánica y sin ningún sentido de propósito o finalidad. Y el riesgo es similar cuando se trata de ir a Misa. En cada liturgia, pasamos por la misma serie de gestos y damos las mismas respuestas. Sabemos cuándo sentarnos, cuándo arrodillarnos y cuándo ponernos de pie y en realidad casi no hay sorpresas en el orden de la liturgia. Sabemos lo que viene después y lo esperamos.
Sin embargo, en medio de todas estas rutinas, hay algo extraordinario y singular que sucede toda vez que se celebra la santa Misa. ¿Qué cosa? Que en cada Misa, el propio Jesús viene personalmente a nosotros, y nos trae una nueva dimensión de gracia y bendiciones. Tal como sucede con nuestros amigos más íntimos, cada encuentro con el Señor es refrescante, alentador y fascinante de un modo particular.
En este artículo, daremos una mirada a lo que hay tras las rutinas y los “rituales” de la Misa y lo haremos explorando la Misa de una forma que nos permita ver a Jesús y las nuevas bendiciones que él quiere prodigarnos.
Lo reconocieron al partir el pan. De acuerdo con el Evangelio según san Lucas (24, 13-35), era el Domingo de Resurrección y dos de los discípulos de Jesús se dirigían hacia Emaús, pueblito situado a siete millas de Jerusalén. Cristo acababa de morir crucificado y estos discípulos conversaban acerca de todo lo que habían visto y oído. En ese momento, Jesús se les unió por el camino, pero ellos no le reconocieron. Cuando le expresaron lo tristes que estaban por la muerte del Señor, Jesús les reprendió y comenzó a explicarles que la Escritura ya había predicho estos acontecimientos y que estaba anunciado que el Mesías resucitaría sin falta. Cuando ellos escucharon, sentían que el corazón les ardía de entusiasmo. Luego durante la cena, Cristo bendijo el pan, lo partió y se lo dio. En aquel momento, los discípulos reconocieron quién era, pero el Señor desapareció de su vista.
Los discípulos nunca llegaron a Emaús. Se sintieron tan entusiasmados que se dieron la vuelta y corrieron a Jerusalén para contarles a todos la buena noticia.
Esta historia nos enseña que en la santa Misa nos encontramos en un lugar donde podemos ver al Señor más claramente; un lugar donde su Palabra arde en nuestro corazón con un mayor resplandor; un lugar donde nuestra tristeza se transforma en gozosa celebración.
Cuando el Señor les dijo a los discípulos que eran “duros de corazón para creer”, los llevó a experimentar un cambio de corazón, a tener la misma experiencia de arrepentimiento que nosotros tenemos (o hemos de tener) cuando rezamos: “Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad; Señor, ten piedad.”
Entonces, así como Jesús utilizó la Escritura para abrir el corazón de los discípulos, también la utiliza para abrir nuestro corazón cuando escuchamos las lecturas que se proclaman en la Liturgia de la Palabra.
Cuando Jesús partió el pan, se les abrieron los ojos a los discípulos y lo reconocieron; del mismo modo, al recibir la santa Comunión con amor y fe se nos pueden abrir los ojos de nuestro corazón.
Finalmente, así como los discípulos fueron corriendo a contar a sus amigos la experiencia que habían tenido con Jesús, a nosotros se nos envía al final de la Misa a salir a glorificar a Dios con nuestra vida.
El Señor es digno de toda alabanza. Los Padres del Concilio Vaticano II declararon que: “Nuestro Salvador, en la Última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con lo cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el Sacrificio de la Cruz” (Constitución sobre la Sagrada Liturgia, 42).
La Misa no es sólo un nuevo relato de la Última Cena. Por la gracia de este sacramento, todo lo sucedido el Jueves Santo, el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección queda encapsulado en la hora valiosísima y llena de gracia de la santa Misa. La Liturgia de la Cena del Señor es nada menos que la entrada que nos da acceso al misterio de la cruz y la resurrección de Cristo.
Hace unos años, cuando el Papa Emérito Benedicto XVI viajó a la isla de Chipre, se refirió a este misterio tan esencial de nuestra fe diciendo que la cruz, a pesar de haber sido “señal de sufrimiento, derrota y fracaso”, representa en efecto “la completa transformación, la victoria definitiva sobre estos males” que la “tornan en el símbolo más elocuente de esperanza que el mundo jamás haya visto.”
Las palabras “completa transformación” y “victoria definitiva” sobre el mal nos dicen que la cruz que celebramos en la Misa es algo que Dios quiere que experimentemos personalmente, y no que sólo pensemos en ella. El hecho de ver a Jesús nos llena de alegría, como sucedió con Pedro. Después de la resurrección del Señor, Pedro y Juan pescaban en el Mar de Galilea. De repente, Jesús apareció en la orilla y, tal como ocurrió en el camino de Emaús, al principio no le reconocieron. Pero luego Juan exclamó “Es el Señor.” Este anuncio movió a Pedro a salir de la barca y acudir de prisa a la orilla (Juan 21, 1-14).
Esta es la clase de entusiasmo que Dios quiere que tengamos en la santa Misa. ¡Cristo es el Señor y está aquí, presente en el altar! ¡Él es el Señor y aquí se nos ofrece para que seamos partícipes de su vida divina! ¡Él es el Señor y nos abraza a cada uno y nos dice que nos ama mucho y quiere actuar poderosamente en nuestra vida!
Vengamos a él, pues, con el corazón agradecido, dispuestos a adorarle; acudamos a su lado reconociendo lo mucho que lo necesitamos, porque él es el Pan de Vida. Y salgamos al mundo, decididos a llevar una vida que sea santa y agradable al Señor.
El Libro de la Gloria. Muchos teólogos dividen el Evangelio según san Juan en un Prólogo (capítulo 1) el “Libro de los Signos” (capítulos 2 a 12) y el “Libro de la Gloria” (capítulos 13 a 21). El Libro de Gloria contiene el cumplimiento de todos los signos que se presentan en la sección anterior, siendo la cruz la señal más visible de la gloria de Jesús, aquella gloria que atraerá a todos a su lado (Juan 12, 32).
Pero ¿cómo puede un cuerpo torturado y sin vida ser la imagen más completa y perfecta de la gloria del Señor? Esto es sin duda la paradoja central del mensaje del Evangelio. La cruz revela la inmensidad del amor de Dios; revela la determinación de Jesús de cumplir el plan de su Padre, sin fijarse en el costo; revela la santidad y la humildad de Aquel que consideró que valía la pena morir por cada uno de nosotros. En esta cruz fue que Jesús se vació por completo, de modo que nosotros nos llenáramos de la vida divina; allí fue humillado y flagelado para que nosotros fuéramos perdonados y glorificados.
En ninguna parte vemos más claramente expresada esta “gloria mediante la humildad” que en la santa Misa. En cada altar, en todos los países, ciudades y aldeas del mundo, Jesús, el eterno Hijo de Dios, se nos ofrece en la forma de una pequeña hostia de pan sin levadura. Él, que es el Dueño y Señor de toda la creación, se pone en nuestras manos. Él, que sostiene todo el universo con una sorprendente muestra de armonía y unidad, se deja manipular y consumir por una gente pecadora.
Sí, Jesús, nuestro Señor, se entrega de un modo completo y lo hace con la esperanza de que le recibamos con fe y dejemos que él nos transforme, aunque sabe que muchos se negarán a beneficiarse de su bendición, pero de todos modos viene a nosotros.
Estando conscientes de semejante amor, generosidad y humildad, ¿cómo no vamos a caer de rodillas delante del Señor y expresarle gratitud y amor? ¿Cómo no le vamos a entregar nuestro corazón y pedirle que nos forme según su imagen, la imagen del “crucificado glorificado”?
Aquí estoy, Señor. Es cierto que el sentido esencial de la temporada de Cuaresma es la búsqueda de Jesús, pero también es una época en la que el Señor mismo quiere llevarnos a lo profundo de su corazón. Él está allí, en persona, en cada Misa con toda su generosidad, constantemente ofreciéndose a nosotros; él está allí en toda su gloria, deseando que aceptemos su invitación.
En cada Misa, y especialmente durante la Cuaresma, Cristo nos dice: “Te amo y quiero que estés a mi lado.” Ojalá todos respondamos: “Aquí estoy, Señor, quiero estar siempre junto a ti.”
Que Dios los bendiga con abundancia durante este tiempo de Cuaresma y que todos lleguemos a ver la gloria del Señor y lo glorifiquemos.
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