El “ángel” anónimo de Alcohólicos Anónimos
La historia de sor Ignacia Gavin
Por: Anne M. Costa
El 10 de junio de 1935, dos hombres de Akron, Ohio, conversaban frente a frente sentados a una mesa. Bill Wilson, que admitía ser “alcohólico empedernido” y el Dr. Bob Smith, un cirujano que no podía realizar su próxima cirugía sin haber tomado un trago, trataban de convencerse mutuamente de no tomar la copa siguiente. Hoy, se considera que ese encuentro fue la primera reunión de Alcohólicos Anónimos (AA).
En esa época, los alcohólicos eran considerados, en el mejor de los casos, moralmente débiles; en el peor, viciosos, delincuentes e incluso enfermos mentales. Rutinariamente eran encarcelados o enviados a asilos; siendo rechazados por la sociedad, se sentían aplastados por la vergüenza y el estigma. Pero hoy, gracias a la acción de AA, se considera que la adicción alcohólica es una enfermedad terrible que requiere un tratamiento compasivo.
Cientos de miles de personas le deben la vida a Alcohólicos Anónimos y a otros programas de doce pasos que siguen el mismo concepto. Un día a la vez, aquellos que luchan contra la adicción dedican tiempo a hablar honestamente con otros hombres y mujeres que han pasado por la misma experiencia. Juntos recuperan su vida y la cordura. ¿Cómo? A través de la aceptación de su responsabilidad, la camaradería, el crecimiento espiritual y la renuncia personal.
A pesar de que muchas personas han escuchado sobre aquella primera reunión histórica, la mayoría conoce menos a una colega del Dr. Bob Smith, la hermana Mary Ignacia Gavin. Sor Ignacia, religiosa de pequeña estatura pero ánimo resuelto, desempeñó un papel crucial para eliminar la vergüenza y el sentimiento de desesperanza que agobiaba a la mayoría de los alcohólicos debido al estigma que marcaba su enfermedad.
De tocar fondo a un nuevo comienzo. Della Mary Gavin nació en 1889 en el Condado Mayo, de Irlanda, y a la edad de siete años se trasladó con su familia a Cleveland, Ohio. Tenía un gran talento musical y ayudó a la mantención de su familia impartiendo clases de piano.
En su juventud, la educación católica influyó profundamente en Della y sintió la vocación a la vida religiosa. Aun cuando su madre era reacia y ella se había comprometido, en 1914, a la edad de veinticinco años, ingresó a la orden de las Hermanas de la Caridad de San Agustín. Allí adoptó el nombre religioso de Ignacia, por San Ignacio de Loyola, lo cual, en retrospectiva, fue una excelente decisión, ya que San Ignacio fue el fundador de los jesuitas y el creador de su propio programa de renovación personal, los Ejercicios Espirituales.
Después de ingresar al convento, sor Ignacia continuó enseñando música y llegó a ser directora de música en su comunidad. Siempre entregada de lleno a su trabajo y siendo un poco perfeccionista, se sintió finalmente abrumada por el estrés, a raíz de lo cual, sufrió de úlceras y finalmente tuvo lo que ella misma calificó de un colapso nervioso.
Debido al daño físico y emocional que le había provocado su trabajo, el médico le recomendó que dejara de enseñar música, lo que hasta entonces era su pasión y su cometido. Y a pesar de que nunca había abusado de ninguna sustancia, en muchas formas esta fue su experiencia personal de “tocar fondo”. Sin embargo, como sucede a menudo, Dios utilizó esta circunstancia para llamarla a una nueva vocación.
Durante su larga recuperación, sor Ignacia fue atendida por un dedicado médico que sabía que no bastaba con tratar únicamente la condición física. Tampoco la censuró ni consideró que su agotamiento emocional fuera señal de debilidad. Esta era una oportunidad para aprender a vivir de una forma más saludable, y el médico la animó a examinar las causas ocultas de su colapso. Sor Ignacia analizó sus hábitos y presunciones y empezó a realizar los cambios necesarios para lograr una restauración total de su mente, cuerpo y espíritu.
Guiada por la fe y la compasión. Equipada con esta visión y un profundo sentido de solidaridad, sor Ignacia aceptó gustosa su nueva asignación como directora de admisiones en el Hospital Santo Tomás, en la ciudad de Akron. Este trabajo era menos exigente, pero la motivó a asumir una nueva pasión: cuidar a los alcohólicos.
Conocedor de la reputación de sor Ignacia de ser compasiva y dedicada, el Dr. Bob Smith, que trabajaba en el hospital, le pidió que le ayudara a tratar a los pacientes que sufrían de adicción al alcohol. El médico vio en ella un alma gemela, dotada de gran preocupación y del firme carácter necesario para ayudar a los alcohólicos a lograr la sobriedad aplicando el recién desarrollado programa de doce pasos. Viendo la necesidad de proveer tanto guía espiritual como atención médica, sor Ignacia aceptó la propuesta.
Mientras tanto, las reglas del hospital prohibían admitir a los alcohólicos como pacientes, así que ella y el Dr. Smith se pusieron de acuerdo para admitir a un alcohólico diagnosticándole gastritis aguda. Ellos sabían que debían asignarle una habitación privada, donde no fuera fácil detectar su intoxicación, pero no había ninguna disponible, por lo que la religiosa ubicó al hombre en el “cuarto de flores” del hospital. Esta habitación era no solo un espacio multiuso para arreglos florales en espera de ser repartidos, sino que ocasionalmente servía como lugar temporal ¡para los difuntos destinados a la morgue!
Con esa singular travesura clandestina, el Hospital Santo Tomás se convirtió en el primer centro del mundo en tratar el alcoholismo como una condición médica. Después de haber reconocido y confesado sus acciones, el Dr. Smith y sor Ignacia lograron convencer al administrador del hospital de la necesidad de crear el primer pabellón hospitalario para alcohólicos. Poco después, sor Ignacia insistió en que se admitiera a un hombre afroamericano en el pabellón, que supuestamente solo atendía a pacientes de raza blanca, y así nació el primer programa de tratamiento interracial.
Se estima que hubo más de cuatro mil seiscientos alcohólicos tratados en el Hospital Santo Tomás y que sor Ignacia tuvo a su cuidado durante toda su vida a alrededor de quince mil pacientes.
Un ángel de esperanza. Lo que motivaba a sor Ignacia era su comprensión de la dignidad de las personas que luchan con una adicción. Por encima de los calificativos y de la apariencia externa de desesperanza, ella dijo una vez: “Los alcohólicos merecen ser tratados con compasión; lo que necesitan es la caridad de Cristo y una atención inteligente para que, con la gracia de Dios, puedan aceptar una nueva filosofía de vida.”
Si bien ella era comprensiva, también era práctica y directa. A menudo decía a los pacientes: “Dobla las rodillas, no el codo”, pues consideraba que la oración era la piedra angular de todo lo que ella hacía.
Con el paso de los años, no era extraño que alguien, que estaba luchando con la tentación de beber, llamara a sor Ignacia o tocara a su puerta a medianoche. Parecería poco usual, pero las personas simplemente estaban siguiendo las instrucciones que ella les había dado a cuantos se “graduaban” de su cuidado. Cuando un paciente era dado de alta, ella le entregaba una insignia del Sagrado Corazón y les hacía prometer que se la devolverían antes de tomar otro trago. Esta ingeniosa “receta” se convirtió en el ímpetu de la práctica de AA que aún existe actualmente de entregar a sus miembros una ficha o placa como forma de marcar los logros de su sobriedad.
Después de la muerte del Dr. Smith en 1952, le encargaron a sor Ignacia planear y abrir un pabellón para alcohólicos en el Hospital de la Caridad de San Vicente, situado en Cleveland, Ohio. Estando a cargo del diseño del pabellón, el cual ella llamó Solar del Rosario, sor Ignacia insistió en que se incluyera un mesón de café en los planos, pero uno de los administradores del hospital no estuvo de acuerdo y sugirió que solamente se colocara una simple mesa. Ella “se plantó” en tono decidido y respondió: “Si usted no va a permitir que hagamos el montaje adecuado, ¡olvidémonos de todo el asunto!” La voluntad de sor Ignacia se impuso, y el constante flujo de café fresco que hoy se ve en cada reunión de los doce pasos tuvo su origen en la firme insistencia de la religiosa.
La preocupación de sor Ignacia por cada detalle, así como por cada alcohólico y la singular situación de cada uno, llevó a un paciente a decir: “Ella me salvó la vida. Me ayudó a encontrar a Dios y la sobriedad. Ella me amó cuando no había nada en mí que fuera digno de amar. Ella fue el ángel de Alcohólicos Anónimos.”
Su legado continúa. Durante todo su apostolado, sor Ignacia escuchó miles de relatos sobre la lucha contra la adicción, tantos que una vez dijo: “Cuando veo a una persona dominada por el alcoholismo, me da náuseas.” Su inagotable capacidad de identificarse con los sentimientos de los afectados la llevó a convertirse en una de las primeras personas que se reunía con los familiares de los alcohólicos y los aconsejaba, pues era sensible a los efectos que la adicción tenía en toda la familia. Ella creía que era importante apoyarlos y animarlos a darle a su paciente una oportunidad más. Su influencia y su ejemplo ayudó a crear el primer curso del programa de Al-Anon, que ayuda a los familiares de los alcohólicos.
El hecho de que sor Ignacia sea menos conocida que los dos prominentes fundadores de AA no es una omisión. Por su humildad y su respeto al concepto de anonimato, ella solicitó que su nombre no figurara en una placa que conmemora su contribución y su trabajo, y prefirió darle el crédito a Dios y a las hermanas de su comunidad. Sin embargo, cuando murió el 1 de abril de 1966, a la edad de setenta y siete años, cerca de trescientas personas asistieron a su funeral. En el servicio fúnebre, el cofundador de AA, Bill Wilson dijo que, a su parecer, sor Ignacia era “la mejor amiga y el más admirable espíritu que jamás hayamos conocido.”
Dios tenía un plan muy especial para la vida de sor Ignacia. Su fe, su abnegación y su fortaleza fueron una fuente de esperanza para miles de personas que encontraron la sobriedad a través del programa de Alcohólicos Anónimos, y la valiosa contribución que ella hizo continúa impactando la vida de muchos hasta el día de hoy.
Anne Costa es oradora, escritora y consejera espiritual y reside en la zona central de Nueva York.
Los doce pasos de Alcohólicos Anónimos
1. Admitimos que éramos impotentes ante el alcohol, que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables.
2. Llegamos a creer que un Poder superior a nosotros mismos podría devolvernos el sano juicio.
3. Decidimos poner nuestras voluntades y nuestras vidas al cuidado de Dios, como nosotros lo concebimos.
4. Sin temor, hicimos un minucioso inventario moral de nosotros mismos.
5. Admitimos ante Dios, ante nosotros mismos y ante otro ser humano, la naturaleza exacta de nuestros defectos.
6. Estuvimos enteramente dispuestos a dejar que Dios nos liberase de todos estos defectos de carácter.
7. Humildemente le pedimos que nos liberase de nuestros defectos.
8. Hicimos una lista de todas aquellas personas a quienes habíamos ofendido y estuvimos dispuestos a reparar el daño que les causamos.
9. Reparamos directamente a cuantos nos fue posible el daño causado, excepto cuando el hacerlo implicaba perjuicio para ellos o para otros.
10. Continuamos haciendo nuestro inventario personal y cuando nos equivocábamos lo admitíamos inmediatamente.
11. Buscamos a través de la oración y la meditación mejorar nuestro contacto consciente con Dios, como nosotros lo concebimos, pidiéndole solamente que nos dejase conocer su voluntad para con nosotros y nos diese la fortaleza para cumplirla.
12. Habiendo obtenido un despertar espiritual como resultado de estos pasos, tratamos de llevar este mensaje a los alcohólicos y de practicar estos principios en todos nuestros asuntos.
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