Espíritu Santo, haz tu morada en mí: María y el Espíritu santo
Por el Padre George T. Montague, SM
Cuando yo era muchacho, mi familia bien pudo haber dicho lo mismo que dijeron los discípulos que Pablo encontró en Éfeso: “Ni siquiera habíamos oído hablar del Espíritu Santo” (Hechos 19,2).
Afortunadamente, nuestra sequedad espiritual no fue completa del todo gracias a la acción de alguien que, sin que lo supiéramos, estaba dejando pasar al Espíritu Santo hacia nosotros. Era la Virgen María. De alguna manera, la vida de esta santa mujer nos permitió ver ciertas luces acerca de quién o qué es el Espíritu Santo.
Mi padre había regresado desde Lourdes, al fi nal de su servicio en la Primera Guerra Mundial, con una fuerte devoción a esta “Señora vestida de azul,” devoción que estaba fi rmemente arraigada en lo que le había sucedido a su primer hijo, Francisco, cuando éste tenía dos años de edad. En la casa de la hacienda de mis abuelos había una tetera de agua hirviendo sobre la cocina cuando el pequeño Francisco, en un momento de curiosidad y sin que nadie lo viera, extendió la mano y tumbó la tetera; el agua hirviendo le cayó sobre una de las piernas. Las quemaduras fueron tan graves que había que hacerle un injerto de piel.
La noche anterior a la operación, nuestra tía Margarita puso en la cama a Francisco, le roció un poco de agua de Lourdes sobre las llagas y le rezó con toda su fuerza y devoción a nuestra Señora de Lourdes para que intercediera por un milagro. A la mañana siguiente, la piel se había recuperado tanto que ya no fue necesario efectuar el trasplante. Esta milagrosa curación obviamente causó un efecto impresionante en toda la familia, especialmente en mi padre.
El Espíritu Santo es el que pone en acción la fe de sus hijos por medio de maravillas y señales, pero Él suele mantenerse en el trasfondo y actúa a través de instrumentos humanos. Después de Jesús, el instrumento favorito del Señor parece ser la Virgen María. ¿Y por qué no? Ella fue el vaso escogido para hacer realidad el milagro de los milagros: la concepción y el nacimiento virginal del Hijo de Dios. María, a quien se le suele llamar “la Esposa del Espíritu Santo”, personifica el “rostro femenino” de Dios.
María, nuestro modelo de respuesta. Incluso antes de concebir a Jesús, el Espíritu Santo inspiró a la Virgen a pronunciar en voz alta y en forma inequívoca su aceptación del misterio, y de esa manera vino a ser el modelo, el prototipo de la respuesta obediente al plan de salvación que Dios dispuso para todas las épocas. De hecho, esta respuesta obediente de María, más que el hecho de haber sido la madre de Jesús, es lo que se anuncia en los evangelios. Porque si bien la maternidad divina es única en su género, el responder a la Palabra de Dios es algo que todos debemos imitar; afortunadamente en esto tenemos la ayuda de María, que nos puede enseñar mucho. Ella fue doblemente bendecida por su aceptación, su fiat, primero por Isabel, que exclamó “¡Dichosa tú por haber creído que han de cumplirse las cosas que el Señor te ha dicho!” (Lucas 1,45), y luego, por una mujer de la multitud que a Cristo le dijo en alta voz “Dichosa la mujer que te dio a luz y te crió!”, a lo que Jesús replicó “¡Dichosos más bien quienes escuchan lo que Dios dice y le obedecen!” (Lucas 11,27-28).
De modo que el Espíritu Santo no solo produjo en María el insondable misterio de la Encarnación, sino también le dio el privilegio de ser la primera en responder y el modelo ideal de respuesta al plan que Dios estaba revelando. En otras palabras, ella, que recibió la Palabra de Dios en su seno, también recibió la Palabra de Dios en su corazón, y esto es algo que todos podemos aprender a recibir.
Los que temen que por acercarse a la Virgen María se puedan alejar de Jesús, no han entendido aún todo el fundamento trinitario de la fe cristiana. Mirar al Padre es ver al Hijo; mirar al Hijo es ver al Padre. Mirar al Espíritu Santo es ser introducido en el abrazo mutuo del Padre y el Hijo. La esencia de la Santísima Trinidad es la relación, es el ser que se constituye por la donación total y recíproca del uno al otro y las relaciones son también la esencia de lo que Dios hace en el tiempo y la historia. Mirar a los ojos de María es ver a Jesús, porque todo en ella está volcado hacia Jesús, y ¿quién mejor que la madre nos puede enseñar a amar a su Hijo?
La nube sin duda cubrió el santuario, pero la nube también se mueve y así lo hace el santuario. María se mueve igualmente con la nube. La Virgen, el mejor modelo de oyente, escuchó el mensaje completo, no solamente que ella sería la madre del Mesías (¿quién no se había sentido abrumada por semejante misión?), sino también que su prima Isabel llevaba seis meses de embarazo y eso significaba que necesitaba ayuda.
El Espíritu Santo no hizo de María solamente una estatua que esperara las peregrinaciones; no, la puso en acción para realizar un servicio y hacerlo sin demora, de prisa como nos dice Lucas (1,39), y de esa manera nos daba un destello de la misión que tendría el Niño que ella llevaba en el vientre, que vino a servir, no a ser servido (Marcos 10,45). Cuando María llegó a la casa de Isabel, la voz de su saludo puso en marcha dos sucesos: que el niño que Isabel llevaba en el vientre brincó de gozo, y que Isabel se llenó del Espíritu Santo (Lucas 1,41.44).
En efecto, el Espíritu Santo le hizo exclamar “Dios te ha bendecido más que a todas las mujeres, y ha bendecido a tu hijo” (Lucas 1,42). De este modo, por medio de Isabel, el Espíritu Santo dio a las futuras generaciones las palabras con las cuales alabaríamos a María y a su Hijo. La Virgen respondió con su propio cántico de acción de gracias y alabanza, el Magnifi cat. Lucas no tiene que decirnos que fue el Espíritu Santo el que movió a María a hacerlo, porque ella ya estaba llena del Espíritu. Cuando hay una necesidad urgente, el Espíritu nos mueve a servir; pero también surge en el corazón de aquel que ha sido tocado por el Espíritu Santo una urgente necesidad de alabar a su Señor.
Esto fue lo que sucedió en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre el grupo de temerosos discípulos y los transformó en una comunidad que empezó a entonar una constante sinfonía de alabanzas (Hechos 2,1-11). Pero esto ya le había sucedido a la familia extendida de María en su Pentecostés doméstico. Si bien vemos que durante su ministerio público, Jesús era el único que actuaba con el poder del Espíritu Santo —los discípulos debían esperar (Lucas 24,49)— el Espíritu ya se había derramado sobre María, Isabel, Zacarías que profetizó cuando nació Juan Bautista, y Simeón cuando Jesús fue presentado en el templo.
Un Pentecostés doméstico. Aquí hay algo grande que todas las familias pueden comprender. Tras el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés vino la poderosa predicación de Pedro y el crecimiento explosivo de la Iglesia, gracias al trabajo misionero de los apóstoles y de los primeros discípulos. Ahora bien, la mayoría de los padres y madres de hoy no están llamados a realizar este tipo de proclamación que vemos en los Hechos de los Apóstoles, pero sí tienen una llamada y un don: el de ser instrumentos de un Pentecostés doméstico, facilitar la visitación del Espíritu Santo en sus propias familias, primero y antes que nada en las relaciones y servicios sencillos que vemos en la familia extendida de María y José. El Espíritu Santo desea transformar nuestras familias en un reflejo terrenal de la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo, que es el vínculo divino del amor, puede hacer por nuestras familias aquello que ellas no pueden hacer solo con sus fuerzas humanas: traer el cielo a la tierra y al hogar.
Pero la Virgen María también está asociada con el Espíritu Santo en la vida constante de la Iglesia. Lucas pone énfasis especial al mencionar que María se reunió con el resto de los discípulos en el Aposento Alto, mientras hacían oración esperando la venida del Espíritu Santo (Hechos 1,14). Obviamente, ella, que ya había recibido al Espíritu Santo, sería la mejor maestra de cómo se ha de recibir al Paráclito que Jesús había prometido a sus discípulos. En el Evangelio según San Juan, Jesús promete enviarles “otro Defensor” (Juan 14,16-18). Cuando dice “volveré para estar con ustedes” lo más probable es que no se refería a que se les aparecería después de la resurrección, porque esos fueron eventos temporales antes de que Él regresara a su Padre. Jesús tiene que haberse referido a la venida del Espíritu Santo, que tomaría su lugar. El Paráclito sería el Defensor permanente por cuya acción los discípulos sabrían que no habían quedado huérfanos. Jesús había llamado a sus discípulos “hijitos míos” (Juan 13,33) cuando les anunció su inminente partida. Ahora el “otro Defensor” tomaría su lugar, no como un padre adoptivo, sino como otra dimensión en la cual Jesús mismo estaría con los suyos.
Pero el Espíritu Santo no es visible como lo era Jesús. ¿Cómo podía verse y palparse la acción del Defensor? Para encontrar una manera basta con leer Juan 19,25-27. Los estudiosos en general están de acuerdo en que el discípulo amado que acompañó al Señor al pie de la cruz lo hizo en representación de todos los discípulos que vendrían a ser hermanos de Cristo (Juan 20,17). Esto es así no solo porque tienen a Dios como Padre sino también porque tienen a María como madre. Lo que Jesús le dijo al discípulo amado también nos lo dice a todos los que creemos en Él: “Ahí tienes a tu madre” (Juan 19,27). Resulta razonable pensar, entonces, que la unión de María con el Espíritu Santo desde el momento de la concepción de Jesús ha continuado más allá de la muerte y la resurrección de Cristo: la maternidad de María, la madre de Jesús, se extiende a los discípulos, por lo cual María, la Madre de Dios, es también Madre de la Iglesia.
La palabra “paráclito” viene del griego y es la misma que se usa en Isaías (66,7-13), donde se traduce como “consolar”, cuando dice que Jerusalén consuela a sus hijos como una madre y por cuyo medio es Dios mismo quien los consuela: “Como una madre consuela a su hijo, así los consolaré yo a ustedes, y encontrarán el consuelo en Jerusalén.” Desde la perspectiva del Nuevo Testamento, la Iglesia es la Nueva Jerusalén, y también lo es la Virgen María, que es la Iglesia en su papel de madre. Visto así, la promesa puede considerarse cumplida en el Espíritu Santo, que consuela al pueblo de Dios a través del don de María, que es su madre.
Padre celestial, deseo profundamente experimentar un nuevo derramamiento del Espíritu Santo en mi vida. Sé que soy indigno, pero por tu amor, sé también que Tú quieres concederme el Espíritu Santo más de lo que yo mismo quiero recibirlo. Amado Jesús, tu madre estuvo presente en la cruz cuando Tú “entregaste el Espíritu”. ¡Que ella esté a mi lado ahora como mi madre, para enseñarme a recibir este Don de los dones! Amén.
Extractado del libro “Holy Spirit, Make Your Home in Me” por el padre George T. Montague, S.M.
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