Ella atesoraba todo esto en su corazón
Contemplemos el misterio de la Navidad con la Virgen María
A ella se le rinde homenaje con magníficas estatuas en prácticamente todas las iglesias y santuarios católicos del mundo, y hermosos retratos de ella adornan innumerables hogares. Su persona es el tema de pinturas y esculturas más que cualquier otra persona en la historia del arte occidental. Muchísimos poemas, canciones e himnos han sido compuestos sobre ella a través de los siglos, y apenas unas cuantas décadas después de que ella pasara de esta vida a la otra empezaron a aflorar cuentos y leyendas acerca de su vida. ¿De quién estamos hablando? De la Virgen María, la Madre de Dios, el mejor modelo de perfección y santidad que podemos imitar.
María tiene esa presencia tan imponente en la imaginación de los fieles y desempeña un papel tan fundamental en la historia de la salvación que fácilmente nos olvidamos de que ella fue, en muchos sentidos, humana como todos, que vivió en un tiempo y lugar específicos en la historia y por lo general no nos detenemos a meditar en cómo era su vida cotidiana.
En esta edición de Adviento queremos pedirle a María que nos enseñe a ser discípulos de Jesús. En este artículo, nos detendremos a analizar aquella costumbre que ella tenía de meditar en lo que Dios estaba haciendo en su pueblo y en su persona, y cómo este hábito la llevó a atesorar mucho más aún a su Hijo.
Atesorar y reflexionar. Aquella gloriosa noche en la que nació Jesús, los pastores fueron de prisa a Belén para ver al Niño Jesús y cuando llegaron al pesebre, le contaron a María lo que el ángel les había dicho: “Les traigo una buena noticia, que será motivo de gran alegría para todos”, y que habían visto a los ángeles que cantaban: “¡Gloria a Dios en las alturas! Paz en la tierra entre los hombres que gozan de su favor” (Lucas 2, 10. 14).
María se debe haber sorprendido al ver los rostros radiantes de alegría de los pastores, escuchar lo que decían y cómo alababan y daban gracias a Dios. En el Evangelio leemos que ella no dejó que estos sagrados momentos simplemente pasaran al olvido, sino que meditaba en ellos y los atesoraba en su corazón (Lucas 2, 19).
San Lucas nos permite dar otro vistazo al corazón de María cuando relata el episodio en que, a la edad de doce años, el Niño Jesús permanece en el templo después de que sus padres regresaban a casa, para hablar sobre la Ley de Moisés con los ancianos. Tal vez esta fue la primera vez que Jesús se separaba de sus padres. Ellos lo buscaron durante tres días, llenos de angustia, hasta que lo encontraron en el templo y su madre le pregunta: “Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto?” A lo que Jesús responde: “¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi Padre?” (Lucas 2, 48. 49).
No cabe duda de que la aparente indiferencia de Jesús le debe haber dolido a María, pero ella no dejó que las palabras de su Hijo le hirieran el corazón. Sí, es cierto que tal vez no entendió exactamente qué fue lo que Jesús quiso decir, pero ella presentía que algo importante estaba sucediendo. Por eso, en lugar de ofenderse o incomodarse, seguramente pensó algo como: “Aquí debe estar pasando algo más profundo y quiero saber qué es.” Nuevamente, leemos en el Evangelio que María “guardaba todo esto en su corazón” (Lucas 2, 51). Sin duda, ella se hizo el propósito de meditar y atesorar todo lo que sucedía en torno a su Hijo.
Reflexión espiritual. Estos relatos acerca de los pastores que fueron al pesebre y de cuando José y María encontraron a Jesús en el templo nos presentan, en varios sentidos, una pequeña muestra de lo que fue la vida de María; son como instantáneas que nos permiten vislumbrar algo de su vida: Se hizo el propósito de meditar en lo que Dios estaba haciendo y atesorar lo que veía que Jesús decía y hacía, aun si no lo entendiera y aunque al principio le causara dolor o confusión.
María decidió reflexionar una y otra vez sobre estos acontecimientos, orar y pedirle a Dios que le diera un nuevo entendimiento de todo lo que ello significaba. Comprendía que Dios iba desarrollando sus designios día tras día y no quería que nada de lo que sucediera se le pasara por alto.
Los matemáticos y los científicos hacen lo mismo: se pasan años reflexionando sobre fórmulas y ecuaciones con la esperanza de llegar a nuevos descubrimientos. También los hombres y mujeres de negocios se reúnen con los directivos de las empresas buscando estrategias para aumentar las ventas, reducir los costos o superar los obstáculos. Los investigadores de medicina hacen otro tanto con la esperanza de lograr nuevos descubrimientos o avances médicos o farmacéuticos.
Todos dedicamos tiempo a ponderar diversas cosas a fin de entenderlas y tomar decisiones. Por ejemplo, con quién queremos casarnos, cómo vamos a educar a nuestros Hijos, dónde o en qué queremos trabajar o cómo vamos a gastar el dinero. Es bueno meditar y pensar en el “qué”, el “por qué” y el “cómo” de la vida, pero tal vez no dedicamos tiempo suficiente a reflexionar sobre las realidades espirituales.
Por eso, pensamos que el Adviento es una ocasión magnífica para meditar en la escena del nacimiento de Jesús, el mensaje del ángel Gabriel a la Virgen María, o el amor inefable que revela la decisión de Dios Hijo de humillarse y hacerse hombre como nosotros. De hecho, si María estuviese hoy aquí con nosotros, probablemente nos instaría a que reservemos tiempo cada día para meditar en todos los acontecimientos gozosos que hubo en torno al nacimiento de su Hijo.
Busquen primero el Reino de Dios. Antes de la Anunciación, María tenía sus planes bastante bien definidos. Se casaría con José, tendría hijos y llevaría una vida normal y apacible en Nazaret. Pero no pasó mucho tiempo después de que el ángel se le apareció que se dio cuenta de que el plan que Dios le estaba revelando le iba a costar bastante… ¡quizás todo! Pero en lugar de llenarse de temor, rechazar el mensaje del ángel o sentirse resentida, María confió en el Señor y empezó a meditar en todo lo que implicaría para ella este nuevo designio de Dios, y mientras más meditaba en él, más lo apreciaba. Al reconocer el tesoro que esto representaba más ponderaba su significado. Toda esta meditación y reflexión le llenó el corazón y la mente, al punto de que pudo decirle a Isabel: “Mi alma alaba la grandeza del Señor; mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador” (Lucas 1, 46-47).
Esto no es muy distinto de lo que ocurre cuando dos personas se enamoran. Después de un par de ocasiones de salir juntos, deciden conocerse mejor y comienzan a conversar cada día, comentando y apreciando lo que han logrado compartir entre sí y se dan cuenta de que sienten algo tan especial en la recíproca compañía que no desean que eso termine. Luego, en algún momento, cada uno piensa para sí mismo: “¿Quiero pasar el resto de mi vida con esta persona?” Esta pregunta, cuya respuesta probablemente exigirá decisiones radicales y tal vez costosas en el futuro, indica que todo el tiempo que estos novios han dedicado a reflexionar en esa posibilidad y a valorarse mutuamente los llevará a unirse en una vida en común mediante el matrimonio sacramental.Así pues, de modo similar a lo que sucede con la pareja enamorada, mientras más uno medita en el Señor, más lo valora, y mientras más lo valora, más medita en él. Cuanto más tiempo pases tú, querido hermano, reflexionando sobre la Persona de Jesús y el milagro de su venida entre nosotros, más te bendecirá Dios. Igualmente, si la Virgen María estuviese aquí, probablemente nos diría que hemos de valorar a su Hijo por encima de todo otro valor que podamos concebir. Nos diría que lo más valioso que podemos hacer cada día es contemplar todo lo que Jesús ha hecho por nosotros, y nos repetiría las palabras de Cristo: “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas” (Mateo 6, 33).
Imitemos a María. Hay un antiguo refrán que dice: “Tu vida es un regalo de Dios. Lo que tú hagas es tu regalo para él.” Desde antes de la Anunciación, la joven María había estado reflexionando en su oración acerca de Dios y su gran amor; pero, cuando se le apareció el ángel, su oración adquirió una nueva profundidad: se sintió ella tan llena de gratitud a Dios que decidió darle toda su vida.
¿Cómo hacerlo? En la Anunciación, ella se entregó a Dios. Cuando dijo “Hágase en mí según tu palabra”, ella prefirió la voluntad de Dios antes que la suya (Lucas 1, 38); cuando su prima Isabel estaba embarazada siendo ya mayor, María quiso visitarla para servirle y ayudarle. Cuando pronunció el Magníficat, ella rindió adoración a Dios. En las bodas de Caná, intercedió en favor de los nuevos esposos. Y cuando vio a su Hijo morir en la cruz, sufrió con él por causa de todo el pecado que hay en el mundo.
La confianza de María en Dios, su amor a él, su humilde obediencia a los divinos designios, todo eso fue su manera de entregarse por completo al Señor como un don valioso. Esto también es válido para ti. Quienquiera que seas, dondequiera que tú vivas y lo que hayas hecho, toda tu vida es un regalo de tu Padre amoroso. Tu persona es única en el mundo y Dios te ha dado muchos dones especiales y bendiciones que no le ha dado a nadie más. ¿Puedes ahora ofrecerte tú a él?
La respuesta será diferente para cada uno porque todos somos diferentes. Pero hay una cosa que no cambia: cuando reflexionamos en el Señor y su bondad, empezamos a descubrir los dones y las bendiciones que él nos ha concedido. Y cuanto más descubras, más los vas a atesorar, porque verás lo valiosísimos que son, y te sentirás cada vez más agradecido por ellos. Así, llenándote de gratitud, irás buscando la forma de honrar y servir mejor a Dios en la cotidianidad, tal como lo hizo María. Sea lo que sea que decidas hacer para el Señor en este Adviento, puedes tener la seguridad de que su Madre está contemplándote desde el cielo y animándote. Eso es lo que María hace, porque ella es nuestra madre.
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