¿Embustero? ¿Demente? ¿Señor de Señores?
Los primeros discípulos nos ayudan a ver quién es realmente Jesús
Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente. (Mateo 16,16)
Con una claridad y un valor que solo podían venir del Espíritu Santo, el apóstol Pedro profesó su fe en Cristo Jesús. De todo lo que le había visto hacer al Señor y de todo lo que le había oído decir, Pedro llegó a la conclusión de que Jesús era más que un maestro sabio y un profeta santo: Jesús era el Mesías, el que Dios había ungido para venir a redimir el pueblo de Israel.
¿No sería estupendo que todo ser humano pudiera hacer hoy la misma profesión de fe? ¿No sería maravilloso que cada uno recibiera la revelación del Espíritu, como San Pedro? Pero vivimos en un mundo que tiene muchas opi niones diferentes sobre el Señor. Unos dicen que fue un gran filósofo; otros dicen que fue un maestro bien dotado, un experto narrador de historias, incluso un profeta según la tradición de Elías y Moisés. Otros más dicen que era un hombre compasivo, humanitario, un ejemplo excelente de vida desinteresada. Con todas estas opiniones y evaluacio nes, no es extraño que para muchos la pregunta de Jesús siga sin respuesta.
De todos modos, Pedro contestó lo correcto y de esa forma descubrió el sentido y el propósito de toda su vida. En esta Cuaresma, Jesús quiere hacernos a todos nosotros la misma pregunta de hace dos mil años: “¿Quién dices tú que soy Yo?” Siendo así, meditaremos en la pregunta. Por una parte, debemos contestar con fe, sin exigir prueba definitiva. Pero, por otra parte, Dios nos ha dado el don de la razón, para que reflexionando lleguemos a conclusiones lógicas, incluso sobre Jesús. En efecto, la credulidad ciega no es el único camino; también podemos entender quién es Jesús sacando conclusiones lógicas y razonables.
Tres Posibilidades. En su libro Mero Cristianismo, el popular autor y pensador cristiano C. S. Lewis sugería tres respuestas posibles a la pregunta de quién era Jesús. Según este autor las respuestas que la gente pudo haber dado eran que Jesús era un embustero habitual, un demente o el Señor resucitado.
En realidad, Lewis no trataba de hacer una evaluación a fondo de la pregunta de Jesús, sino simplemente de mostrar que las dos primeras opciones (las de embustero o lunático) no eran las que probablemente se darían. ¿Por qué? Porque si bien es cierto que algunos contemporáneos de Cristo pensaron estas cosas de Él, incluso algunos de sus parientes, muchos más fueron los que se convencieron de que Jesús era efectivamente Aquel que Él decía ser (Marcos 3,21; Juan 10,33). Además, los que se decidieron a creer en Él lo hicieron a pesar de que el costo sería muy alto.
Piense en cada uno de los que decidieron fiarse de las palabras de Jesús; en todos los que le vieron ejercer su poder milagroso sobre la naturaleza, sobre la enfermedad y hasta sobre la muerte; también en toda la gente que encontró una nueva alegría, el poder sobre el pecado y la paz gracias a Jesús. Unos se sintieron tan conmovidos por lo que experimentaron que dejaron sus empleos, sus casas y sus familias para seguirle. ¡Unos se convencieron tanto que afrontaron burlas, persecución, encarcelamiento y hasta la muerte por amor a Jesús!
Sería un error atribuir todo esto a la reacción supersticiosa de una muchedumbre inculta e ingenua. Los judíos del siglo I no eran gente supersticiosa. Amaban mucho a Dios y lo reverenciaban tanto que no se atrevían a pronunciar el nombre del Señor, por eso jamás se les iba a ocurrir que Dios iba a caminar entre ellos como un hombre sencillo. Pero algo veían en Jesús que les cautivaba el corazón. Cristo era distinto y era imposible desentenderse de Él. Las palabras y obras de Jesús les estimulaban la fe al punto de que comenzaron a verle como algo mucho más que un hombre bueno. Al final de cuentas, el testimonio de estos discípulos puede darnos una gran confianza de que Jesús realmente es Aquel que Él dijo ser.
El cambio. ¿Qué fue lo que sucedió que estos discípulos se convencieron tanto acerca de Jesús? Para tratar de contestar esta pregunta, vamos a comparar tres hechos decisivos que ocurrieron en la vida de los primeros seguidores de Cristo: el Jueves Santo, el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección.
El Jueves Santo, en la Última Cena, parecía que los apóstoles estaban totalmente despistados en cuanto a lo que hacía Jesús, aunque Él les estaba dando su discurso de despedida. Tomas protestó diciendo: “No sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?” (Juan 14,5); Felipe pidió: “Señor, déjanos ver al Padre, y con eso nos basta” (Juan 14,8). Jesús anunció que uno de ellos le traicionaría y Judas mintiendo dijo: “Maestro, ¿acaso seré yo?” (Mateo 26,25); Pedro no quería dejar que Jesús le lavara los pies (Juan 13,8), y todos reñían entre sí tratando cada uno de ser el más importante (Lucas 22,24).
Durante el Viernes Santo, todo pare-cía haberse descontrolado. Jesús había sido detenido; Pedro, la “Roca” de la nueva Iglesia, había negado siquiera conocer al Señor. Casi todos los demás habían huido. Solo su madre, Juan y otras mujeres estuvieron allí para verlo cuando era crucificado y moría. Parecía que todos habían perdido la esperanza y la fe se les había esfumado. Todos pensaban que el sueño había terminado en desgracia.
Luego, el Domingo por la mañana las mujeres fueron al sepulcro, no para ver al Señor resucitado, sino para ungir el cuerpo antes de la sepultura, como era la costumbre con los difuntos, pero ¡el sepulcro estaba vacío! Las mujeres se encontraron frente a un ángel, que les dijo que Jesús había resucitado. Más tarde, ese mismo día, el Señor se apareció a los apóstoles en el cenáculo y a otros dos discípulos que iban por el camino de Emaús.
¡Qué cambio tan impresionante! Jesús había resucitado y todos ellos lo vieron. Estos hombres y mujeres que habían perdido la esperanza, volvían a creer y esta vez, sí estaban seguros: Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios. Ahora sí estuvieron dispuestos a vivir para Él y entregarse más profundamente que antes. El hecho de ver a Jesús resucitado fue la experiencia más fascinante que habían tenido en la vida y esto los cambió para siempre.
Con renovada fuerza y valor. Solo podemos suponer lo que sucedió después de esto. El Domingo de Resurrección, Jesús había soplado sobre ellos y les había dicho “Reciban el Espíritu Santo” (Juan 20,22). Luego, durante las próximas siete semanas, el Señor les enseñó y los convenció cada vez más de quién era Él y lo que les pedía hacer. En apenas 50 días, los discípulos fueron transformados de seguidores temerosos que no atinaron sino a huir, a evangelizadores fervientes. Ahora, llenos del Espíritu Santo, el mismo Señor Jesús les comunicaba poder, autoridad y valentía.
Poco después de Pentecostés, cuando Pedro y Juan se dirigían al Templo, vieron a un mendigo paralítico que llevaba 40 años postrado junto a la puerta. El Espíritu Santo les inspiró a rezar por él ¡y el hombre fue curado! Viendo esto, la muchedumbre asombrada empezó a congregarse y Pedro comenzó a predicarles allí mismo en el Templo y frente a los jefes religiosos que habían arrestado al Señor (Hechos 3,1 a 4,31).
Las autoridades los detuvieron y les advirtieron que no hablaran más sobre Jesús ni enseñaran en su nombre, pero Pedro explicó que para ellos era simplemente “imposible” guardar silencio acerca de todo lo que habían visto y oído. Veamos: Fueron encarcelados tal como lo fue Jesús. Fueron arrastrados al Sanedrín tal como lo fue Jesús. Todo les indicaba que podrían ser ejecutados tal como lo había sido Jesús. Pero en lugar de huir o negar a Jesús como lo habían hecho en la Pasión del Señor, se mantuvieron firmes y hablaron no solo con gran fuerza y convicción, sino hasta de modo desafiante.
Pero no fueron solo Pedro y Juan los que cambiaron tanto. Todos los discípulos se convirtieron en valientes proclamadores de Jesús. Años más tarde, reflexionando sobre todo lo que había sucedido en aquellos pocos meses, San Juan escribió: “Aquel que es la Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros y hemos visto su gloria” (Juan 1,14). Ellos vieron, conocieron y presenciaron la gloria del Señor, es decir, no tuvieron la menor duda de que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios, y esta convicción los hacía ser valientes e intrépidos, al punto de estar dispuestos a morir por Él. Es difícil creer que estos eran los mismos hombres que pocos meses antes habían estado discutiendo en la Última Cena y que habían huido despavoridos antes de la crucifixión.
¡Benditos sean ustedes! Después de resucitar, Jesús le dijo a Tomás que todos los que no lo hubieran visto en persona y resucitado y creyeran en Él, serían bendecidos. ¡Esos somos nosotros! Nosotros somos aquellos de quienes hablaba el Señor. Cristo nos pide creer sin haber visto, es decir, que aquello que sucedió con los apóstoles puede suceder con nosotros también.
Si reflexionamos en el cambio dramático que experimentaron los apóstoles, vemos que hay una luz de esperanza para nosotros también. Los apóstoles no se dedicaron a predicar el evangelio porque ganarían dinero, ni prestigio ni gloria, excepto el cielo. Por el contrario, el futuro que veían era de falsas acusaciones, persecuciones y hasta la muerte. Entonces, ¿a qué se debía que fueran tan valientes, decididos y hasta alegres? ¿Podría haber alguna otra razón excepto la de que estaban convencidos de que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios? Y esto es precisamente lo que el Espíritu Santo quiere mostrarnos en esta Cuaresma.
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