Entra en tu cuarto interior
¿Cómo podemos encontrar el amor de Dios?
La fuente de la alegría cristiana es la certeza de ser amado por Dios, amado personalmente por nuestro Creador, por Aquel que sostiene el universo entero en sus manos. (Papa Benedicto XVI, discurso en el Congreso Diocesano de Roma, 23 de junio de 2006)
Con estas palabras, el Santo Padre puso énfasis en la importancia de tener una experiencia de amor, una vivencia que va más allá de los límites del amor humano. Es el amor que Dios nos mostró cuando envió a su Hijo único para salvarnos del pecado, de modo que pudiéramos llenarnos de su vida divina ahora mismo mientras esperamos con gran entusiasmo el día en que lleguemos a nuestro hogar eterno con el Señor en el cielo.
Hasta ahora, en esta Cuaresma, hemos venido planteando la búsqueda del sentido de la vida humana. Ahora queremos reflexionar en cómo podemos encontrar ese sentido descubriendo la presencia de Dios y experimentando su amor en el corazón. La buena noticia es que mientras buscamos a Dios, Él nos está buscando a nosotros con más interés aún. Cada día trata de captar nuestra atención y nos invita a entrar en una relación de amor consigo. Veamos entonces cómo podemos aceptar su invitación y llegar a tener aquella “certeza de ser amados por Dios” de la que habla el Papa Benedicto.
Refugiarse en el “cuarto” interior. Cuando los discípulos le pidieron al Señor que les enseñara a rezar, Jesús les dijo: “Tú, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre en secreto. Y tu Padre, que ve lo que haces en secreto, te dará tu premio” (Mateo 6,6). Pero este “cuarto” no es un lugar físico; es el lugar más recóndito del corazón, la parte más profunda de nuestra persona, aquel lugar tranquilo, donde nos podemos encontrar con el Señor cara a cara.
El mundo está lleno de ruidos, ideas y mensajes: teléfonos celulares, correo electrónico, mensajes de texto; redes sociales; los innumerables medios electrónicos que nos permiten comunicarnos de muchas maneras y en cualquier momento, estar informados o sencillamente pasar el tiempo y todos los diversos aparatos que se usan. Estos instrumentos pueden ser muy valiosos, pero también nos han hecho abrir la puerta a un sinnúmero de estímulos externos que nos llegan durante todo el día, que nos llenan de ideas y preocupaciones. Todo este “ruidoso” tráfico de comunicación hace muy difícil “estar quietos” y saber que Jesús está con nosotros (v. Salmo 46,10).
Cuando vamos al cine, la película capta por completo nuestra atención. Todas las preocupaciones del momento desaparecen cuando entramos en aquel otro mundo durante dos horas. De esta misma forma, nos hace falta aprender a dejar atrás el mundo, entrar en el “cuarto” de nuestro ser interior y permanecer con Cristo durante un rato cada día. Tenemos que aprender a quitar los obstáculos y calmar el ruido del mundo por unos momentos, para poder escuchar lo que nos quiere decir el Señor y percibir su amor y su presencia.
Cada día en esta Cuaresma, trata de reducir el ruido exterior lo mejor que puedas. Toma ciertas decisiones que te ayuden a entrar a tu cuarto interior y permanecer allí por un rato. Tal vez tengas que ir a la iglesia para hacer adoración eucarística; o quizás te baste con apagar la televisión y silenciar el celular para poder rezar. También puedes usar un cuarto tranquilo en tu casa, donde no haya interrupciones ni distracciones. Cualesquiera sean las circunstancias, dedica un tiempo específico para estar a solas con Dios y busca la mejor manera de aquietar los pensamientos para que puedas experimentar al Señor.
“Ser” o “hacer”. El mundo nos anima a definirnos según lo que hagamos y no según las relaciones familiares o de amistad que tengamos. Hablamos del trabajo que hacemos, de nuestro hogar y nuestros hijos, de las aficiones o pasatiempos y de nuestras aptitudes y talentos. Incluso nosotros mismos nos juzgamos según los éxitos o fracasos que estemos experimentando. En cierta forma, esto es natural y puede ser útil para fijarnos objetivos en la vida.
Pero la experiencia del amor de Dios no depende del hacer, sino del ser. Es fácil definir lo que significa la palabra “hacer”; se trata de realizar alguna actividad. Pero ¿cómo podemos definir la idea de “ser”? Es un concepto difícil de expresar con palabras. Probablemente lo mejor es pensar en una analogía. Así como amamos a nuestros hijos simplemente porque son nuestros hijos, Dios nos ama simplemente porque somos hijos suyos. Sin duda el Señor aprecia cuando hacemos algo bueno, pero más que nada su amor se debe a lo que somos.
Cuando Jesús vivió en la tierra, se dirigía a su Padre llamándolo “Abba”, un término cariñoso, como “Papá”, con que los niños judíos llamaban a sus padres (Marcos 14,36). Cuando el Señor les enseñó a sus discípulos a rezar, les dijo que también se dirigieran a Dios Padre llamándole “Abba” (Mateo 6,9). Unas décadas más tarde, San Pablo escribió que Dios ha depositado su Espíritu Santo en el corazón de todo creyente y que el Espíritu nos mueve a exclamar “¡Abba, Padre!” (v. Romanos 8,15). ¿Qué significa esto? Que cada día, el Espíritu Santo, que habita en nosotros, nos dice: “¿Sabes tú que eres hijo de Dios? ¡El Señor te ama y quiere que tú lo conozcas!” Todo lo que tenemos que hacer es aprender a oír el mensaje.
Sí, es cierto que el hacer es una parte necesaria de la vida, porque si queremos pagar las cuentas, tenemos que trabajar; si queremos comer, tenemos que cocinar. Pero el ser sigue siendo lo más importante, especialmente si queremos llegar a conocer personalmente a Dios y experimentar su amor.
La razón nos indica que hemos de rezar cada día, ir a Misa el domingo y obedecer los mandamientos de Dios. Pero la auténtica espiritualidad cristiana no está centrada en el cumplimiento de las reglas. La razón por la que rezamos y celebramos la Misa es que queremos encontrarnos con Jesús, amarlo y adorarlo, y obedecer sus mandatos, porque no queremos que el pecado nos separe de su lado.
De modo que si vamos a Misa sin el deseo de rendirle nuestra vida al Señor, sin el anhelo de escuchar lo que Él nos diga, ni preparados para recibir los dones que Él quiera darnos, lo más probable es que salgamos sin experimentar nada de eso.
Así, pues, tratemos de hacer todo lo posible por darle más importancia al ser que al hacer en esta Cuaresma. Aprendamos a vernos como hijos de Dios, hijos e hijas queridos, que fuimos creados para recibir la vida y el amor de Dios. Si podemos vernos bajo esta luz, el tiempo que le dediquemos a la oración y a la Misa estará cada vez más dedicado al encuentro con nuestro amado Salvador.
Contemplar a Jesús. Según Santo Tomás de Aquino, la felicidad suprema del ser humano “consiste únicamente en la contemplación de Dios”, en la comunión con Aquel que nos ama eternamente.
Si tú quieres aprender a contemplar a Jesús, un buen modo de comenzar es usar la imaginación. Imagínate que estás de pie y que llueve copiosamente; piensa que la lluvia es la gracia de Jesús que te empapa por completo. También puedes imaginarte que estás conversando con el Señor. Piensa que estás tan concentrado en su presencia que no te pierdes ni una palabra de lo que Él te dice. Sé humilde; no tengas pretensiones. Deja que Él te vea tal como tú eres, sin reservas. Cuéntale tus éxitos y tus fracasos, tus alegrías y tus penas, tus planes y tus dudas.
Una vez que le hayas mostrado tu alma de esta manera, comienza a meditar en la Persona de Jesús. Repite para ti mismo estas verdades: “Jesús es el Hijo eterno de Dios, y sin embargo Él me ama a mí.” O bien: “Cristo entregó su vida por mí. Así de grande es el amor que me tiene.” O también: “Jesús está conmigo ahora mismo, y quiere escucharme y hacerme disfrutar de su amor.”
El objetivo de esta forma de contemplación es elevar el corazón al cielo, con todos los pensamientos y recuerdos, todas las virtudes y defectos que uno tiene, para entrar en comunión con el sagrado Corazón de Jesús. Todo lo que queremos hacer es entregarle nuestro corazón al Señor, para que a cambio Él nos dé su propio corazón.
Percibe su presencia. Cuando entres en comunión con Jesús, procura ser lo más receptivo posible, para lo que Él quiera hacer en tu vida. Esto es lo más importante. Mantén una actitud receptiva, abierta, una disposición a recibir, con plena confianza en la bondad y el amor de Dios. Quizás el Señor quiera hablarte al corazón, o curar alguna antigua herida emocional que tengas, o bien pedirte que hagas algo que has estado posponiendo por mucho tiempo.
Sea lo que sea que te parezca que Dios te dice o hace en ti, confía en Él de todo corazón. Incluso si no te parece sentir nada en absoluto, cree que Jesús está presente allí contigo. Recuerda lo que Él prometió: “Al que llama a la puerta, se le abre” (Mateo 7,7). Recuerda también las palabras de San Pedro: “Ahora, creyendo en él sin haberlo visto, [ustedes] se alegran con una alegría tan grande y gloriosa” (1 Pedro 1,8).
A veces es posible percibir lo que hace el Espíritu Santo en uno. Los que suelen contemplar a Jesús sienten con frecuencia una paz profunda y una gran alegría; otros disfrutan meditando en la sobrecogedora majestad de Dios y se sienten inspirados a decir: “Te amo, Señor Jesús”, o bien “Cristo amado, te entrego mi vida.” Pero la experiencia más común que uno tiene cuando contempla a Jesús es sentirse lleno del amor y la paz de Dios.
Si tratas de contemplar a Jesús nada más que diez minutos al día, te sorprenderás de lo que sientes en el corazón y lo que percibes que llega a tu mente.
¡Aquí estoy, Señor! Día a día el Señor nos invita a entrar en su presencia y tener comunión con Él: “Vengan a mí y yo los haré descansar” (Mateo 11,28) nos promete. El Señor quiere satisfacer las necesidades más profundas que tenemos, porque Él sabe que su amor es lo único que puede saciarnos completamente. Cristo quiere que sepamos que la verdadera felicidad y el sentido auténtico de la vida solo pueden encontrarse en su Persona. Aceptemos, pues, esta invitación del Señor todos los días de esta Cuaresma. Que Dios los bendiga y les retribuya con abundancia todo el esfuerzo que hagan por contemplar su amor y su presencia.
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