Espíritu Santo, ilumíname
Esta sencilla oración continúa sosteniéndome
Por: Jennifer Kluge
Espíritu Santo, ilumíname.
Escuché estas palabras por primera vez hace treinta años en la clase de religión de segundo año. Nuestra profesora, la hermana María Inés, nos dijo que cuando enfrentáramos un momento difícil —tal vez cuando resolver una prueba académica o examen fuera difícil— debíamos rezar estas tres palabras. A lo largo de los años, estas palabras vinieron a mi mente en más de una ocasión. Recuerdo la primera vez que las recé con seriedad, durante un examen de la universidad y la influencia tranquilizante que tuvo la plegaria. Años más tarde, comprendí que la hermana María Inés no necesariamente se refería a una “prueba” como una evaluación académica; se refería a las pruebas de la vida.
Siempre supe que el Espíritu Santo estaba continuamente presente para nosotros. También sabía que nunca podemos tener certeza de cuándo o cómo él actúa en nuestra vida. Así como el viento “sopla por donde quiere”, el Espíritu actúa según el plan de Dios, no el nuestro (Juan 3, 8). Pero así como en mi mente era consciente de esta verdad, se volvió muy evidente para mi corazón en la primavera de 2017, más de veinticinco años después de que escuché la oración por primera vez.
Tristes, enojados e insensibles. Por distintas razones, mi esposo, Juan y yo habíamos evitado los embarazos en los primeros años de nuestro matrimonio. Luego, cuando tratamos de concebir, mi primer embarazo confirmado terminó en una pérdida. Esa pérdida fue una carga que decidimos mantener solo para nosotros durante mucho tiempo. Estábamos de duelo, estábamos enojados y nos habíamos vuelto insensibles. Especialmente, no queríamos escuchar los comentarios bien intencionados pero siempre dolorosos como: “Bueno, al menos fue al principio” o “¿sabes si fuiste tú o él quien lo provocó?”, o “¿están intentándolo de nuevo?” Todo lo que queríamos escuchar era: “Siento tu pérdida” y tener la seguridad de que Dios estaba sosteniendo a nuestro hijo en sus brazos.
Después de un año de esfuerzos infructuosos, consultamos con mi médico, quien recomendó que visitáramos a un especialista. Ese médico nos dijo que nuestra única opción para tener un hijo era usar algún tipo de intervención artificial no aceptada por la Iglesia.
Yo había prometido que jamás buscaría este tipo de terapias. Juan y yo sabíamos lo que la Iglesia enseña al respecto, así que naturalmente teníamos nuestras reservas. Pero nuestro deseo de tener un hijo era tan fuerte que decidimos poner nuestra voluntad delante de la de Dios. Nada funcionó. Mirando hacia atrás, ahora, puedo ver que mis reservas, a menudo tan profundas en cada fibra de mi ser, en realidad eran el Espíritu Santo tratando de guiarnos por un camino distinto. Yo simplemente no quería escuchar. Más bien, puse mi voluntad delante de la de Dios. Esa plegaria, “Espíritu Santo, ilumíname”, se ahogó en medio de otras voces.
“Alguien”, no algo. Luego, a finales de 2015 —el domingo de Gaudete, nada menos— descubrí que tenía cinco semanas de embarazo. Fue la Navidad más alegre hasta la fecha, pero fue seguida por la peor víspera de Año Nuevo, cuando perdimos a ese hijo también. Nuestro corazón estaba destrozado, y aquellos mismos sentimientos surgieron de nuevo. Solo que esta vez rezamos: “Espíritu Santo, ilumínanos.”
Una colega me recomendó un médico diferente, que nos dijo que nuestra única opción era la fertilización in vitro. Nunca pretendimos llegar tan lejos, pero ahora estábamos considerándolo seriamente. Pero antes de que diéramos el paso final, ambos sentimos que algo nos exhortaba a hacer una pausa y no seguir adelante. Ahora comprendemos que ese “algo” en realidad era “Alguien”, el Espíritu Santo.
Varios meses después, estaba sentada en mi oficina en la Universidad de Georgetown frente a una gran cantidad de trabajo y muchas fechas límite. Un sacerdote de mi parroquia estaba impartiendo una conferencia en el campus, y algo —o “Alguien— me dijo que dejara a un lado mi trabajo y fuera a escuchar. Después de la conferencia, durante la reunión social, conocí a una doctora que trabajaba como promotora de la planificación familiar natural. Yo no tenía intención de contarle nuestra historia, pero no pude evitarlo.
Esta doctora nos conectó con otros médicos que comprendieron nuestra situación. En los siguientes seis meses, fui diagnosticada con un padecimiento llamado “Defecto de la fase lútea tipo 2”, que significa que mi cuerpo no produce suficientes hormonas de las necesarias para sostener un embarazo. Nuestros nuevos médicos dijeron que era un milagro que hubiéramos logrado concebir del todo. También nos recomendaron un curso de acción que estaba en la línea de las enseñanzas de la Iglesia.
El diagnóstico produjo muchos sentimientos de frustración y enojo junto con alivio. Me sentía aliviada de saber que yo no había hecho nada que provocara las pérdidas o la infertilidad. Pero también estaba enfadada con los anteriores médicos que tan rápidamente nos pusieron la carga emocional, física y financiera de la tecnología reproductiva artificial sin buscar nunca la causa del problema.
Pero Juan y yo tenemos cuidado de no permitir que la ira tenga la última palabra. Por medio de la ayuda del Espíritu Santo, ambos hemos decidido seguir adelante y no permitir que el enojo por lo que sucedió en el pasado nos detenga. Sabemos que la infertilidad y la pérdida de embarazos son temas que se mantienen en las sombras. Esperamos que nuestra historia pueda animar a otras parejas a encontrar consuelo en el Espíritu Santo y a seguir buscando respuestas.
Confiar en el Espíritu. Reconocemos que nuestra edad ahora es un obstáculo para un embarazo exitoso, y sabemos que posiblemente nunca tendremos hijos biológicos. ¿Qué significa esto para nosotros como pareja? Esta realidad nos ha conducido a acudir a la oración “Espíritu Santo, ilumínanos”. Aún deseamos tener un hijo, pero confiamos en que Dios nos ayudará a formar la familia que él desea que seamos.
Durante años este versículo de la Escritura me ha hablado al corazón: “Confía de todo corazón en el Señor y no en tu propia inteligencia” (Proverbios 3, 5). Me recuerda lo que dice el Padre Nuestro: “Hágase tu voluntad”. No serán nuestra voluntad ni nuestro entendimiento los que nos conduzcan a Juan y a mí a realizar el plan de Dios para nuestra familia; serán la voluntad y la sabiduría de Dios.
Nuestra historia no tiene el final de un libro de cuentos, en el cual finalmente concebimos y tenemos un bebé. Pero aún puede ser un final pacífico. Sabemos que podemos confiar en que el Espíritu nos ayudará a atravesar los momentos difíciles. Sabemos que podemos pedirle que nos recuerde que somos una familia, ya sea que tengamos hijos vivos o no. Sabemos que él nos hará fructíferos a nuestra propia manera. Y por eso seguimos rezando: “Espíritu Santo, ilumínanos.”
La hermana María Inés estaría orgullosa.
Jennifer Kluge sirve como Directora Ejecutiva para la Asociación Nacional de Músicos Pastorales en Silver Spring, Maryland.
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