Encuentros transformadores
¡Cristo ha resucitado! ¡El pecado ha quedado borrado y ha llegado la salvación!
Estos son los pensamientos que se nos vienen a la mente cuando pensamos en la Pascua de Resurrección.
La tumba está vacía y Jesucristo, nuestro Señor, está vivo nuevamente para toda la eternidad.
Ahora, querido lector, le sugerimos que piense con más detenimiento en los relatos del Evangelio que oirá en Misa en este hermoso tiempo de Pascua, porque allí encontrará algo más también: relatos de encuentros. Usted leerá o escuchará que los primeros discípulos se encontraron cara a cara con el Señor resucitado y qué fue lo que les pasó después.
Sin duda, estas historias son importantes. En primer lugar, porque confirman que Jesús realmente resucitó. Pero lo más importante es que, siendo numerosos los relatos, podemos ver que mucha gente experimentó al Señor de diferentes maneras. El Señor no sólo se les apareció a Pedro, el jefe de los apóstoles, y a María Magdalena, la fiel discípula que acudió al sepulcro; también se les apareció a Tomás, el incrédulo; a los dos deprimidos discípulos en el camino de Emaús, e incluso a un fariseo iracundo llamado Saulo, ¡que estaba resuelto a destruir la Iglesia!
En esta edición de Pascua de La Palabra Entre Nosotros, daremos una mirada detenida a algunos de estos encuentros personales con Jesús, para que captemos algo de lo que podemos hacer nosotros para tener también un encuentro con el Señor. ¡Qué mejor que un encuentro transformador para celebrar la Pascua de Resurrección de nuestro amado Salvador!
En busca del corazón herido. El salmista dice que Dios cuida “a los que tienen el corazón hecho pedazos” (Salmo 34,18-19), y los dos relatos arriba citados ilustran este punto de un modo dramático. María Magdalena era una de las seguidoras más fieles de Jesús y ahora ella se encuentra con una tumba vacía. Jesús, que la había librado de siete demonios y le había dado alegría y sentido a su vida, ya no estaba en este mundo. ¡Es comprensible que ella haya querido quedarse allí, sobrecogida de dolor y llorando, mientras Pedro y Juan volvían a reunirse con los demás discípulos. Su dolor era demasiado grande como para estar con otras personas; y prefirió quedarse sola un tiempo, porque el corazón le había quedado totalmente destrozado.
A su vez, los dos discípulos que iban camino de Emaús experimentaban otro tipo de desaliento y desconcierto. El resto de los discípulos se habían quedado en Jerusalén, pero estos dos decidieron volver a su pueblo de origen. El Señor les había infundido una enorme esperanza, pero ahora todo estaba perdido; por eso dejaron atrás a Pedro y los demás, para retornar a su vida antigua.
Y así sucedió, en estas desoladoras circunstancias —una mujer acongojada de dolor y dos peregrinos perplejos y desanimados—, que el Señor decidió dejarse ver por primera vez. No escogió primero a Pedro, el apóstol principal; ni a Juan, el discípulo amado. Tampoco se les apareció a los jefes de los sacerdotes. No; lo que hizo fue salir a buscar a los que estaban atribulados de dolor y confusión, al punto de que habían preferido aislarse de sus amigos y compañeros.
El Señor no se queda lejos. En estos relatos se ve claramente que Jesucristo, el Señor resucitado, tiene un amor compasivo por los solitarios y los que sufren; que se siente atraído por los que tienen hambre de su presencia amorosa y reconfortante. El dolor de María Magdalena, combinado con su fidelidad, fue como un imán para el Señor, y no pudo quedarse lejos de ella; más bien, se apresuró a salirle al paso y demostrarle que su amor es más fuerte que la muerte. Lo que quería hacer era sacarla del pozo de la pena y llenarla de alegría.
Lo mismo podríamos decir sobre los discípulos de Emaús. Así como María se sentía agobiada por la tristeza, ellos no encontraban respuestas para sus muchas preguntas. San Lucas nos dice que estos peregrinos iban conversando y discutiendo mientras caminaban (Lucas 24, 15) y que cuando Jesús se les unió por el camino en forma velada, sus sentimientos de infortunio y confusión brotaron espontáneamente de sus labios (24, 19-24). No obstante, dado que estaban tan deseosos de conocer la verdad, el Señor pudo ayudarles a recuperar la fe; y no sólo eso; hizo que se encendiera de nuevo en su corazón el fuego del entusiasmo y la esperanza, del mismo modo como quiere hacerlo con nosotros.
Si María Magdalena y los discípulos de Emaús estuvieran hoy aquí nos dirían que no tratemos de rechazar los recuerdos o pensamientos que nos causan tristeza o aislamiento, pero no para seguir sintiéndonos agobiados de pesar, sino para que el Señor nos encuentre allí. El mundo nos insta a no hacer caso a tales cosas y a seguir adelante con la vida y hacernos los valientes en todo lo que nos suceda. En cambio, Jesús nos pide que expresemos sinceramente las preocupaciones y heridas que tengamos y, lo que es más importante, que él vea el hambre de él que tenemos. No deberíamos tener miedo de desahogarnos en su presencia ni de hacerle preguntas difíciles. El Señor no quiere vernos agobiados por las preocupaciones; más bien, quiere entrar él mismo en la tristeza y el hambre de nuestro corazón para transformarlos. Cristo quiere encontrarnos allí donde nos sentimos más vulnerables y mejor dispuestos a recibir su presencia, de modo que experimentemos nuestra propia resurrección con él.
Si María Magdalena hubiera pensado algo como: “Así no actúa una discípula de Cristo. Tengo que reconfortar a las demás mujeres del grupo. ¡Tengo que ser fuerte!”, tal vez habría podido ofrecer un poco de consolación a las demás, pero se habría perdido la oportunidad de ver a Jesús en persona. O si los discípulos de Emaús le hubieran dicho al forastero que todo estaba bien, cuando en su interior estaban llenos de interrogantes y dudas, seguramente habrían tenido una conversación superficial o casual con el Señor, pero ¡no habrían logrado ver cuando él partiera el pan!
En las ocasiones de necesidad o sufrimiento es cuando Jesús está más cerca de nosotros. Así como un médico va de prisa a ver a un paciente grave o como un enamorado se apresura a llegar al lado de su prometida, Jesús viene a nosotros cuando le necesitamos. Él dice que todo el que es pobre de espíritu es “dichoso” (Mateo 5, 3) y eso es lo que somos nosotros: pobres, necesitados y sedientos de Dios en lo más recóndito del corazón. Así pues, no dejes de pedir, buscar y tocar a la puerta, y deja que el Señor venga y te salve.
Ir corriendo a dar testimonio. Pero estos episodios no terminan con las apariciones de Cristo, porque en cada uno de ellos hay también una especie de reencuentro. Cuando el Señor se le apareció a María Magdalena, la envió a contarles a los discípulos lo que ella había visto; es decir, le dio el privilegio de ser la primera persona que anunció la buena noticia: “¡He visto al Señor!” (Juan 20, 18). Pero Jesús no lo hizo sólo para que ella entregara un mensaje; la envió de regreso para que ella se uniera una vez más a la comunidad de sus amigos creyentes.
En el mismo sentido, después de que Jesús partió el pan y luego desapareció, los discípulos de Emaús se sintieron impulsados a volver de prisa a Jerusalén para contarles a los demás discípulos lo que acababa de suceder (Lucas 24, 33). Habiendo tenido el encuentro con el Señor resucitado, cambiaron de rumbo y volvieron al lugar donde ellos sabían que tenían que estar: con sus hermanos creyentes.
Esto es lo que el Señor hace con nosotros también. No se limita a quitarnos el dolor y responder a nuestras preguntas; sino que nos envía a llevar la buena noticia a nuestros hermanos; nos hace regresar a la comunidad para que ayudemos a edificar la fe de cada uno dando testimonio de lo que hemos experimentado.
El Señor le dijo a María Magdalena que volviera donde los demás, y los discípulos de Emaús se sintieron movidos a regresar a Jerusalén, porque allí era el lugar donde les correspondía estar. Tenían que integrarse a la comunidad de fe de los otros discípulos y estar en un lugar donde la adoración, la confianza y la entrega al Señor eran partes naturales de la vida nueva. En otras palabras, necesitaban a la Iglesia, como también la necesitamos nosotros hoy, porque allí todos formamos parte de una familia, la familia de Dios. Por eso, la Carta a los Hebreos nos insta: “No dejemos de asistir a nuestras reuniones, como hacen algunos, sino animémonos unos a otros” (Hebreos 10, 25).
Si usted quiere encontrarse cara a cara con Jesucristo en esta Pascua, no se aísle. Reúnase con sus hermanos en Cristo y pase tiempo con ellos. Por supuesto, hay grupos de reflexión bíblica, apostolados de servicio y comités parroquiales en los que puede participar; pero no se limite a estos encuentros “oficiales”. Porque no siempre hay que estar hablando acerca de Jesús o haciendo obras de caridad; usted puede encontrarse con el Señor también en reuniones sociales en la parroquia y en conversaciones con amigos después de la Misa. Todos podemos encontrar a Jesús en los demás, cuando actuamos tal como somos: hijos de un Padre tierno y cariñoso.
El Señor se revelará. Jesús sintió compasión por el dolor de la Magdalena y quiso verla; así también, las interrogantes de los discípulos de Emaús lo movieron a unirse a su conversación. En ambas situaciones, Jesús llegó primero, aunque en forma velada, pero se hizo presente. Del mismo modo, tal vez usted se sorprenda de la manera en que Cristo se le haga presente. Puede ser en un encuentro inesperado; tal vez perciba un claro sentido de su presencia en Misa; o bien el Señor encienda el fuego de su amor en su corazón cuando usted esté estudiando la Sagrada Escritura y haciendo oración.
Sea como sea que suceda, el Señor se le revelará, porque le ama demasiado como para mantenerse alejado. Y usted sabrá reconocerlo si siente que el corazón comienza a arderle de amor a Dios; usted sabrá que es él cuando sienta un gran impulso de contarle a sus familiares, amigos o conocidos algo sobre él; y sabrá que es él cuando se dé cuenta de que está cambiando su vida y comenzando a caminar hacia aquel lugar donde se puede reunir con otros creyentes. Así pues, abra los ojos y el corazón y deje que el Señor se le haga presente en cualquier circunstancia.
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