En busca de la salvación
¡Qué sorpresa que Dios amara a un pecador como yo!
Por: Daniel Sánchez
Cuando la aguja me perforó la piel y apareció sangre en la jeringuilla, yo sabía que el efecto sería rápido: una ráfaga de fuego interior como si me fuera deslizando vertiginosamente por un tobogán acuático o si estuviera volando en medio de un huracán, como si alguien estuviera presionando todos mis botones de excitación y placer al mismo tiempo.
El corazón me latía con mayor rapidez, pero no me preocupaba porque ya lo había sentido antes. Sin embargo, el corazón me empezó a latir con tanta rapidez e intensidad que parecía que se me iba a salir del pecho. Entonces fue cuando me di cuenta: “No puedo calmarlo. Voy a morir de una sobredosis.” Caí al suelo y esperé la muerte.
¡Cuánto dolor les iba a causar esto a mis padres! Ellos no sabían nada de que yo me drogaba. Para ellos, yo era el hijo bueno que nunca se metía en problemas. Cuando iba creciendo, yo siempre había sido aquel “buen muchacho católico” que rezaba, iba a Mina y a clases de catecismo. ¿De dónde había venido lo malo?
El camino del cobarde. El problema era que yo realmente no conocía a Cristo. Mi fe no era profunda; eran conceptos aprendidos de memoria y por obligación: “Ven a misa porque el sacerdote lo dice. Pórtate bien o te irás al infierno.” No me gustaba nada cuando los muchachos me llamaban “el santurrón,” de modo que en la escuela secundaria decidí conscientemente imitar a mis compañeros que eran populares, los que violaban las reglas.
Así comencé a andar con estos grupos. Fumaban cigarrillos, y yo empecé a fumar también; tomaban cerveza y fumaban marihuana, y yo lo hice también. Se fugaban de clases, copiaban en las pruebas y tenían sexo; yo hice lo mismo. Era tanto lo que quería ser aceptado que incluso seguí sus pasos cuando hurtaban en tiendas, entraban a robar en las casas y robaban autos. Quería demostrar que yo también era recio y valiente, pero por dentro era solamente un cobarde, demasiado miedoso para decir que no.
Las cosas empeoraron después de la escuela secundaria, cuando me uní a un club de carros lowrider (esos con el chasís rebajado, de modo que la carrocería queda muy cerca del pavimento, muy populares entre ciertos grupos), más que nada como pretexto para circular por las calles y festejar. Por supuesto, esto significaba beber alcohol, drogarse y tratar de estar con tantas muchachas como fuera posible. Pero poco tiempo después, esto mismo me llevó a interesarme en drogas más fuertes y luego empecé a venderlas.
Aunque me pasé unos diez años experimentando con este estilo de “vida de diversión”, yo sabía en lo más profundo de mi interior que todo era una farsa, porque en realidad yo no me estaba divirtiendo. Sabía que en realidad la vida no se limitaba a esto, e incluso quise tratar de cambiar, pero como no tenía fuerza de voluntad ni un gran valor, razoné que en realidad yo no era tan malo. Después de todo tenía un trabajo, un auto, un lugar para vivir; no como algunos de los tipos que yo conocía, que estaban presos o viviendo en la calle completamente drogados. Sí, claro, me arrestaron un par de veces, pero nada serio. Un día, yo daría vuelta la página.
Pero ese día nunca llegaba, era siempre mañana, mañana, hasta aquella noche en que casi morí de una sobredosis. Esto realmente me asustó y empecé a buscar soluciones.
La búsqueda de un pecador. Visité iglesias de barrio que atienden a personas como yo y a drogadictos y pandilleros. Sus intenciones era buenas, pero me molestaba cuando insistían en que los católicos no eran “salvos” y que adoraban a la Virgen María y al Papa. Esto no era lo que yo había visto en todos los buenos católicos que conocía, como mi mamá. Para esa época, ella sabía que yo había abandonado la Iglesia y constantemente rezaba por mí, y yo sabía que muchos otros también rezaban por mí.
Un día unos familiares me sugirieron que fuera a un retiro católico llamado “Search” (Búsqueda). “¡No pienso hacerlo! —me dije para mi interior— Eso es para gente buena, no pecadores como yo.” Sin embargo, allí me encontré y con sorpresa descubrí que era exactamente para gente como yo. En aquel retiro me enteré de que Dios todavía me amaba, y me amaba tanto que su propio Hijo Jesús estuvo dispuesto a sufrir y morir por mí, precisamente para que yo tuviera un lugar a su lado.
¿Cuál era el anzuelo? Parecía demasiado fácil y yo me sentía tan culpable. No es ningún problema, me dijeron. Todo lo que tenía que hacer era realmente arrepentirme de todos mis pecados y pedirle perdón a Dios. Cuando fui a confesarme, así lo hice y en realidad sentí que un gran peso se levantaba de mis hombros. La pesada carga que yo había llevado durante tantos años simplemente desapareció. ¡Me sentía limpio de nuevo, como una nueva criatura! ¡Jamás me había sentido tan feliz!
Y, naturalmente, estaba sumamente deseoso de ir a Misa y recibir el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Allí, junto a la mesa de su banquete, sentí que el Señor me daba la bienvenida por haber regresado al cuerpo de creyentes, la Iglesia. Ahí era donde yo tenía que estar, era mi casa.
La fe en la práctica. De aquel retiro salí totalmente cambiado, una persona nueva. Pero, ¿cómo iba a seguir creciendo en la fe? ¡No podía volver a mis antiguos amigos! Allí fue donde los hermanos de la comunidad de los retiros Búsqueda y de mi parroquia empezaron a actuar. Se preocuparon de trabar amistad conmigo, me ayudaron a resolver mis dudas y me ofrecieron un lugar seguro adonde acudir y conversar. Un hermano en particular, que dirigía un grupo de oración en la parroquia y un grupo de estudio de la Biblia en su casa, me ayudó muchísimo.
Mientras más aprendía, más quería yo hablarles a todos sobre el maravilloso amor y perdón de Dios. Mis nuevos amigos me animaron mucho y con la guía del Espíritu Santo, comencé a ayudar con la clase de Confirmación en nuestra parroquia. Conseguí ser nombrado ministro extraordinario de la Sagrada Eucaristía y me involucré en el grupo juvenil, en un grupo que visitaba a los jóvenes encarcelados y en el propio retiro que me había cambiado la vida.
Me felicitaron por participar en estas actividades, por supuesto, pero la verdad era que yo necesitaba estos apostolados mucho más de lo que ellos me necesitaban a mí, porque me instaban a seguir aprendiendo sobre mi fe católica, y me daban el apoyo y el incentivo que yo precisaba para poner en práctica mi fe. Obviamente, si todavía siguiera llevando mi vida antigua, yo no podría enseñar nada a los jóvenes acerca del Señor. Y efectivamente, aunque volviera a caer, Dios siempre me daba la gracia de levantarme y seguir adelante.
Jesús está cerca. Cuando me siento delante de mi Señor en la capilla de adoración siempre pienso en mi vida pasada. Ahora más que nunca estoy convencido de que es sólo por la gracia de Dios que estoy vivo y que voy perseverando en el viaje a mi hogar verdadero. Por su gran misericordia, Dios me bendijo con una esposa que sabía de mis antiguas andanzas, pero que estuvo dispuesta a iniciar la travesía conmigo. Kris y nuestros dos hijos son el ancla que me mantiene seguro, y ellos son la alegría de mi vida.
Ser papá y marido es probablemente el trabajo más difícil que me ha tocado desempeñar, pero a pesar de nuestros altibajos como pareja y como padres de dos pequeños, jamás cambiaría mi vida ni por todo el dinero del mundo. Con el Señor, cada nuevo día es una bendición, sea lo que sea que traiga consigo.
Hermano, es posible que a ti no te parezca así ahora mismo; quizás estás luchando para sobrevivir o te sientes indigno y lejos de Dios. Si es así, espero que mi experiencia sea una fuente de consolación y esperanza para ti. ¡No te rindas! Si Dios pudo amar y perdonar a un pecador como yo, por supuesto que puede hacer lo mismo para cualquiera que se le acerque buscando sanación y perdón. Lo único que tienes que hacer es pedírselo.
Daniel Sánchez y su familia viven en Santa Bárbara, California.
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